Pero aquí no terminan sus proezas, ni mucho menos, porque al poco tiempo Napoleón conquista Asia, incluida China y Japón, destruye todos los lugares santos de las otras religiones, establece su hegemonía sobre África y somete América al control de Francia, después de una petición en ese sentido por parte de todos los jefes de estado de América del Norte y del Sur en un congreso celebrado en Panamá en 1827. En su discurso de coronación como “Soberano del mundo”, Napoleón proclama que su monarquía universal “es hereditaria en mi raza, de ahora en adelante hasta el fin de los tiempos solo habrá una nación y un poder en el mundo […] la Cristiandad es la única religión sobre la faz de la tierra”. Provisto de un nuevo título otorgado por el Papa, Sa Toute-Puissance, incluso vuelve a encontrar la felicidad conyugal, ya que la muerte de su esposa austríaca, con la que se había casado exclusivamente por razones políticas, le permite volver a casarse con su amada Josefina.
Finalmente, en 1832 Napoleón muere, tras haber conseguido más logros que cualquier otro estadista o general en toda la historia. Lejos de ser un dictador despiadado, ha conservado la asamblea legislativa y se ha demostrado un monarca liberal y pacífico. Como sugiere el vínculo entre la victoria de Francia y la victoria de la cristiandad, todo esto se debe ante todo a los designios de la divina providencia y como mínimo en este sentido, la aproximación de Geoffroy es bastante tradicional. También incorpora un elemento muy fuerte de inevitabilidad histórica, o quizá habría que decir pseudohistórica: un cambio en el curso de la historia, en Moscú, conduce inexorablemente a toda una larga cadena de acontecimientos que se siguen sin ninguna posibilidad de sufrir una desviación o un revés, de hecho, conduce al fin de la historia, tal como proclama Napoleón en su discurso de coronación como Soberano del Mundo. Ni Victor Hugo llegó tan lejos, ya que en Los miserables sostuvo que la Divina Providencia había decretado que ya no había lugar en la historia para un coloso como Napoleón, de modo que Waterloo, donde la naturaleza prosaica y poco imaginativa de un aburrido militar de corte técnico como Wellington se impuso al genio de Napoleón, marcó un punto de inflexión claro en la historia mundial en un sentido más amplio que el mero hecho de señalar el fin de la gloria militar francesa.10
Desde luego, como Geoffroy sabía perfectamente, la providencia decidió que Napoleón no debía gobernar el mundo, y en varios momentos el escritor recuerda la realidad a los lectores a través de la mención de una calumniosa historia alternativa dentro de su propio relato alternativo, que presenta a Napoleón derrotado en la batalla de Waterloo y exiliado en Santa Elena, o haciendo que Napoleón, a bordo de un barco en el sur del Atlántico después de conquistar Asia, divise Santa Elena en el horizonte, una visión que lo estremece y hace que levante un momento la vista más allá de su existencia ficticia hacia la realidad que de hecho le rodea. Los lectores sabían que Napoleón había sido derrotado antes de Moscú y que los rusos habían vencido en 1812 precisamente porque habían rechazado enfrentarse al emperador francés en una batalla campal. No obstante, a pesar de todas sus debilidades, la obra de Geoffroy es la primera historia alternativa extensa, reconocible y especulativa, y apareció en un momento, a mediados de la década de 1830, en que la leyenda napoleónica estaba en boga, a una década y media de su triunfo con los acontecimientos que siguieron a la revolución de 1848, sobre todo el golpe de estado de Luis Napoleón y su asunción del título de emperador Napoleón III. El capricho de Pascal o Gibbon había dado paso a una intención política seria. El propio Geoffroy estaba apadrinado por Napoleón I, que se había hecho cargo de él después de que su padre muriera en la batalla de Austerlitz, y su nombre completo no era Louis sino Louis-Napoléon. En cualquier caso, la fascinación y atracción que despertó el libro siguieron a través del siglo xix hasta el xx, y se reimprimió a menudo como recordatorio a los franceses de lo que hubiera podido ser, hasta el punto de que en 1937 el escritor Robert Aron contraatacó con un relato en el que Napoleón gana la batalla de Waterloo pero decide que la guerra y la conquista están mal, abdica y se exilia, aunque voluntariamente, en Santa Elena, mostrando su “grandeza interior” y su “comprensión de la necesidad”.11
Es evidente que el relato de Geoffroy era la expresión de un deseo a la mayor escala imaginable. Su premisa metodológica fue adoptada y sistematizada dos décadas después, en 1857, en una serie de artículos del filósofo Charles Renouvier que luego se publicaron en forma de libro. Renouvier le dio un título por el que desde entonces se ha conocido a este tipo de supuestos en francés y alemán: Uchronie. “El escritor compone una uchronie, una utopía del pasado. Escribe la historia, no como fue, sino como pudo haber sido”.12 Renouvier habría sido más sincero si hubiera dicho debería haber sido. Su aproximación era explícitamente política. Describió su método mediante un diagrama que mostraba una serie de fases, empezando por el momento inicial en que la historia imaginaria se desvía de la historia real, el point de scission que provoca la première déviation. Pero mientras la trajectoire imaginaire es una única línea que se extiende sin desviarse hacia el futuro imaginario, la trajectoire réelle se va bifurcando en líneas cortas que no llevan a ninguna parte, que solo se pueden unir conduciéndolas de vuelta a la línea principal de lo imaginario. El punto clave es el ángulo en que la trayectoria imaginaria se separa de lo real y Renouvier afirma que eso depende de la intención del escritor.13 En el caso de Renouvier se trata de impulsar la causa de la libertad haciéndola realidad a través de un pasado imaginario, un caso que ilustra repasando la historia de la religión desde los romanos con la vista puesta en el principio de tolerancia.
Después de describir la situación inicial (la intolerancia romana hacia el judaísmo, que el autor justifica de un modo que recuerda a los antisemitas franceses de mediados del siglo xix, calificando a los judíos de fanáticos religiosos que soñaban con “dominar el mundo”; y una intolerancia comparable hacia el primer cristianismo), emprende la première déviation haciendo que se dé erróneamente por muerto en una de sus campañas al emperador Marco Aurelio y que lo sustituya el general Avidio Casio, partidario de la república romana. Más adelante, junto a Marco Aurelio, que vuelve al trono, Casio inicia un programa de reformas que crea un campesinado libre en lugar de una clase de esclavos y finalmente, a través de muchas idas y venidas, conduce al imperio de occidente a una religión de estado basada en los dioses propios junto a la tolerancia de otras religiones. En el este triunfa un fanático cristianismo ortodoxo, que lleva a las cruzadas, no contra Jerusalén, sino contra Roma, a cuyos habitantes un ejército de cuatrocientos mil cruzados del este, rabiosamente intolerantes, intenta convertir a lo que creen las verdaderas enseñanzas de Jesús, y afortunadamente no lo consiguen ya que empiezan a pelearse entre sí por cuáles son exactamente esas enseñanzas. En el este, la intolerancia conduce al caos político y a la derrota a manos de los bárbaros, mientras que el estoicismo tolerante del imperio de occidente sobrevive a la declaración de independencia de galos, británicos, hispanos y otros que, libres de conflictos religiosos, crean una federación de estados europeos independientes. De forma parecida, en el este, los bárbaros victoriosos vuelven a introducir el cristianismo, pero un cristianismo reformado, sin confesión, sin purgatorio, sin monasterios y en general sin ninguno de los símbolos del catolicismo o la fe ortodoxa. La ciencia y el estudio florecen en todas partes y Renouvier termina con un llamamiento a la humanidad para que forme una liga de naciones con una corte internacional. Al contrastar esta historia feliz en una serie de apéndices con lo que le parecían las depredaciones inhumanas y coercitivas del catolicismo a través de las distintas épocas, Renouvier puso de manifiesto el contraste entre la historia ideal y la historia real; esta última debe su significado a la primera, y efectivamente el libro se presenta como la traducción de un viejo manuscrito,