«¡Quita!», gritó dándole un empujón al francés que lo hizo trastabillarse e hincar una rodilla en tierra. Los dedos intrusos se retiraron bruscamente dejando tras de sí un aguijonazo de dolor. El chaval estaba perplejo, debía de esperar gemidos, jadeos, un sí sí, un sigue sigue, un dios dios, o como poco cierta indiferencia, lo que de ninguna manera esperaba era acabar estampado contra una carroza. Se hizo un silencio que rompió Karl diciéndole: «Prefiero hacértelo yo» (que fue la mejor traducción que encontró del no soy una estrecha). Con torpeza, a oscuras bajo la carpa que repelía la lluvia estruendosa, manipuló por primera vez un pene. Al tacto el miembro le resultó decepcionante; también le resultó extraño que, antes de correrse, el francés sacase del bolsillo de los dockers marrones una pequeña linterna para que ella pudiera contemplar su sexo en apogeo; supuso que estaba orgulloso de él, a pesar de que no era gran cosa (pero eso Karl entonces aún no lo sabía).
Al día siguiente, cuando por fin dejó de llover y pudieron salir las carrozas, Karl vio al pelirrojo en el otro extremo de la avenida que el desfile dividía por la mitad. Se saludaron con un movimiento de cabeza antes de que los fuegos artificiales iniciasen sus silbidos y explosiones. Eso fue todo. Es posible que debajo del bigote, en la sonrisa del francés, hubiera expresión de victoria, de venganza napoleónica, de allons enfants, pero ella estaba demasiado ocupada intentando descubrir en qué parte de qué carroza desfilaba la salva de semen que había caído propulsada por tres certeros cañonazos. Han transcurrido diecisiete años desde aquel día pero, incluso hoy, con treinta y cinco, pocas cosas ha contemplado Karl que le hayan sorprendido tanto como aquella estampida biológica que ella misma había provocado. (Cuando más adelante le confesó el episodio a Moritz, él se encogió de hombros, le robó un cigarrillo del bolsillo trasero de los vaqueros, y comentó que, en su opinión, la prohibición del lanzamiento de enanos con casco en el estado de Florida atentaba contra la eyaculación masturbatoria).
La velocidad inhumana del líquido blanquecino cruzó su cabeza durante el segundo y medio en que su mano permaneció posada en la erección de Mofeta, y si algo tuvo claro era que no deseaba otro allanamiento de vagina. Al Rudolph de entonces, en cambio, con sus dedos largos y callosos de tocar la guitarra, estaba dispuesta a mostrarle el cartel de entren sin llamar.
Cuando invitó al Círculo del Viena a unirse a la fiesta de cumpleaños de Asun en la residencia universitaria, provocó el enfado de su compañera de habitación, que pasó dos semanas sin hablarle. Solo le levantó el castigo para saber si había pasado a mayores con el gilipollas número uno.
¿Quién le iba a decir entonces que acabaría teniendo una hija con uno de aquellos tres gilipollas?
2
Primera parte del testimonio
de un asesor
A lo largo de mi vida he sido parco en palabras, pero hoy pienso usarlas todas. Hoy escribiré palabras alojadas en mi cabeza que nunca han atravesado mi boca. Hoy hablaré con mi voz tras quince años hablando con la de otros. Dejaré a un lado la máscara y traeré al hombre: he aquí. Traeré ante vosotros al hombre al que llaman Óscar, aunque durante años, por un motivo u otro, me conocieron como Hans, quizá porque asociar mi persona al nombre de un premio les parecía poco pertinente. Una pequeña indisposición me obliga a escribir lo que debía decir de viva voz; nadie en el juzgado lamentará la pérdida, nunca he sido agradable a la vista. Es probable que en el proceso se escuche de mí que soy raro o que carezco de cualquier atisbo de inteligencia emocional: no me preocupa. Durante un tiempo creyeron que era superdotado y no me fue mejor. Siempre he pensado que no es más listo el que más habla: suele ocurrir lo contrario. ¡Y qué aburridos son todos! Me asusta pensar que llegue el día en que pueda aburrir a alguien tanto como ellos me aburren a mí. Espero que hoy no sea ese día. Odio a los verborreicos que se acercan a mí y me saludan y me preguntan a qué me dedico. En el fondo, les importa una mierda lo que hago o dejo de hacer. Lo único que quieren es una excusa para contarte su vida. No es que lo intuya, es que lo he comprobado empíricamente. Lo anoto en la libreta que llevo siempre en el bolsillo de mi trenca gris. En el último año me han interrogado acerca de mi puesto de trabajo un ingeniero de minas, un abogado laboralista, el rector de una universidad privada, un farmacéutico con el negocio en el centro y un funcionario del Grupo A —de entre todas las taxonomías humanas, la más inmodesta—. Yo, la verdad, prefiero pasar por antipático, aunque admito que tal vez «pasar por» no sea la expresión más adecuada, tal vez sencillamente sea antipático. La verbosidad es enemiga del intelecto, y sin embargo en mi entorno los que más hablan coinciden con los de carrera más exitosa, los más valorados por los jefes. Pienso ahora en un bocazas que tenía por compañero, un gracioso que cuando salíamos de cañas intentaba ligar con trucos de magia. Hacía una mierda con un cigarrillo encendido y un pañuelo que las dejaba boquiabiertas. Admito que ignoro dónde estaba la trampa, pero aunque fuera capaz de levitar o teletransportarse seguiría pareciéndome lamentable preparar trucos en casa para impresionar a chicas fáciles de impresionar. A esas cañas, lo confieso, me apuntaba por ella —y no muy a menudo—, por la chica del cáncer, la artífice de este testimonio, aunque entonces estaba convencido de que mis opciones de introducirme en su cuerpo deteriorado eran escasas. Sé que a algunos os ofenderá que la llame así: la chica del cáncer; sé que hay palabras, como cáncer, que os asustan. Si os acobardan las palabras, mejor que abandonéis la lectura de este testimonio, porque hoy pienso usarlas todas. Las palabras acotan, esculpen como el cincel, pocas lo hacen mejor que la chica del cáncer; y yo admito mi extraño culto por las palabras, tan maltratadas, utilizadas en exceso y excesivamente mal. El Prestidigitador —si no os importa, lo llamaré así, el asunto ya es suficientemente desagradable como para dar nombres que no me han requerido— contaba un chiste que he podido oír cientos de veces. Comienza pidiendo perdón, diciendo que es muy malo, aunque en realidad está deseando soltarlo, está convencido de que tiene gracia y, lo que es peor, a él se la hace y se ríe dando palmas cuando lo cuenta. Lo mismo me ocurría en la universidad cuando un amigo me venía con sus relatos —léelos, por favor, sé que no son buenos, pero necesito tu opinión—. ¡Venga ya! Si pensara que eran tan malos para qué iba a torturarme. Me pone enfermo. Mi amigo de la facultad decía que era un recurso retórico, yo lo llamo darse importancia y el Prestidigitador vive de eso. Pero bueno, el chiste en cuestión dice algo así: «Mamá, tengo que confesarte algo: soy un asesino». Y la madre: «Hijo, qué susto, pensaba que ibas a decir asesor». Lamentándolo mucho, no estáis ante un asesino. Si así fuera, este testimonio ganaría en interés, dónde va a parar. Pero no, soy asesor del Gobierno autonómico. Quiero decir: era asesor en el Gobierno autonómico. Aunque admito que cada vez que el otro contaba el chiste sentía un punto de envidia de los asesinos. De un buen asesino, no de un yonqui con el mono y una navaja de mariposa. De un Ted Bundy, un Ed Gein, un Charles Manson. Estaréis conmigo en que hay asesinos que son verdaderos artistas en lo suyo, tipos con un atractivo por encima de lo normal. El