MINUETO. Comienza su interpretación. Sentada sola en mitad del escenario, Proserpina es aún más pequeña; su blancura, más brillante a la luz de los focos. «Tarará tarará tararará tararará tarararararara...». Con los ojos cerrados, la ejecución me parece perfecta, idéntica en mi cabeza a los cedés que he escuchado continuamente, dulce como Jacqueline du Pré antes de la esclerosis. A pesar de que no tengo la menor idea de música, de que no sé distinguir un mi de un do sostenido, la cuerda de la de la cuerda de re, la clave de sol de la clave de fa, un arpegio de un contrapunto, conozco todas las notas de la Suite n.º 1, que para mí se resumen en dos sonidos: ta y ra. Me bastan para saber que está llegando ya al final del preludio, cuando la composición se agita tras un breve letargo, pero el sonido que escucho no es un ta ni un ra, sino un golpe seco. Abro los ojos. La silla está vacía; Proserpina, desplomada con el violonchelo entre sus piernas; el arco, en cambio, ha ido a parar a varios metros de distancia como si se hubiese escabullido por su cuenta. Nadie mueve un dedo, salvo yo, que me abalanzo al proscenio y me la llevo en brazos aún dormida.
GIGA. En el coche, de vuelta a casa, ya no suena la Suite n.º 1, solo su llanto silencioso. Sincopado. Hipado. Una sucesión de notas mal ejecutadas. «Ta. Ra. Ta. Ra.». No sé qué decir, cualquier palabra será interpretada como un insulto. «Increíble, increíble, increíble». Querría decirle que tendrá otra oportunidad, pero qué oportunidad va a tener. Querría decirle que durante dos minutos y medio su violonchelo sonó como una escultura de Bernini, pero sé que en vez de responder aumentarán las notas graves de su llanto, así que sigo aferrándome al volante.
Al llegar a casa ella pone el cedé de la Suite y me dice:
—Quiero que me folles.
Hoy soy yo y no el violonchelo quien cabalga con todas mis fuerzas sobre sus piernas arqueadas, hinco los dedos en el mármol blanco, me duele al hacerlo y supongo que a ella también le está doliendo, pero no se queja, al contrario, llegado el momento se corre a gritos antes de desplomarse.
No dejo de embestirla recordando la muerte en vida de sus desmayos, procurando que se lleve a la otra vida esa sensación increíble, increíble, increíble.
El cedé de la Suite n.º 1 de Bach para violonchelo parece no acabar nunca. «Tararará rarará». ¿No lo oyes?
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Julio-agosto: Robert Durst
Te escribo desde Los Ángeles:
Mantengo cerrada la ventana de la habitación; si la abriese, además del calor, podría percibir el olor a salitre y arena mojada de las playas de Malibú e imaginar las suntuosas terrazas de los hoteles que descansan en voladizo frente al mar. Mi alojamiento es más modesto: los precios en California están disparados y la única vista desde mi escritorio es un semáforo amarillo en el que se atascan los deportivos, los sedán y las pickups. Los conducen mujeres en bikini, rubios fibrosos con gafas de sol y jovencitas esbeltas que llevan los patines en línea entrelazados en el asiento del copiloto. No hay gordos en Malibú, como si al lado del PROHIBIDO PERROS hubieran colocado una señal de PROHIBIDO GORDOS
El desfile de cuerpos esculpidos a base de gimnasio, proteína y bisturí me es indiferente. Mi atención está centrada en una chica de ojos grandes y pelo muy corto que pasa las horas bajo el semáforo ataviada de bailarina clásica, con tutú blanco y leotardos oscuros que deben dar un calor terrible a más de treinta grados. Cada vez que el semáforo se pone en rojo hace una pequeña coreografía y después pide dinero a los conductores, que cierran las ventanillas, suben el volumen de la radio, activan el mecanismo de la capota o simplemente la ignoran y continúan con su lento y tortuoso camino hacia el océano como tortugas que acaban de desovar. Nada de eso hace desfallecer a la pequeña bailarina que en el siguiente ciclo del semáforo vuelve a ejecutar el ballet ilusorio, sin más música que los motores, algún claxon y el cedé de los Red Hot Chili Peppers que suena en un Audi, y, aunque incluye ligeras variaciones pliépassé-grand plié-arabesque, siempre termina con los pies en tercera y una amplia sonrisa que desde el hotel no distingo pero puedo imaginar.
Por la tarde me decido a hablar con ella y resulta aún más encantadora que su silueta a través de mi ventana. Sonríe constantemente con sus dientes inferiores descolocados, que la dotan de expresividad, en ocasiones más sugerente que la frialdad de la belleza. Me cuenta que está matriculada en Administración de Empresas en la UCLA, pero lo detesta y nunca va por clase. En vez de eso, se ha apuntado al Conservatorio de Danza de California sin que lo sepan sus padres, y costea el curso con los dólares que recoge en los pasos de peatones. Con 21 años y apenas diez meses de experiencia como bailarina, es consciente de que no va a hacer carrera en los escenarios, pero no es que su ilusión sea interpretar a Giselle en el Mariinsky. «Te parecerá absurdo», me dice, «pero me encanta bailar en los pasos de cebra. Mi sueño siempre ha sido encontrar algo que me divierta y dar la vuelta al mundo haciéndolo». Luego me pregunta a qué me dedico. «Estoy dando la vuelta al mundo intentando encontrar algo que me divierta». Sus dientes montados me sonríen. «Entonces tú eres el hombre más afortunado del mundo».
EL HOMBRE MÁS AFORTUNADO DEL MUNDO
KATHLEEN. Robert Durst, inteligente, extraño, retraído, hijo y nieto de millonarios, contrae matrimonio en 1973 con Kathleen McCormack, higienista dental diez años más joven que él. En 1982 Bobby denuncia ante la policía la desaparición de Kathy. Nadie volverá a verla, ni siquiera su cadáver. Susan Berman, periodista y amiga de la familia, ejerce de portavoz; Robert se desentiende del caso. Su falta de interés lo convierte en el sospechoso preferido de la policía de Nueva York, pero carecen de pruebas en su contra.
SUSAN. Transcurren casi 20 años. Bobby y Susan han cambiado de costa, ninguno de los dos vive ya en Nueva York, sino en Los Ángeles. Susan está inquieta. Le dice a una amiga que tiene algo importante que contarle. Tiene problemas económicos y está tan enganchada al Prozac que ya no le hace efecto. Su amiga resta importancia a su nerviosismo. La próxima vez que la vea será en su casa de Beverly Hills con la cabeza rodeada de un gran charco de sangre. Los investigadores vuelven a sospechar de Robert Durst, que acaba de prestarle 50000 dólares a Susan. ¿Está Bobby comprando su silencio?
MORRIS. De nuevo vinculado a un crimen, Durst se depila las cejas, se compra un vestido y zapatos de tacón, conduce hasta Galveston, Texas, y desaparece. En septiembre de 2001, un niño, de pesca con su padre, encuentra flotando una bolsa con el brazo seccionado de un hombre blanco. Es el miembro aserrado de Morris Black, un septuagenario jubilado. La policía descubre que al final del pasillo del edificio de Galveston en que residía Black, no vive la vecina Roberta, sino Robert Durst, sospechoso de dos asesinatos previos. Esta vez acaba confesando: él mató y descuartizó al vecino. Pero en el juicio sus abogados convencen al jurado de que Morris irrumpió en su casa, que cogió el revólver de Bobby, que forcejearon, que el arma se disparó, que viéndolo muerto sufrió un ataque de pánico y se deshizo como pudo del cadáver.
CODA. Una serie documental que han rodado en Estados Unidos se pregunta si realmente Durst es afortunado por haber salido impune de tres asesinatos o las desgracias se suceden a su alrededor. Le presentan a Bobby una prueba que podría inculparle del asesinato de Susan Berman. Después de haber visto la prueba, Durst va al baño y habla consigo mismo. Dice: «Te han descubierto. Lo saben. Saben lo que has hecho. ¿Y qué has hecho? Matarlos a todos, eso es lo que has hecho». Lo que Robert Durst ignora es que todavía lleva puesto el micrófono y su soliloquio está siendo grabado. Por afortunado que seas, la suerte siempre acaba llegando a su fin.
Escribiendo se me ha hecho de noche. Aunque madrugaré mañana para entrevistar a primera hora al hijastro de Susan Berman, no tengo sueño y, en cualquier caso, el calor,