—¿Y qué me dice entonces de los silbidos nocturnos y de las intrigantes palabras de la mujer moribunda?
—No se me ocurre nada.
—Si combinamos los silbidos en la noche, la presencia de una banda de gitanos que cuentan con la amistad del viejo doctor, el hecho de que tenemos razones de sobra para creer que el doctor está muy interesado en impedir la boda de su hijastra, la alusión a una banda por parte de la moribunda, el hecho de que la señorita Helen Stoner oyera un golpe metálico, que pudo haber sido producido por una de esas barras de metal que cierran los postigos al caer de nuevo en su sitio, me parece que hay una buena base para pensar que podemos aclarar el misterio siguiendo esas líneas.
—Pero ¿qué es lo que han hecho los gitanos?
—No tengo ni idea.
—Encuentro muchas objeciones a esa teoría.
—También yo. Precisamente por esa razón vamos a ir hoy a Stoke Moran. Quiero comprobar si las objeciones son definitivas o se les puede encontrar una explicación. Pero... ¿qué demonios...?
Lo que había provocado semejante exclamación de mi compañero fue el hecho de que nuestra puerta se abriera de golpe y un hombre gigantesco apareciera en el marco. Sus ropas eran una curiosa mezcla de lo profesional y lo agrícola: llevaba un sombrero negro de copa, una levita con faldones largos y un par de polainas altas, y hacía oscilar en la mano un látigo de caza. Era tan alto que su sombrero rozaba el montante de la puerta, y tan ancho que la llenaba de lado a lado. Su rostro amplio, surcado por mil arrugas, tostado por el sol hasta adquirir un matiz amarillento y marcado por todas las malas pasiones, se volvía alternativamente de uno a otro de nosotros, mientras sus ojos, hundidos y biliosos, y su nariz alta y huesuda, le daban cierto parecido grotesco con un ave de presa, vieja y feroz.
—¿Quién de ustedes es Holmes? —preguntó la aparición.
—Ese es mi nombre, señor, pero me lleva usted ventaja —respondió mi compañero muy tranquilo.
—Soy el doctor Grimesby Roylott, de Stoke Moran.
—Ah, ya —dijo Holmes—. Por favor, tome asiento,doctor.
—No me da la gana. Mi hijastra ha estado aquí. La he seguido. ¿Qué le ha estado contando?
—Hace algo de frío para esta época del año —dijo Holmes.
—¿Qué le ha contado? —gritó el viejo, enfurecido.
—Sin embargo, he oído que la cosecha de azafrán se presenta muy prometedora —continuó mi compañero, imperturbable.
—¡Ja! Conque se desentiende de mí, ¿eh? —dijo nuestra nueva visita, dando un paso adelante y esgrimiendo su látigo de caza—. Ya le conozco, granuja. He oído hablar de usted. Usted es Holmes, el entrometido.
Mi amigo sonrió.
—¡Holmes, el metomentodo!
La sonrisa se ensanchó.
—¡Holmes, el correveidile de Scotland Yard!
Holmes soltó una risita cordial.
—Su conversación es de lo más amena —dijo—. Cuando se vaya, cierre la puerta, porque hay una cierta corriente.
—Me iré cuando haya dicho lo que tengo que decir. No se atreva a meterse en mis asuntos. Me consta que la señorita Stoner ha estado aquí. La he seguido. Soy un hombre peligroso para quien me fastidia. ¡Fíjese!
Dio un rápido paso adelante, cogió el atizador del fuego y lo curvó con sus enormes manazas morenas.
—¡Procure mantenerse fuera de mi alcance! —rugió. Y arrojando el hierro doblado a la chimenea, salió de la habitación a grandes zancadas.
—Parece una persona muy simpática —dijo Holmes, echándose a reír—. Yo no tengo su corpulencia, pero si se hubiera quedado le habría podido demostrar que mis manos no son mucho más débiles que las suyas —y diciendo esto, recogió el atizador de hierro y con un súbito esfuerzo volvió a enderezarlo—. ¡Pensar que ha tenido la insolencia de confundirme con el cuerpo oficial de policía! No obstante, este incidente añade interés personal a la investigación, y solo espero que nuestra amiga no sufra las consecuencias de su imprudencia al dejar que esa bestia le siguiera los pasos. Y ahora, Watson, pediremos el desayuno y después daré un paseo hasta Doctors’ Commons, donde espero obtener algunos datos que nos ayuden en nuestra tarea.
Era casi la una cuando Holmes regresó de su excursión. Traía en la mano una hoja de papel azul, repleta de cifras y anotaciones.
—He visto el testamento de la esposa fallecida —dijo—. Para determinar el valor exacto, me he visto obligado a averiguar los precios actuales de las inversiones que en él figuran. La renta total, que en la época en que murió la esposa era casi de 1.100 libras, en la actualidad, debido al descenso de los precios agrícolas, no pasa de las 750. En caso de contraer matrimonio, cada hija puede reclamar una renta de 250. Es evidente, por lo tanto, que si las dos chicas se hubieran casado, este payaso se quedaría a dos velas; y con que solo se casara una, ya notaría un bajón importante. El trabajo de esta mañana no ha sido en vano, ya que ha quedado demostrado que el tipo tiene motivos de los más fuertes para tratar de impedir que tal cosa ocurra. Y ahora, Watson, la cosa es demasiado grave como para andar perdiendo el tiempo, especialmente si tenemos en cuenta que el viejo ya sabe que nos interesamos por sus asuntos, así que, si está usted dispuesto, llamaremos a un coche para que nos lleve a Waterloo. Le agradecería mucho que se metiera el revólver en el bolsillo. Un Eley n.° 2 es un excelente argumento para tratar con caballeros que pueden hacer nudos con un atizador de hierro. Eso y un cepillo de dientes, creo yo, es todo lo que necesitamos.
En Waterloo tuvimos la suerte de coger un tren a Leatherhead, y una vez allí alquilamos un coche en la posada de la estación y recorrimos cuatro o cinco millas por los encantadores caminos de Surrey. Era un día verdaderamente espléndido, con un sol resplandeciente y unas cuantas nubes algodonadas en el cielo. Los árboles y los setos de los lados empezaban a echar los primeros brotes, y el aire olía agradablemente a tierra mojada. Para mí, al menos, existía un extraño contraste entre la dulce promesa de la primavera y la siniestra intriga en la que nos habíamos implicado. Mi compañero iba sentado en la parte delantera, con los brazos cruzados, el sombrero caído sobre los ojos y la barbilla hundida en el pecho, sumido aparentemente en los más profundos pensamientos. Pero de pronto se incorporó, me dio un golpecito en el hombro y señaló hacia los prados.
—¡Mire allá! —dijo.
Un parque con abundantes árboles se extendía en suave pendiente, hasta convertirse en bosque cerrado en su punto más alto. Entre las ramas sobresalían los frontones grises y el alto tejado de una mansión muy antigua.
—¿Stoke Moran? —preguntó.
—Sí, señor, esa es la casa del doctor Grimesby Roylott —confirmó el cochero.
—Veo que están haciendo obras —dijo Holmes—. Es allí donde vamos.
—El pueblo está allí —dijo el cochero, señalando un grupo de tejados que se veía a cierta distancia a la izquierda—. Pero si quieren ustedes ir a la casa, les resultará más corto por esa escalerilla de la cerca y luego por el sendero que atraviesa el campo. Allí, por donde está paseando la señora.
—Y me imagino que dicha señora es la señorita Stoner —comentó Holmes, haciendo visera con la mano sobre los ojos—. Sí, creo que lo mejor es que hagamos lo que usted dice.
Nos apeamos, pagamos el trayecto y el coche regresó traqueteando a Leatherhead.
—Me pareció conveniente —dijo Holmes mientras subíamos la escalerilla— que el cochero creyera que venimos aquí como arquitectos, o para algún otro asunto concreto. Puede que eso