—Deja a la chica en paz —le gritó, y hundió el martillo en el cráneo del zethek, asestándole un golpe tan calamitoso que simplemente cayó hacia atrás hacia la cabina del timón por el agujero del techo, muerto.
—Eso ha sido audaz, chica —dijo, tirando de Candy para levantarla.
Ella se dio unas palmadas en la cabeza simplemente para comprobar que seguía en su sitio.
Lo estaba.
—Uno menos —dijo Candy—. Quedan tres…
—¡Que alguien me ayude! —chilló Mizzel—. ¡Socorro!
Candy se dio la vuelta y vio que otro de esos miserables había capturado a Mizzel y le tenía sujeto contra la cubierta, y se preparaba para convertirle en su comida.
—¡No lo harás! —gritó ella, y corrió hacia las escaleras.
Cuando se encontró a la mitad de estas, recordó que había dejado la llave en el tejado. Era demasiado tarde para volver a por ella.
La cubierta, cuando llegó, estaba resbaladiza por el aceite y el agua, y, en lugar de correr, se vio deslizándose sobre ella, completamente fuera de control. Chilló para que alguien la detuviera, pero no había nadie lo suficientemente cerca. Justo delante se encontraba la bodega, con la puerta abierta por obra de una de las bestias. La única esperanza que tenía para detenerse era alcanzar y agarrarse al zethek que estaba atacando a Mizzel. Pero debía ser rápida, antes de perder la oportunidad. Alargó el brazo e intentó alcanzarlo. El zethek la vio venir y se volvió para mantenerla a raya, pero no fue lo bastante rápido; Candy le asió por el pelo. El animal graznó como un guacamayo enfurecido y forcejeó para liberarse, pero Candy se agarró más fuerte. Desafortunadamente, su inercia era demasiado grande como para detenerse. Justo lo contrario. En vez de eso, la criatura siguió con ella, mientras la agarraba para intentar soltar sus dedos de sus mechones andrajosos incluso cuando ambos se dirigían derechos al agujero que se había abierto.
Cayeron por él, encima de los peces. Por suerte no fue una caída larga; la bodega estaba casi llena al completo de smatterlings. Pero no fue un aterrizaje agradable, miles de peces resbalaban por debajo de ellos, fríos y húmedos y muy muertos.
Candy seguía agarrada al pelo del zethek, de modo que cuando la criatura se puso en pie, cosa que hizo inmediatamente, ella se puso en pie también.
La criatura no estaba acostumbrada a que nadie la tocara, especialmente un trozo de niña. Se retorció y se encolerizó, y la golpeó con su gigantesca boca, y al momento siguiente intentaba que se soltara convulsionando su cuerpo de forma tan violenta que sus huesos retumbaban.
Finalmente, aparentemente desalentado por lo inútil de sus intentos, el zethek llamó a sus camaradas vivos:
—¡Kud! ¡Nattum! ¡Aquí! ¡En la bodega! ¡Ahora!
Unos segundos más tarde después de la llamada, Kud y Nattum aparecieron por la puerta de la bodega.
—¡Methis! —dijo Nattum, sonriendo—. ¡Tienes a una chica para mí!
Después de decir esto, abrió la boca e inhaló con tanta fuerza que Candy tuvo que luchar por evitar que la arrastrara dentro de sus fauces.
Kud no estaba interesado en esos trucos. Empujó a Nattum a un lado.
—¡Me la quedo yo! —dijo—. Tengo hambre.
Nattum le apartó.
—¡Yo también! —gruñó.
Mientras se peleaban por ella, Candy vio la oportunidad de gritar para pedir ayuda.
—¿Hay alguien? ¿Malingo? ¿Charry?
—Demasiado tarde —dijo Kud,
Se inclinó por la puerta de la bodega la agarró y la levantó. Fue tan rápido y violento que Candy soltó a Methis. Su pie resbaló sobre los peces viscosos por un momento; después estaba en el aire, acercándose a la boca de Kud, que ahora también se abría como un túnel dentado.
Al momento siguiente se hizo la oscuridad. Su cabeza —muy a su pesar— estaba en la boca de la bestia.
Capítulo 5
Pronunciar una palabra
Aunque todo su cráneo quedó de repente preso en la boca del zethek, Candy aún podía oír una cosa del mundo exterior. Una única estupidez. Era la voz chillona del Niño de Commexo, cantando su cancioncita eternamente optimista.
—¡Feliz! ¡Feliz! ¡Feliz! —chillaba.
Ofreció una pequeña oración en ese momento de oscuridad, dirigida a cualquier Dios o Diosa, de Abarat o del Más Allá, que quisiera escucharla. Era una oración muy simple. Decía simplemente: «Por favor, no permitas que ese Niño ridículo sea lo último que oiga antes de morir.» Y, gracias a las deidades, su oración fue escuchada.
Se oyó un ruido seco justo encima de ella, y sintió cómo se relajaba la tensión de las mandíbulas de Kud. Entonces sacó la cabeza de su boca. En ese momento la viscosidad de los peces que había debajo de ella jugó a su favor. Se deslizó por la alfombra de smatterlings justo a tiempo para ver a Kud derrumbarse sobre los peces. Apartó la mirada de este y levantó la vista para ver a su salvador.
Era Malingo. Estaba allí de pie con el martillo de Skebble en la mano. Sonrió a Candy. Pero su momento de triunfo fue breve.
Al instante siguiente, Kud se levantó con un rugido de su viscosa cama de peces y salió de debajo de Malingo, quien cayó de espaldas.
—¡Ah-Zia! —gritó Kud, posando su vista en el martillo que se había resbalado de la mano de Malingo cuando cayó. Kud lo agarró y se puso en pie. El resplandor en sus huesos se había convertido en una llamarada furiosa durante los últimos minutos. En las cuencas de su cráneo, dos puntos de rabia escarlata titilaban cuando volvió su mirada hacia Candy. Parecía algo propio de un tren fantasma. Blandiendo el martillo, se abalanzó sobre la chica.
—¡Corre! —gritó Malingo.
Pero no había a donde huir. Tenía un zethek a la izquierda y otro a la derecha, y detrás una pared sólida. Una sonrisa esquelética se extendió por el rostro de Kud.
—¿Tus últimas palabras? —dijo mientras levantaba el martillo por encima de su cabeza—. Venga —gruñó—. Tiene que haber algo en tu cabeza.
Curiosamente, sí que había algo en su cabeza: una palabra que no recordaba haber oído hasta ahora. Kud pareció ver la confusión en sus ojos.
—¡Habla! —dijo, golpeando la pared a la izquierda de ella con el martillo. Las reverberaciones resonaron por toda la bodega. Los smatterlings muertos se convulsionaron como si hubieran recibido un espasmo de vida—. ¡Háblame! —dijo Kud, golpeando la pared a la derecha de la cabeza de Candy. Una lluvia de chispas manó del lugar, y los peces saltaron por segunda vez.
Candy colocó su mano en la garganta. Había una palabra allí.
Podía sentirlo, como algo que hubiera comido pero no se hubiera tragado por completo.
Quería ser pronunciada. De eso estaba segura. Quería ser pronunciada.
Y ¿quién era ella para negarle sus ambiciones? Dejó las sílabas salir voluntariamente. Y las pronunció.
—¡Jassassakya -thiim! —dijo.
Por el rabillo del ojo pudo ver a Malingo incorporarse y retroceder sobre la cama de peces.
—Oh, Dios Lou… —dijo, y su voz calló con asombro—. ¿Cómo es que conoces esa palabra?
—No