—Tuve el honor de ir a Berkeley Street el martes pasado, y sentí mucho no haber tenido la suerte de encontrarlas a ustedes y a la señora Jennings en casa. Espero que no se haya extraviado mi tarjeta.
—Pero, ¿no has recibido mis notas? —exclamó Marianne con la más furiosa angustia—. Estoy segura que se trata de una confusión... una terrible confusión. ¿Qué puede significar? Dime, Willoughby, por amor de Dios, dime, ¿qué sucede?
Él no respondió; se puso blanco como la cera y volvió a parecer turbado; pero como si al cruzarse su mirada con la de la joven con quien antes había estado hablando sintiera la necesidad de hacer un nuevo esfuerzo, volvió a recobrar el dominio sobre sí mismo, y tras decir, “Sí, tuve el placer de recibir la noticia de su llegada a la ciudad, que tuvo la bondad de hacerme llegar”, se alejó a toda prisa con una leve inclinación, y se reunió con su amiga.
Marianne, con el rostro terriblemente desencajado e incapaz de mantenerse en pie, se hundió en su silla. Elinor, temiendo verla desmayarse en cualquier instante, intentó protegerla de las miradas de los demás mientras la reanimaba con agua de lavanda.
—Ve a buscarlo, Elinor —dijo Marianne en cuanto pudo hablar—, y oblígalo a venir acá. Dile que tengo que verlo de nuevo... que tengo que hablar con él ya. No puedo descansar... no tendré un momento de sosiego hasta que todo esto esté aclarado... algún terrible malentendido. ¡Por Dios, ve a buscarlo ya!
—¿Cómo hacer tal cosa? No, mi queridísima Marianne, tienes que esperar. Este no es lugar para explicaciones. Aguarda solo hasta mañana.
A duras penas, sin embargo, pudo evitar que Marianne fuera tras él; y convencerla de que dominara su nerviosismo, que esperara con al menos la apariencia de compostura, hasta que pudiera hablar con él más en privado y con mayores probabilidades de conseguir resultados, le fue imposible.
En voz baja y mediante exclamaciones de dolor, Marianne siguió dando curso sin freno a la desgracia que inundaba sus sentimientos. Tras breves instantes Elinor vio que Willoughby abandonaba la habitación por la puerta que conducía hacia la escalinata, y diciéndole a Marianne que ya se había ido, le hizo ver la imposibilidad de hablar con él esa misma noche como un nuevo argumento para que se sosegara. Marianne le rogó de inmediato a su hermana que urgiera a lady Middleton para que las llevara a casa, pues se sentía demasiado desafortunada para quedarse un minuto más.
Lady Middleton, aunque en la mitad de una vuelta de su juego de casino, al saber que Marianne no se encontraba bien fue demasiado amable para negarse ni por un momento a su deseo de irse, y tras pasar sus cartas a una amiga, se marcharon enseguida y les trajeron su carruaje. Apenas cruzaron palabra durante su vuelta a Berkeley Street. Marianne estaba presa de una silenciosa agonía, demasiado deprimida hasta para deshacerse en llanto; pero como afortunadamente la señora Jennings todavía no había vuelto a casa, pudieron dirigirse sin descansar a sus habitaciones, donde con sales de amoníaco volvió algo en sí. No tardó en desvestirse y acostarse, y como parecía deseosa de estar a solas, Elinor la dejó; y mientras esta esperaba la vuelta de la señora Jennings, tuvo bastante tiempo para reflexionar sobre todo lo que había acontecido.
Que algún tipo de compromiso había existido entre Willoughby y Marianne, le parecía sin paliativos; y que Willoughby estaba cansado de él, era igualmente evidente; pues aunque Marianne todavía pudiera aferrarse a sus propios sentimientos, ella no podía atribuir tal conducta a confusiones o malentendidos de ninguna clase. Nada sino un completo cambio en los sentimientos del joven podía explicarlo. Su indignación habría sido incluso más grande de la que sentía, de no haber sido testigo del aturdimiento que lo había invadido, la cual parecía revelar que estaba consciente de su propio mal proceder e impidió que ella lo creyera tan sin principios como para haber estado jugando desde un comienzo con el cariño de su hermana, con propósitos que no resistían el menor examen. La ausencia podía haber debilitado su interés y por necesidad podría haberse decidido a ponerle fin, pero que tal interés había existido, de eso no podía caber la menor duda aunque lo intentara.
En cuanto a Marianne, Elinor no podía reflexionar sin una extraordinaria preocupación sobre el doloroso golpe que tan infausto encuentro ya le había propinado y sobre aquellos todavía más duros que recibiría de sus probables secuelas. Su propia situación mejoraba cuando la comparaba con la de su hermana; pues en tanto ella pudiera estimar a Edward igual que antes, por más que en el futuro estuvieran separados, su espíritu podría tener siempre un puntal. Pero todas las circunstancias que hacían todavía más amargo el dolor recibido, parecían conspirar para aumentar el infortunio de Marianne hasta empujarla a una decisiva separación de Willoughby, a una ruptura inmediata e irrevocable con él.
Capítulo XXIX
Al día siguiente, antes de que la doncella hubiera encendido la chimenea o que el sol lograra algún predominio sobre una gris y fría mañana de enero, Marianne, a medio vestir, se encontraba hincada frente al banquillo junto a una de las ventanas, intentando aprovechar la poca luz que podía robarle y escribiendo tan rápido como podía permitírselo un continuo flujo de lágrimas. Fue en esa posición que Elinor la vio al despertar, arrancada de su sueño por la agitación y sollozos de su hermana; y tras contemplarla durante algunos instantes con silenciosa angustia, le dijo con un tono de la mayor consideración y ternura:
—Marianne, ¿puedo preguntarte...?
—No, Elinor —le contestó—, no preguntes nada; pronto sabrás todo.
La especie de desesperada calma con que dijo esto no duró más que sus palabras, y enseguida fue reemplazada por una vuelta a la misma extraordinaria aflicción. Transcurrieron algunos minutos antes de que pudiera volver a su carta, y los frecuentes arrebatos de dolor que, a intervalos, todavía la obligaban a dejar su pluma, eran prueba inequívoca de su sensación de que, casi con toda certeza, esa era la última vez que escribía a Willoughby.
Elinor le prestó todas las atenciones que pudo, sin decir palabra y sin estorbarla; y habría intentado consolarla y tranquilizarla más aún si Marianne no le hubiera implorado, con la vehemencia de la más nerviosa irritabilidad, que por nada del mundo le hablara. En tales condiciones, era mejor para ambas no permanecer mucho juntas; y la inquietud que embargaba el ánimo de Marianne no solo le impidió quedarse en la habitación ni un instante tras haberse vestido, sino que, requiriendo al mismo tiempo de soledad y de un continuo cambio de lugar, la hizo deambular por la casa hasta la hora del desayuno, evitando encontrarse con nadie.
En el desayuno, no comió nada ni intentó hacerlo; y Elinor dirigió entonces toda su atención no a atosigarla, no a compadecerla ni a parecer observarla con preocupación, sino a esforzarse en atraer todo el interés de la señora Jennings hacia ella.
Esta era la comida favorita de la señora Jennings, por lo que duraba un tiempo considerable; y tras haberla finalizado, apenas comenzaban a instalarse en torno a la mesa de costura donde todas trabajaban, cuando un criado trajo una carta para Marianne, que ella le arrebató con furia para salir corriendo de la habitación, el rostro con una palidez de muerte. Viendo esto, Elinor, que supo con la misma claridad que si hubiera visto las señas que debían provenir de Willoughby, sintió de inmediato tal lástima que a duras penas pudo mantener en alto la cabeza, y se quedó sentada temblando de tal manera que la hizo temer que la señora Jennings necesariamente tuvo que advertirlo, pero no fue así. La buena señora, lo único que entendió fue que Marianne había recibido una carta de Willoughby, lo que le pareció muy chocante y, reaccionando en consecuencia, rio y manifestó su esperanza de que la encontrara a su entero gusto. En cuanto a la congoja de Elinor, la señora Jennings estaba demasiado absorta midiendo estambre para su tapiz y no se dio cuenta de nada; y continuando con toda tranquilidad lo que estaba diciendo, no bien Marianne había desaparecido, agregó:
—A fe mía, ¡nunca había visto a una joven tan locamente enamorada! Mis niñas no se le comparan, y eso que solían ser bastante bobas; pero la señorita Marianne parece una criatura totalmente enajenada. Espero,