Sobrevive en la mentalidad religiosa la idea de que el Templo, la ciudad y la nación estaban protegidos por el pacto con el Dios Todopoderoso. Hay una promesa de por medio y los hechos parecían darles la razón. Nabucodonosor sometió a Joacim sin invadir Judá, inicialmente, y el imperio babilónico se había impuesto en la región de Palestina. Sin embargo, más tarde, unos diez años después, el ejército de Nabucodonosor invadió Jerusalén; deportó encadenado, inicialmente, a Joacim, quien, posteriormente, tras una rebelión en Judá, murió probablemente asesinado. Tras su muerte, se inició la deportación de personas notables, príncipes, artesanos, herreros, militares, a sus mujeres, a los poderosos de la tierra, y dejaron a los pobres, a la gente de la tierra. Además, Nabucodonosor hizo llevar los utensilios del Templo y los reubicó en su templo pagano en Babilonia (2R 8–17; 2Cr 36.5–8).
Este fue el inicio del fin de Judá como pueblo asentado sobre lo que identificamos como la tierra prometida. Frente a todo este desastre que se avecina, el profeta no está solo, lo acompaña un remanente del pueblo, que no espera sino la justicia y la misericordia de Dios. Ellos ven cómo se derrumba el poder, cómo la teología que legitimaba el poder religioso y la alianza con los poderosos no sirve cuando Dios decide reivindicar abiertamente al justo, al que cree que la fidelidad al pacto en la historia pasa por abandonar la soberbia y esperar la misericordia de Dios.
La violencia con que se iniciaron los hechos pasó de la violencia relacional, cotidiana, a la violencia estructural. La anomia, la vida al margen de la ley se generalizó, al igual que el sentimiento de inseguridad, y todo esto motivó a la búsqueda de una explicación. Tal vez uno de los temas más estudiados en la actualidad, es la búsqueda de una explicación de la falta de seguridad para el ciudadano común y corriente y de a pie. Sin embargo, desarrollamos poca conciencia de estar siendo parte de un sistema en el que se produce una “justicia torcida”, como la llama el profeta. Es tal la situación que el sistema mismo ha producido su propia “justicia y dignidad” y ha terminado siendo ofensivo. Contradictoriamente, el imperio es respetado; Habacuc observa que se lo considera “formidable” y “terrible” al mismo tiempo. Babilonia produce fascinación y temor a la vez. Es una nación poderosa y también cruel y violenta que lleva el terror delante de ella.
En su profecía, el profeta reflexiona en voz alta buscando que el pueblo justo llegue a comprender las causas de la situación y simultáneamente realice una acción crítica que traiga alguna esperanza de transformación. Asimismo, su intercesión sincera y su teología desarticulada vienen a ser, en el fondo, la preocupación de Habacuc. La responsabilidad de oír la Palabra de Dios y temerla es la actitud imprescindible para que el Espíritu haga brotar esa teología poética y profética esperanzadora (Hab 3.1).
La lectura atenta de la poesía y profecía de Habacuc, permite que los que sufren, los oprimidos, explotados y débiles de todos los tiempos y lugares, encuentren una senda que les permita encontrar su lugar y su acción en la historia, pues descubren la confianza y la esperanza en Dios como parte de su vivencia real.
Habacuc 1.1–4
En crisis con Dios
Los cuestionamientos del profeta Habacuc son también dilemas de nuestras más profundas inquietudes en nuestra relación con Dios. El profeta no está solo, su crisis es la misma que atormenta a hombres y mujeres alrededor del mundo. Las preguntas del profeta del abrazo desesperado hacen eco en nuestra espiritualidad tornándose en preguntas incontestables. Sus angustias laten en nuestro pecho aun hoy. Sus gritos de dolor todavía hacen eco en los oídos a lo largo de nuestra historia.
El libro de Habacuc no encierra una literatura que deba ser desconocida, cuyas páginas quedan encubiertas por el polvo del tiempo, ni tampoco como una profecía sin ninguna conexión con los tiempos actuales. La voz de Habacuc está en las calles, en las salas de clase de las universidades, en los tribunales de justicia, en los salones de los palacios de gobierno y en el complejo y mundo sensible del alma humana.
Para conseguir identificarnos con la crisis del profeta, consideremos las situaciones que circundaban la vida del profeta.
La ciudad de Jerusalén estaba cercada por los enemigos porque renunció a ser protegida por Dios. El pueblo soberbio de Judá no quiso comprender las razones de Dios para el arrepentimiento y ahora estaba aterrorizado con la presencia demoledora de la violencia instalada en su región. La teología era clara, como estaba indicado en Deuteronomio: la desobediencia tiene un alto precio, y aquellos que caminan por los senderos sinuosos de la rebeldía tendrán que sufrir amargas consecuencias. Desde la muerte del buen rey Josías, su hijo y sucesor, Joacim, estaba conduciendo al país hacia la destrucción (Jer 22.13–19). Y mientras el pueblo y su líder se encontraban ocupados en equivocar el camino, Dios mismo se encargaba de traer a los caldeos para corregir a Su pueblo soberbio, confiado en que mientras no se tocara el Templo y la ciudad, todo estaba bien.
Por otro lado, la decadencia espiritual y el colapso moral de Judá era un reflejo de la arrogancia de sus líderes y de los profetas que predicaban por conveniencia. Nadie quería escuchar la voz de Dios, y mucho menos los líderes, quienes contrataban falsos profetas para predicarles mensajes agradables a sus oídos. Se había convertido en un pueblo que quería entretenimiento en lugar de arrepentimiento.
Los sucesos internacionales que pasaron en aquella época no fueron un fenómeno político cualquiera, sino una acción de la mano poderosa de Dios. Su soberanía en la historia no siempre es recordada, ni mucho menos plenamente reconocida, aun entre el pueblo de Dios.
La lectura que el profeta Habacuc se hallaba haciendo de la corrupción interna de Judá y el ataque externo de Babilonia, lo estaban dejando en profunda crisis. Poco a poco, se va dando cuenta de que la acción soberana divina no encaja en su teología y lógica humana. Dios debería intervenir y detener a los invasores de su pueblo; Él ha elegido este pueblo para protegerlo y convertirlo en una gran nación. Este sólo debería buscar hacer su voluntad, vivir en paz con Dios sin arrastrar culpabilidades y buscar el bienestar, la ternura del Señor. Esto era vivir como ovejas de su prado, agradecidos al Dios soberano de la historia (Sal 79.8–13).
A través de un diálogo con Dios, el profeta le expone en voz alta sus cuestionamientos, situaciones y experiencias, que hablan también de nuestras propias crisis en el intento por relacionarnos permanentemente con Dios.
Un mensaje “pesado”, un diálogo imperdible con Dios
La profecía que vio el profeta Habacuc (Hab 1.1).
La vocación de profeta siempre ha sido complicada y Habacuc encarna esta realidad en su tarea profética. Las dos primeras palabras presentes en el libro del profeta son importantes para entender su crisis con Dios: Su mensaje: “la profecía” y su nombre: “Habacuc”.
En realidad, esta “profecía” que menciona el texto, era una “sentencia”. La palabra hebrea significa, literalmente, ‘peso’, ‘pesado’ o ‘carga’. Y es que Habacuc tiene la visión y responsabilidad en sus manos de un mensaje pesado y “complicado” que dar, pues debe anunciar asuntos que no se quieren escuchar en el pueblo de Dios, por personas que él conoce, con quienes ha compartido la vida. Encarar la realidad no siempre es bien recibido, siempre se prefiere mirar a otro lado. Preferimos hacernos los desentendidos ante la realidad.
Por otro lado, el nombre del profeta se relaciona con su mensaje. Habacuc significa ‘abrazo’, pero no cualquier abrazo. Los himnos de su profecía reflejan precisamente la personalidad del profeta, su carácter. Habacuc no es alguien que se queda pasivo ante lo que se percibe de Dios. Está listo a encarar un combate, como ese deporte japonés donde se abraza al contrincante, con las manos vacías,