La librería encantada. Christopher Morley. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Christopher Morley
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788418264436
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Mifflin se hallaba por lo general tejiendo o leyendo. Ella ponía al fuego una olla de chocolate y antes de irse a la cama los dos esposos charlaban o leían durante media hora.

      En ocasiones, Roger daba un paseo por Gissing Street antes de volver a la trastienda. Pasar todo el día entre libros tiene un efecto más bien agotador en la mente y a Mifflin le gustaba ver cómo el aire fresco barría las calles oscuras de Brooklyn mientras él meditaba sobre algo que había estado leyendo, acompañado en todo momento por Bock, que olisqueaba y trotaba de ese modo tan peculiar con el que trotan los perros viejos en la oscuridad.

      Cuando la señora Mifflin no estaba en casa, sin embargo, la rutina de Roger era ligeramente diferente. Después de cerrar la tienda regresaba a su escritorio y, con aire furtivo y un tanto avergonzado, sacaba del fondo de un cajón una carpeta sucia que contenía un puñado de notas y un manuscrito. Aquél era su esqueleto en el armario, su pecado secreto. Eran los andamios de su libro, en el que había estado trabajando a lo largo de los últimos diez años, asignándole, tentativamente, diferentes títulos: Notas sobre literatura, La musa en muletas, Los libros y yo o Lo que todo joven librero debe saber. Había comenzado mucho tiempo atrás, en los días de su odisea como traficante rural de libros, con el título de Literatura entre granjeros, pero aquello acabó ramificándose hasta que (al menos por la cantidad) dio la impresión de que el mismísimo Ridpath tendría que proteger sus laureles de linóleo. En su estado presente, el manuscrito no tenía ni comienzo ni fin, pero sin duda había crecido desenfrenadamente por la mitad, con cientos y cientos de páginas llenas con la letra menuda de Roger. El capítulo sobre Ars Bibliopolae, o el arte de vender libros, según esperaba el autor, se convertiría en un clásico para las generaciones futuras de libreros. Sentado frente al desorden de su escritorio, acariciado por una cortina de humo de tabaco, Roger repasaba el manuscrito, comparando, interpolando, reescribiendo y luego consultando los volúmenes de sus estanterías. Bock rezongaba bajo la silla, y el cerebro de Roger empezaba a reverberar. Casi siempre acababa dormido sobre sus papeles para luego despertar sobresaltado, hacia las dos de la madrugada, hora en la que se arrastraba con gran irritación hasta su cama vacía.

      Contamos todo esto sólo con el ánimo de explicar por qué Roger se estaba quedando dormido en su escritorio la noche en que Aubrey Gilbert lo visitó en su librería. Una corriente de aire frío pasó como un riachuelo de montaña sobre su cabeza calva y Roger se despertó. La tienda estaba a oscuras, salvo por la brillante luz eléctrica que alumbraba la mesa. Bock, cuyos hábitos eran más regulares que los de su amo, había regresado a la cocina, donde tenía su lecho, improvisado en la caja que alguna vez ocuparan los volúmenes de la Enciclopedia Británica.

      «Qué raro», pensó Roger. «¿Habré olvidado cerrar la puerta?» Caminó hasta la entrada y encendió el grupo de lámparas que pendía del techo. La puerta estaba abierta, pero todo lo demás parecía normal. Bock, al escuchar sus pasos, trotó desde la cocina, sus pequeñas garras tamborileando sobre el suelo de madera. Luego miró a Roger con la actitud paciente y expectante de un perro acostumbrado a las excentricidades de su amo.

      «Supongo que me estoy volviendo distraído», dijo Roger. «Debí de dejarla abierta.» Cerró la puerta y puso el pestillo. Entonces vio que el perro estaba olfateando la sección de historia, situada en la parte delantera de la tienda, a mano izquierda.

      «¿Qué ocurre, viejo?», preguntó Roger. «¿Quieres algo para leer en la cama?» Encendió la luz de aquella sección. Todo parecía normal. Hasta que notó que un libro sobresalía un par de centímetros fuera de la uniforme hilera de lomos. Roger tenía la costumbre de alinear bien los libros, y casi todas las noches, a la hora de cerrar, solía pasar la mano por los lomos de los volúmenes para nivelar cualquier irregularidad provocada por los clientes poco cuidadosos. Estiró la mano con la intención de volver a poner el libro en su sitio, pero se detuvo en seco.

      «Qué raro», pensó. «¡El Oliver Cromwell de Carlyle! La otra noche lo estuve buscando y no lo encontré cuando vino ese profesor a preguntar por él. Quizás estaba cansado y lo pasé por alto. Será mejor que me vaya a la cama.»

      El día siguiente era una fecha especial. No sólo porque coincidía con Acción de Gracias y la reunión mensual del Club de la Mazorca, que se celebraría esa misma tarde, sino porque la señora Mifflin había prometido que aquel día volvería a casa desde Boston, a tiempo para hornear una tarta de chocolate para los libreros. Se decía que algunos de los miembros del club asistían religiosamente a las reuniones atraídos sobre todo por la tarta de chocolate de la señora Mifflin y el barril de sidra que su hermano, Andrew McGill, enviaba desde Sabine Farm cada otoño, y no tanto por las conversaciones literarias.

      Roger se pasó toda la mañana limpiando la casa, preparando el regreso de su esposa. Sintió un poco de vergüenza al descubrir el revoltijo de migajas y cenizas de tabaco que se había acumulado en la alfombra del comedor. Se preparó un almuerzo frugal con chuletas de cordero y patatas asadas y se regocijó con un epigrama culinario que le vino a la mente: «Lo que importa no es la comida que comemos en sueños, sino las vituallas reales que nos llenan el buche cada día». Le pareció que aquello podía pulirse un poco y cambiar la sintaxis, pero percibió allí el germen de algo ingenioso. Roger tenía el hábito de elaborar esta clase de ideas cuando comía a solas.

      Un rato después, mientras estaba atareado lavando los platos en el fregadero, se vio sorprendido por el contacto de dos competentes brazos que lo rodearon. Un delantal de guinga rosa le tapó toda la cabeza. «Mifflin», dijo su esposa, «¿cuántas veces tengo que decirte que te pongas el delantal cuando laves los platos?»

      Se saludaron con la cariñosa y sentida simplicidad de quienes congenian en un matrimonio maduro. Helen Mifflin era una criatura más bien gorda y saludable, rebosante de buen humor e inteligencia, bien alimentada tanto de alma como de cuerpo. La mujer besó la cabeza calva de Roger, le puso el delantal envolviendo aquel cuerpecillo de gamba y se sentó en una butaca de la cocina a observar cómo su marido acababa de secar las tazas de porcelana. Sus mejillas estaban frías y rozagantes por el aire helado, su rostro despedía la serena satisfacción de quien ha pasado unos días en la confortable ciudad de Boston.

      «Pues bien, querida», dijo Roger, «ahora sí se puede decir que es un Día de Acción de Gracias. Has vuelto del viaje tan oronda y rellenita como El libro de versos del hogar

      «Me lo he pasado en grande», dijo ella, acariciando a Bock, que se había acercado a sus rodillas, embebido en la misteriosa y familiar fragancia con que los perros identifican a sus amigos humanos. «Ni siquiera he oído mencionar un solo libro en estas tres semanas. Ayer pasé por la librería Old Angle, sólo para saludar a Joe Jillings, quien diceque todos los libreros están locos pero que tú eres el más loco de todos. Quiere saber si ya estás en bancarrota.»

      Los ojos azules de Roger centellearon. Colgó la última taza en la estantería de la porcelana y encendió su pipa antes de responder.

      «¿Qué le has dicho?»

      «Le dije que nuestra librería estaba encantada, cosa que supuestamente no forma parte de las condiciones habituales del negocio.»

      «¡Te has atrevido! ¿Y qué te dijo Joe?»

      «¡Encantada por dos locos! ¡Eso dijo!»

      «Bueno», dijo Roger, «si la literatura cae en bancarrota estaré encantado de caer con ella. Hasta entonces seguiremos firmes. A propósito, pronto nos encantará con su presencia una distinguida damisela. ¿Recuerdas que te conté que el señor Chapman quiere enviarme a su hija para que trabaje en la librería? Bien, aquí está la carta que me llegó esta mañana.»

      Escudriñó en el bolsillo y extrajo un papel que la señora Mifflin leyó en voz alta:

      Querido Señor Mifflin:

      Me complace mucho que usted y la señora Mifflin estén dispuestos a participar en el experimento de recibir a mi hija como aprendiz. Titania es una chica realmente encantadora y si conseguimos sacarle de la cabeza todas esas tonterías que aprendió en la escuela para señoritas, sin duda alguna se convertirá en una buena mujer. Ella ha tenido (por mi culpa, no por