Dada la necesidad de darle coherencia a la exposición, ese propósito exigía consultar la mayor cantidad posible de fuentes, y examinar la abundante bibliografía nacional y extranjera que existe sobre los temas que se seleccionaron. Un camino que habría disminuido esa ardua tarea, acortando el tiempo dedicado a esta obra, hubiera sido constituir equipos de trabajo. Esto fue desechado, convencidos de la necesidad de que los autores tuvieran una relación directa con las fuentes. Solo así se evitaría la distorsión que suele producirse cuando ese cometido, al encargarse a otros, responde a inquietudes historiográficas que no son necesariamente las propias de cada investigador. La decisión indicada, discutible, como cualquier otra, importó dedicar muchas horas a la revisión de periódicos, revistas, sesiones del Congreso, archivos públicos y privados. El resultado, como era de esperar, se tradujo en el acopio de gran cantidad de material, al punto de que fue necesario distribuir el periodo que se estudia —1826-1881— en dos volúmenes.
El paso siguiente, en una suerte de segunda etapa, consistió en el análisis de esa abundante documentación, hasta conseguir sistematizarla de tal manera que permitiera organizar “una exposición ordenada y sistemática…, en vista a convertirla en una historia… en forma de relato”, en el cual se le dio una función esencial a la cronología*. Al adoptar ese camino se tuvo en cuenta que el producto final, esto es, la narración, se acercara a la época estudiada, si bien nunca se perdió de vista que los datos seleccionados y la “mente del historiador” provocan, muchas veces de manera involuntaria, graves distorsiones del pasado. Se procuró mitigar ese peligro cotejando con especial cuidado los antecedentes y discutiendo las interpretaciones que se formulaban, hasta que los autores, concluido ese ejercicio, tuvieran cierta seguridad de que sus textos no deformaban la esquiva realidad.
Quienes los escribieron tenían claro que ese objetivo solo sería posible en la medida en que los protagonistas de sus monografías fueran los diferentes grupos sociales que formaban nuestra sociedad, los hombres y mujeres, en suma, que la integraban. De lo contrario, el trabajo solo contendría información ordenada e interesante, pero carente de vida. La intención indicada explica que se escogiera describir en este tomo, a través del hábitat, la vida en el campo y en las ciudades, la evolución demográfica, la vida cotidiana, la sociabilidad, la salud y el mundo indígena, la conducta pública y privada de dichos grupos. Y que se optara, a través de la política, el derecho, la diplomacia, la iglesia y las fuerzas armadas, por mirar al país desde el horizonte de la participación que le cupo a los sectores dirigentes en su conducción, con la precaución de eludir cualquier asomo que apuntara a entender su intervención como una suerte de enfrentamiento entre “buenos” y “malos”, o como una pugna entre quienes defendían soluciones adecuadas a las circunstancias y quienes sostenían postulados equivocados. Ese esquema, que suele caracterizar las obras que tratan la historia política, fue descartado, adoptándose en cambio el principio de presentar la patria como fruto del empeño de todos, dando por sentado de que los actores —individuales o colectivos, y de cualquier condición social— defendían los ideales que consideraban más apropiados para que Chile “progresara”, sin estar del todo conscientes de que esa meta no dependía solo del tesón de cada uno, sino también de factores que no dominaban y, desde luego, del imponderable azar.
Ese es el juego de fuerzas que generan nuestro pasado y que, entrelazándose, se constituyen, a través de la narración, en parte de la trama de este libro.
Los editores
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*Jaume Aurell, Tendencias historiográficas del siglo XX, Globo Editores, Santiago, 2008, p. 114 y 116.
CAPÍTULO I
EL ESPACIO FÍSICO
JOSÉ IGNACIO GONZÁLEZ LEIVA*
EL PAISAJE
El paisaje del territorio chileno de la emancipación y de los decenios iniciales de la república, que corresponde a la región de clima mediterráneo de Chile, con predominio del tipo forestal esclerófilo, es decir, de especies de hojas duras, no difería demasiado del existente en los siglos anteriores. Así, las descripciones de Jerónimo de Vivar de la zona de Atacama y Coquimbo en el siglo XVI, con los sorprendentes “árboles extraños de ver, sin hojas”, las cactáceas columnares, son muy semejantes a las de Gay o de Domeyko en el siglo XIX. Sin embargo, en dicho siglo se produjeron cambios dignos de considerarse.
Continuando un proceso que en el norte del país se había iniciado ya durante la monarquía, aumentó el ritmo de la eliminación de la flora nativa, tanto por la acción de los mineros como por la de los agricultores. La Ordenanza de Minería de Nueva España, que comenzó a regir en Chile en 1785 y se aplicó hasta 1874, cuando entró en vigencia el Código de Minería, consultaba el “denuncio de bosques”, que permitía al minero asegurarse judicialmente la tala de los árboles para obtener madera y combustibles en beneficio del yacimiento y de la fundición de los metales. Tal regulación, más los contratos de abastecimiento de leña suscritos entre los terratenientes y los mineros, contribuyeron a la veloz reducción de árboles y arbustos. Así, el algarrobo (Prosopis chilensis), que predominaba hasta avanzado el siglo XIX y se encontraba incluso en el sector norte de Santiago, fue cortado para su uso como combustible y para enmaderar los piques en las minas. Otro tanto ocurrió con el espino (Acacia caven)1. Extensos espinales existían desde el río Copiapó hasta Concepción, en particular en el valle central y en los faldeos de las cordilleras de los Andes y de la costa, ocupando, por su gran adaptabilidad, los suelos semiáridos característicos del clima mediterráneo de Chile. Los viajeros extranjeros del decenio de 1820 fueron unánimes en subrayar la ausencia de otros árboles que no fueran algarrobos y espinos en Coquimbo —que entonces comprendía también a Atacama—y en los alrededores de Santiago2. Aunque el espino fue ampliamente utilizado en el norte en la minería, y en la fabricación de carbón vegetal en el centro del país, en que crece en topografía plana y en las colinas, su capacidad de rebrote y su elevadísima tasa de germinación le permitió subsistir en todas aquellas áreas que no fueron destinadas a la explotación agrícola. Cuando se las dedicaba a esta actividad se procedía a talar los espinos, a arar la tierra, a sembrar trigo durante un año y a dejar después el lugar para pastoreo. Otras especies alimentaron también los hornos de fundición o debieron ceder ante la agricultura, como el chañar (Geoffrey decorticans); el molle (Schinus latifolius), el olivillo (Aextoxicon punctatum), el guayacán (Porliera chilensis) y el pimiento (Schinus molle). En el norte, el aprovechamiento de la resina extraída de la brea (Thessaria absinthioides) para calafatear embarcaciones llevó a la virtual extinción de ese arbusto en los primeros decenios del siglo XIX3.
En las terrazas marinas costeras de la zona central la vegetación original de arbustos esclerófilos fue desplazada en el siglo XIX por el intenso cultivo de trigo, avena y legumbres, lo que originó un proceso de erosión que se hizo especialmente visible en el siglo siguiente. También en la cordillera de la costa, en especial en su vertiente occidental, la vegetación esclerófila de arbustos altos y de árboles pequeños fue talada para producir leña y carbón, y para el uso de la tierra en el pastoreo de cabras y ovejas y en la agricultura de secano