La soberanía de la retórica sobre la poética, conforme a la tesis sutilmente argumentada por Cicerón, se volvería una constante doctrinal. La auctoritas añadida de Quintiliano convirtió la poesía en un mero repertorio de modelos para la retórica, fundando una relación de subordinación de la primera con respecto a la segunda que perviviría hasta el fin de la Edad Moderna[222]. La poesía venía a supeditarse a un tipo concreto de retórica, la epidíctica, pues su función principal era dar placer (delectatio) a través del puro ornatus, aunque participaba de los otros dos officia[223]. Los oradores, por el contrario, debían «de estar armados, de pie en el frente de batalla, tomar decisiones en los más arduos asuntos y esforzarnos en lograr la victoria», conforme a una metáfora militar muy del gusto de los tratadistas[224].
Virgilio y Homero, «el modelo y el origen para todas las partes de la elocuencia», con la misma función paradigmática que en los siglos XVI y XVII mostrarían Ariosto y Tasso en Italia o Garcilaso y Góngora en España, fueron reducidos a prontuarios de lugares comunes[225]. Tanto abundaban en Homero los patrones estilísticos (comparaciones, amplificaciones, ejemplos, digresiones, indicios, pruebas y refutaciones...) «que hasta quienes han escrito manuales acerca de las artes retóricas toman de este poeta la mayoría de los testimonios que a estas materias atañen»[226].
Retórica y poética compartían, pues, terrenos comunes que irían variando con el discurrir del tiempo. El gusto por ilustrar la preceptiva retórica a partir de escritos poéticos persistiría en casi todos los manuales de oratoria subsiguientes. En el siglo IV, la retórica y la poética estaban tan entremezcladas que, para Macrobio, Virgilio debía ser considerado tan eminente orador como poeta: tal era el conocimiento que mostraba de la oratoria y tan cuidadosa su atención por las reglas de la retórica[227]. De hecho, la pregunta «¿Era Virgilio un orador o un poeta?» se convirtió en un tópico habitual en los ejercicios de elocuencia conocidos como controversiæ[228]. Durante la Edad Media, la poética y la epidíctica estaban prácticamente asimiladas entre sí como formas de la elocuencia[229]; el predicamento de Averroes (1175) –que era como citar el de Aristóteles[230]– sustentaba que todo «discurso poético» era un panegírico o un vituperio[231].
A pesar de no tener presencia pública salvo en los ceremoniales y en la predicación, en los siglos XIV y XV se produjo una situación predominante de la retórica con respecto a la poética y a toda clase de prosa artística. Esto no quiere decir que no salieran a la luz tratados de poética, sino que lo hicieron en menor medida que los de oratoria[232]. Los humanistas tuvieron la retórica y la poética por hermanas desiguales, aunque en la práctica ambas proporcionaban las reglas para escribir con corrección en prosa y verso, respectivamente. Durante el Renacimiento, la poética se vio como una segunda retórica, una «retórica versificada». El programa de studia humanitatis concebía la poética como un arte fundamentalmente métrica al servicio de la retórica, cuya supremacía como ciencia general del discurso fue incuestionable hasta el siglo XVII. No se trataba de dos disciplinas coexistentes tratando cada una de formas distintas de literatura, sino de una relación de dependencia, de una voluntad deliberada y progresiva de someter la poética a la retórica[233].
Dante concedió gran importancia a este problema, y por ello redactó un tratado sobre la poesía en lengua vernácula titulado De vulgari eloquentia, que influiría notablemente –en lo que aquí nos ocupa, que es la asimilación de la poética a la retórica y no la apología de las lenguas nacionales[234]– sobre eruditos como Pietro Bembo o Benedetto Varchi, y en España sobre humanistas como Juan de Valdés, en su Diálogo de la lengua; sobre profesores y autores de espiritualidad de la talla de Alejo Venegas y fray Luis de León, en el prólogo del Libro III de su De los nombres de Cristo, y sobre preceptistas de retórica y gramática como Pedro Simón Abril y Juan Lorenzo Palmireno. Ya el título de este opúsculo de Dante, que no es sino el primer ensayo de filología sobre la lengua italiana, nos revela que, hacia 1303-1305, era normal considerar la poesía como un tipo de elocuencia[235]. Boccaccio, que en tanta estima tuvo a su gran conciudadano, exhortaba a los poetas a conocer los preceptos y métodos de la oratoria, aunque sin perder de vista que en el ordenamiento de las palabras la retórica era bastante distinta de la ficción poética[236]. Finalmente, Francesco Petrarca, por los mismos años, atribuiría a la poética y a la retórica idénticos fines y métodos[237]. Así, el Renacimiento italiano terminó identificando poesía y oratoria[238].
En España los tratados de teoría literaria, en general, comenzaron a florecer algo más tarde que en Italia[239], pero en conjunto la preceptiva oratoria se desarrolló antes que la poética, sin duda debido a que la retórica, una de las bases de la educación, se enseñaba en las escuelas y ser orador era oficio de muchos, pero no ser poeta. De hecho, las indicaciones más tempranas de la aparición del humanismo en España, hacia 1420-1422, son las traducciones al castellano de algunos textos retóricos clásicos bien conocidos durante la Edad Media, escritos que cuentan entre las primeras versiones europeas en lengua vernácula de tratados de preceptiva retórica de la Antigüedad[240]. Así, Alonso de Cartagena, obispo de Burgos, reivindicaba la retórica frente a las artes dictaminis en el prólogo a su romanceamiento del primer libro del De inventione ciceroniano (ca. 1422), cuyo manuscrito se conserva en la biblioteca de El Escorial[241]. Cartagena expresaba una sorprendente familiaridad con Cicerón, de quien conocía casi todas las obras retóricas (salvo el Brutus y las Partitiones oratoriae), a saber: De oratore, Orator, De optimo genere oratorum e incluso los Topica. No sabemos, sin embargo, si las leyó en su totalidad o solamente de manera fragmentaria. La retórica, según él, no era un simple medio de embellecer la alocución, ni tampoco una técnica. La función propia de la elocuencia suponía persuadir por medio de un discurso que armoniosamente combinara la razón y el estilo, estimulando a la par la práctica de los principios morales y de una vida de acuerdo con la verdad.
Con idénticos fines pedagógicos, Enrique de Villena tradujo Ad Herennium en los últimos años de su vida († 1434). Junto con esta obra, hoy perdida, sus versiones de Petrarca,