De golpe me siento mal, quiero regresar a la casa. Camino, me tambaleo en el andén congelado. Vuelvo a la Vespa y la enciendo y atravieso el barrio. Me arrullo, estudio la arquitectura. Las casas, todas, tienen máximo dos pisos.
Después acelero, me encorvo sobre el manubrio. Me sumerjo en pensamientos taciturnos y una ligera bruma rodea la valla de protección de la carretera. Pienso en mi bigote. Considero si debo cortármelo o no, mientras los edificios empiezan a cubrir el cielo. Ahora reconozco los perfiles y la paleta de grises y algunos ratones de laboratorio cruzan la calle. Freno ligeramente para no obstaculizarles el paso, luego vuelvo a pensar en la historia que me contó Jean. Estaba sentado en su sofá, escuchaba la radio y decía que presumiblemente una multinacional farmacéutica, un conglomerado comercial despiadado y fluctuante cuyo nombre nadie conoce, había descargado miles de ratones en nuestro barrio. Esta gigantesca empresa, según Jean, se enorgullecía de tener un exceso de ratones de laboratorio y que no sabía cómo usarlos. Eran demasiado débiles para las pruebas, parece, porque en realidad se necesitaban roedores resistentes, que se ajustaran a los parámetros de los ratones de laboratorio: dimensiones, peso corporal, etcétera. No entiendo por qué no los mataron. Según la versión de Jean, al amanecer alguien vio un camión que hacía maniobras, apagaba las luces y abría el contenedor. Los ratones se dispersaron y olisqueaban el aire, formando grupos de exploración. En ese momento, cuando Jean pintaba los detalles, me sentía débil y cansado, a merced de fuerzas insondables.
“En todo caso, creo que Jean se inventó toda la historia” digo en voz baja, mirando la calle y apretando el manubrio.
Tomo la videocámara y filmo una porción de asfalto: una parte oscura y sin ninguna característica especial. Me orillo y me bajo de la Vespa, sigo filmando la noche. Me encuadro y sonrío. Digo: “Todo está bien”. Digo: “Cuando era pequeño, mi mamá me llevo a conocer el mar. Estábamos en la playa y señalábamos las gaviotas, la línea del horizonte, las rocas. Luego, cuando nos estábamos devolviendo a la casa, ella me preguntó qué pensaba del mar. Yo, un poco confundido, le respondí que el mar me daba miedo. “Porque, oye, quién sabe de qué color es y de pronto se desaparece en el cielo”. Digo: “Bianca, ¿será que voy a tener la valentía de mirarte, respirar hondo y decirte que eres hermosísima?”. Digo: “En todo caso, creo que Jean se inventó toda la historia. No hay ratones de laboratorio, no hay nada de nada. Este barrio está hecho de nada”. Digo: “Una vez, en la escuela, el profesor me dio un cuaderno. Los problemas se estaban volviendo gigantes, y el cuaderno era una terapia. Tenía que escribir en él mis pensamientos, cualquier cosa que se me viniera a la mente. Sin embargo, el cuaderno quedó en blanco, y yo me hacía ilusiones de estar bien, de ser un niño normal. En realidad, mis pensamientos eran espantosos, absurdos como el mar que refleja el cielo”.
Doy vuelta a la llave, vuelvo a poner en movimiento la Vespa. Ratones de laboratorio y edificios altísimos. No, yo creo que Jean estaba mintiendo. Algunas historias van demasiado lejos, superan los confines. Prendo la música y me meto los audífonos en las orejas, y el Ave María de Schubert da un ritmo al viaje. Regreso a los grafitis, leo stalin psicópata y considero borrarlo. No sabría cómo hacerlo, necesitaría un solvente o algo así. Cambio de idea, escojo no pensar en eso. En ese momento, un esqueleto se acerca y me habla y se abraza los codos. Apareció de un callejón. Sus labios, creo, siguen el ritmo del Ave María, así que abro más los ojos y le pido que me repita.
—Solo quiero ayuda, algo de dinero para arreglármelas —me dice, hablando a una velocidad extraterrestre, llena de pausas y errores y aceleraciones.
Lo esquivo, listo para irme de ahí, y él vuelve a llamarme y junta las manos huesudas, debilitadas por los desequilibrios orgánicos. Se pone de rodillas, me ruega darle lo que sea. Llora y me mira a los ojos y tiembla sobre el asfalto gélido. Busco la billetera, tomo cualquier billete al azar.
—Deja las pastillas —le digo—, si no, te mueres.
Él sigue llorando, asiente, se inclina y besa el asfalto. Yo me alejo, él queda de rodillas. Luego se levanta y dobla la esquina. Vuelve al callejón, a una cama de plástico y periódicos de crónica roja.
Son las cuatro de la mañana. Ya tengo dieciocho años y estoy entrando oficialmente en la edad adulta. La Vespa se quedó acá, sin ninguna queja; está a punto de amanecer y de llegar un poco de luz al barrio.
Antes pensé en ir adonde Jean. Quería hablar con alguien, y además estaba seguro de que él estaría despierto, concentrado en la voz fuera de campo de cualquier documental. En las escaleras encontré al usual vendedor ambulante, ese que pasa sus días en la calle, vendiendo ansiolíticos. Es bajo y de piel oscura, y tipo que sabe moverse en el ambiente. Cuando habla, te agrede y te presiona. Me vio en la oscuridad (la luz no funcionaba, y tampoco el ascensor) y se quedó quieto y me examinó en silencio, luego sonrió o hizo una simple mueca y dice que estoy lleno de recursos, que voy a ser alguien que sale adelante en la vida. Sí, pero ¿dónde queda adelante?, pensé por reflejo, y seguí subiendo. Arriba, Jean hacía crucigramas. Estaba sentado en el sofá, y en efecto estaba viendo un documental, un programa de vendedores de camellos en Sudán, gente que recorre centenares de kilómetros a pie, con todos los camellos de cabestro, solo para ahorrarse los gastos del envío. Siento un gran respeto por esas personas, después me pregunté cómo sería Sudán y fantaseaba con la vida allá abajo. Jean no parecía asombrado y me invitó a sentarme.
—Género cinematográfico convencional, con tono más exasperado respecto de la tragedia clásica. Empieza por eme y son, veamos, nueve letras. Esta es perfecta para ti —me dijo, jugueteando con el esfero.
—Estoy cansado y ni siquiera te oí —le dije, y él evitó insistir.
No estamos acostumbrados a exponernos, Jean y yo. Vamos andando en sordina, más bien, y esperamos que algún día veamos una recompensa. Mientras tanto, él había cambiado de canal, hablaban de un joven indigente que toca dupstep2 por las calles de la capital. Jean consideraba que yo me merecía un premio, un trabajo especial para festejar mi decimoctavo cumpleaños. Se levantó y desapareció en la cocina. Luego volvió con un fajo de billetes, sujetados por un caucho de pelo. Me explicó las diferentes fases, la estrategia, con pelos y señales. Me dijo dónde entregarlo, a quién, cómo comportarme y qué evitar. Tengo un par de días para terminar el trabajo. A cambio del dinero me van a dar una bolsa.
—No la abras —especificó Jean —o alguien podría ponerse bravo.
Estoy acostumbrado a no hacer preguntas, y, sin embargo, la situación era ambigua y me ponía nervioso.
—No sé, ¿crees que me van a tomar en serio?
Quería estar en otro lugar y él me miró y me dijo:
—Claro, ya todos te conocen. Después de esa historia, o sea, por Dios, le sacaste un ojo…
Lo interrumpí, no tenía ganas de oír lo que se venía a continuación.
—No quiero amenazar a nadie.
—No tienes que amenazarlos —respondió él —ya te conocen y saben qué puedes llegar a hacer.
—No sé. Siento que esto empieza a no gustarme —le dije —estamos entre amigos —añadí —siempre hemos sido amigos. Desde que me mandaste adonde… adonde ese tipo, de lo de tu mujer.
Jean no hablaba y veía al indigente del dubstep.
—¿Quieres hacerme creer que no sabes nada? ¿Que aceptas los trabajos a ciegas? Yo lo sé, sé que tiene que ver con el tipo nuevo, lo vi bajando las escaleras y hablamos y apuesto a que estaba saliendo de tu casa. No te gustan estas historias pero no haces nada para evitarlas. Tratemos de razonar, háblame.
Continué de un solo envión, como los monólogos shakespearianos. Sin embargo, no había nada que hacer. Jean me pidió que escogiera: estás o no estás en esto. Yo, como suelo hacerlo, me metí en eso y me involucré en asuntos que no olían nada bien.
Además, pues está el llamado de el dinero. Y ahora estoy aquí, frente a la Vespa, y mañana es otro día de mi vida enmarañada