—¡Santo Dios! —jadeó John Ferrier—. ¡Qué susto me diste! ¿Qué es lo que te obligó a venir de esa manera?
—Deme de comer —contestó el otro con voz áspera—. Llevo cuarenta y ocho horas sin tiempo para comer un bocado o tomar una sopa.
Se arrojó sobre la carne fría y el pan, restos de la cena del dueño de la casa, que aún quedaba encima de la mesa, y se los comió vorazmente. Una vez que sació su hambre, preguntó:
—¿Lo resiste bien Lucy?
—Sí. Ella no está enterada del peligro —contestó su padre.
—Perfectamente. La casa está vigilada por todas partes. Esa es la razón por la que llegué arrastrándome por el suelo. Son gente endiabladamente lista, pero no lo bastante para apoderarse de un cazador washoe.
Una vez convencido de que ya tenía a un colaborador abnegado, John Ferrier se sintió otro hombre. Agarró la mano curtida del joven y la estrechó cordialmente, diciéndole:
—Eres un hombre de quien se puede estar orgulloso. No son muchos los que habrían sido capaces de venir a compartir nuestro peligro y nuestras dificultades.
—Ha dado usted de medio en medio en el blanco, por vida mía —le contestó el joven cazador—. Siento respeto por usted, pero si se encontrase solo y metido en este asunto, lo pensaría dos veces antes de introducir mi cabeza en semejante nido de avispas. Es Lucy la que me trae aquí, y creo que antes que ella sufra daño alguno, habrá en Utah un Hope menos.
—¿Qué es lo que debemos hacer?
—Mañana es su último día, y estarán perdidos como no se actúe esta misma noche. Tengo una mula y dos caballos esperándonos en la Cabaña del Águila. ¿De cuánto dinero dispone usted?
—De dos mil dólares en oro y cinco mil en billetes.
—Con eso bastará. Yo cuento con otro tanto para agregar a esa suma. Tenemos que ponernos en camino hacia Carson City cruzando por las montañas. Lo mejor es que despierte usted a Lucy. Es una suerte que los criados no duerman en la casa.
Mientras Ferrier estuvo ausente, preparando a su hija para el viaje inmediato, Jefferson Hope recogió todos los comestibles que halló a mano, haciendo con ellos un bulto pequeño, y llenó de agua un cántaro de barro, sabiendo por experiencia que los pozos son escasos en la montaña y muy distantes unos de otros. Tuvo apenas tiempo de completar sus preparativos antes que el granjero volviese con su hija, ya vestida y dispuesta para la marcha. Esos enamorados cambiaron entre sí saludos calurosos, pero breves, porque los minutos eran preciosos y mucho lo que quedaba por hacer.
—Es imperante que emprendamos la marcha inmediatamente —dijo Jefferson Hope, hablando en voz baja, pero resuelta, como quien tiene conciencia de la gravedad del peligro y ha templado su corazón para hacerle frente—. Las entradas de la parte de delante y de la parte de atrás se hallan vigiladas; pero, si obramos con cautela, podemos salir por la ventana lateral y avanzar a campo traviesa. Una vez en la carretera, estaremos a dos millas de la cañada donde nos esperan los caballos. Pero cuando amanezca nos encontraremos a mitad de camino, en plena montaña.
—¿Y si nos cierran el paso? —preguntó Ferrier.
Hope dio unas palmadas en la empuñadura del revólver que sobresalía por la parte delantera de su zamarra.
—Si son demasiados para nosotros, nos llevaremos por delante a dos o tres de ellos —dijo con sonrisa siniestra.
Habían apagado todas las luces del interior de la casa, y Ferrier examinó desde la ventana envuelta en la oscuridad los campos que habían sido suyos y que iba ahora a dejar abandonados para siempre. Había venido durante mucho tiempo preparando su ánimo para el sacrificio, y el pensamiento de la honra y de la felicidad de su hija pesó más que cualquier dolor que le produjese el ver deshecha su fortuna. Todo ofrecía un aspecto sosegado y tan feliz: los árboles que susurraban y los anchos trigales silenciosos, resultaba difícil convencerse de que a través de todo ello acechaba un ansia asesina. Sin embargo, el rostro pálido y la firmeza de expresión del joven cazador daban a entender que al acercarse a la casa había visto lo suficiente para saber a qué atenerse. Ferrier cargó con el talego del oro y de los billetes. Jefferson Hope, con las escasas provisiones y el agua; en tanto que Lucy llevaba un hato pequeño con los objetos más valiosos. Abrieron la ventana muy despacio y con mucho tiento, esperaron hasta que una negra nube oscureció algo la noche, y entonces pasaron uno tras otro por la ventana al pequeño jardín.
Reteniendo el aliento y agachándose, avanzaron a tientas hasta cruzarlo y se pusieron al abrigo del seto, que fueron contorneando hasta llegar a un estrecho espacio abierto en un trigal. En el instante en que llegaban a este punto, el joven agarró a sus dos acompañantes y los arrastró hasta la sombra, donde permanecieron silenciosos y temblorosos.
Aliviados podían estar de que su entrenamiento en las praderas le había dado a Jefferson el oído de un lince. Apenas se habían agazapado cuando oyeron, a distancia de algunos metros de donde ellos estaban, el hucheo melancólico de una lechuza de montaña, grito al que contestó inmediatamente y a corta distancia otro hucheo. Enseguida surgió una figura algo confusa del espacio abierto en el trigal hacia donde ellos se dirigían, y esa sombra lanzó otra vez el grito quejumbroso que servía de señal y que hizo que saliese de la oscuridad un segundo individuo.
—Mañana a la medianoche —dijo el primero, que parecía ser el que lideraba—. Cuando el chotacabras grite tres veces.
—Perfectamente —contestó el otro—. ¿Debo decírselo al hermano Drebber?
—Pásale la orden, y que él se la pase a los demás. ¡Nueve a siete!
—¡Siete a cinco! —replicó el otro.
Y las dos sombras se disiparon en direcciones distintas. Era evidente que sus últimas palabras constituían una especie de seña y contraseña. En cuanto sus pasos se apagaron a lo lejos, Jefferson Hope saltó en pie y, ayudando a sus acompañantes a pasar por el espacio libre, los condujo a través de los campos a toda velocidad, sosteniendo y casi llevando en vilo a la muchacha cuando esta parecía desfallecer.
—¡De prisa, de prisa! —jadeaba el joven de cuando en cuando—. Estamos cruzando la línea de centinelas y todo depende de nuestra velocidad. ¡De prisa!
Una vez en la carretera, avanzaron aceleradamente. Tan solo tropezaron con una persona, y se las compusieron para deslizarse hasta un campo, evitando así ser reconocidos. Antes de alcanzar la población, el cazador se metió por un sendero estrecho y escarpado que conducía hacia las montañas. En medio de la oscuridad aparecieron por encima de ellos dos picachos negros y mellados; el desfiladero que cruzaba entre los picachos era la Cañada del Águila, en la que los estaban esperando los caballos. Jefferson Hope, guiado por un instinto agudo, fue siguiendo su camino por entre los grandes peñascos y a lo largo del lecho seco de un río, hasta que llegó a un apartado rincón, oculto a la vista por rocas, donde los fieles animales habían quedado sujetos a estacas. Montaron en una mula a la muchacha y al viejo Ferrier en uno de los caballos, con su talego de dinero, y Jefferson fue guiando al otro por un sendero escarpado y peligroso.
Para el que le es extraño enfrentarse con la naturaleza en sus más salvajes humores, aquel camino era inquietante. A un lado se erguía un enorme espolón de piedra de más de mil pies de altura, negro, ceñudo y amenazador, con elevadas columnas de basalto sobre su arrugada superficie, como costillas de algún monstruo petrificado. A la otra mano, un caos salvaje de peñascales y de arbustos hacía imposible todo avance. Entre lo uno y lo otro se alargaba el sendero irregular, tan angosto en algunos lugares, que se veían obligados a caminar en fila india, y tan escabroso, que solo unos jinetes entrenados podían cruzarlo. Sin embargo, a pesar de todos los peligros y dificultades, los corazones de los fugitivos latían alegremente, porque cada paso que daban aumentaba la distancia que los separaba del terrible