Así ha sido siempre, cada uno, a su manera, buscaba en mí un apoyo, una aprobación y un cómplice. Mi mamá busca en mí a su madre –eso es lo que dice María Gómez, mi mejor amiga–, y mi papá veía en mí a su socio o al hijo hombre que nunca tuvo. Y aunque estar en esa posición me ha incomodado por años, desde niña he interpretado para ellos el papel de la hija perfecta.
Cuando bajamos por Las Palmas para llegar a Medellín, los dos estaban un poco más tranquilos, y por fin todos nos quedamos en silencio. Cuando pasamos por El Alto, miré la ciudad. Me pareció acogedora y me alegré de llegar a mi casa.
Nunca he vivido en otro lugar que no sea Medellín y solo hasta hace poco empecé a pensar en la posibilidad de irme. Me conmueven sus montañas, el verdor de su tierra, las tiendas de esquina de algunos barrios por donde todavía camino. Como mi mamá, muero por las lengüitas de El Portal y, como a mi papá, me gusta tener mi oficina en el centro. Me encanta mirar a la gente que todavía se sienta a los pies de La Gorda de Botero en el edificio del Banco de la República, detallar las maneras de los hombres que compran tabaco en la esquina del Parque de Berrío y a las parejas que se pasean por Junín. Entrar a conversar con Ramiro en la Librería Nueva, almorzar en el Palazzetto
Recuerdo que aquella noche de mi regreso de Miami, cuando pasamos por Chuscalito, ya casi llegando a la ciudad, pensé en la mujer con la que me había tropezado. Ella, como yo, estaría viendo las mismas montañas, sintiendo el olor de la tierra mojada por la llovizna. No pude dejar de preguntarme cómo se llamaría, dónde viviría, si alguna vez la volvería a ver.
Lau es una de esas personas que uno no olvida. Al menos en mi recuerdo quedaron grabadas desde el primer momento su sonrisa, la suavidad con que se mueve por el mundo y, como diría la tía Bea, su porte. Cuando una semana más tarde volví a verla en una comida en la casa de María Gómez, no podía creerlo. Aquella noche me acerqué para saludar a Rosario González y a Luis Vega, dos amigos de la universidad que no veía desde hacía por lo menos dos años. Conversaban en la sala con otra persona que no podía ver porque estaba sentada de espaldas. Cuando se volteó para saludarme, quedé desconcertada al ver que era la misma mujer del aeropuerto.
—Elisa, ¿conoces a Laura Molina? –me preguntó Rosario–. Acaba de llegar de Nueva York –como en el aeropuerto, Lau me saludó con una sonrisa transparente.
—Sí, ya nos habíamos visto –le contestó Lau.
Yo me quedé callada mientras ella les explicaba a Rosario y a Luis que nos habíamos conocido por casualidad en el aeropuerto. Reconozco que no solo me impactó verla allí, sino que recordara tan bien dónde nos cruzamos por primera vez. Me dio alegría constatar que ella también se acordaba de mí.
Durante la comida no pudimos hablar mucho. Unos minutos después de saludarnos pasamos a la mesa y allí estuvimos casi toda la noche conversando con todos los demás. A mi izquierda estaba Ricardo Camacho, un arquitecto a quien no conocía muy bien; Luis y Rosario estaban en las sillas del frente, y María y Lau se sentaron en los extremos. La noche fue deliciosa, llena de historias de viajes, de libros y películas recomendadas.
Por los comentarios de María me enteré durante la noche de que Lau vivía hacía quince años en Nueva York –donde había estudiado fotografía y trabajaba en publicidad– y había regresado a Medellín para acompañar a su mamá, a quien acababan de hacerle una operación de cadera. Lau es hija única y su papá murió cuando era muy pequeña. Su mamá, Leonor –o Leo, como la llamaba–, era para ella la persona más importante del mundo y no dudó un instante tomarse unos meses para venir a cuidarla. Nunca, hasta que nos conocimos, se le cruzó por la cabeza volver a vivir en Medellín. Solo lo decidió justo antes de regresar a Nueva York –tres meses después de conocernos–, cuando le propuse que viviéramos juntas.
Sin pensarlo dos veces, Lau aceptó. Pero las dos sabíamos que no podía ser de inmediato. Ella tenía demasiadas cosas por resolver en Nueva York: cerrar su apartamento, terminar los contratos de trabajo, despedirse de la ciudad, de sus amigos y obvio que también de Katherine, su antigua novia. Aunque no seguían juntas, tenían un estudio de fotografía que compartían.
Vivimos seis meses –entre octubre del 2001 y marzo del 2002– hablando dos o tres veces por semana. Le mandaba cartas eternas, le hacía dibujos, le hablaba de mis sueños, le copiaba la letra de algún tango que me hacía pensar en ella y le grababa cd con la música que más me gustaba en aquel momento. Ella, por su parte, me enviaba fotos de la ciudad, de los lugares que quería que visitáramos un día juntas, de lo que veía desde la ventana de su casa, de la gente que le impactaba en el metro o de los niños jugando en el parque. También me envió fotos del otoño en el Central Park y de la primera nevada. Son fotos marcadas con explicaciones, dedicatorias y también, algunas de ellas, con versos cortos de Emily Dickinson, de Lorca, de Elizabeth Bishop.
Fue un tiempo mágico. Me hacía falta cada minuto, extrañaba estar a su lado, escuchar su voz, sentir su piel. Cuando hablábamos por teléfono, nos reíamos todo el tiempo y las palabras fluían con gran naturalidad, sin importar que apenas nos hubiéramos conocido hacía unos cuantos meses. Nos contábamos todo: los conflictos familiares, las relaciones que habíamos tenido, los sueños, los amigos, los libros que nos gustaban, las fantasías sexuales. A diferencia de lo que se dice de los amores de lejos, fue con la distancia que nuestra relación se hizo fuerte. Las dos estábamos seguras de que queríamos vivir juntas. Sin secretos con nuestra familia y dispuestas a enfrentar esta sociedad paisa tan cerrada.
Hasta conocer a Lau, yo solo había estado con otras dos mujeres. Con una, de manera confusa y muy oscura tuve una relación de la cual todavía hoy me siento avergonzada. Mi otra relación fue con Sofía Maya, duró casi dos años, fue esencial para las dos, pero siempre fue a escondidas. Mis papás no se enteraron de ninguna de las dos relaciones. De mis amigos, solo María y Quintero supieron que estaba con Sofía, pero nunca fui capaz de hablar con nadie de la otra. Lo paradójico es que fue esa experiencia turbulenta la que me llevó a aceptar que era lesbiana. A los veinticinco años, cuando salí de aquella pesadilla de nueve meses, pensé que si me había empeñado en someterme a algo que me hacía tanto daño, en adelante iba a hacer todo lo posible por vivir de una manera digna y consecuente mi sexualidad. Aunque la relación con Sofía la considero fallida –ninguna de las dos era capaz de aceptar lo que era–, cuando estábamos solas pasábamos delicioso. Lo triste fue que las dos teníamos mucho miedo al qué dirán, a ser aisladas o tratadas de manera diferente. Sofía no pudo soportar el rechazo de su familia, cuando se dieron cuenta por casualidad, y decidió irse del país. Yo no la juzgo ni creo que haya cometido un error. Cada quien busca su manera de vivir lo que necesita. Además, es cierto, su familia no es nada fácil –todavía hoy se niegan, aunque claro que lo saben, a aceptar que Sofí es lesbiana y vive con Karola, su pareja, en Hamburgo–.
A Mesa y a Quintero, mis novios de la universidad, los quise y quiero muchísimo, en particular a Quintero, pero nunca estuve muy enamorada de ellos. No es que no me gustaran o fueran malos en la cama, como me aseguró la tía Bea –tan sincera, pero a la vez tan indiscreta– cuando supo que era lesbiana:
—Eli, seguro estás confundida, mi amor, o no has tenido una buena experiencia con los hombres.
—Tía, nada de malas experiencias, por el contrario,