—Puedes leerlo tú mismo.
—¿Lo escribió y lo publicó?
—Tienes el libro en la biblioteca de tu padre. ¿Lo habrías hecho tú?
Richard titubeó.
—¡No! —Admitió que nunca lo habría contado.
—Entonces, ¿quién tiene derecho a llamarle cobarde? —dijo Austin—. Expió su cobardía como hacen los que ceden ante las debilidades y no son cobardes. El cobarde piensa: «Dios no me ve, puedo escapar». El que no es cobarde y ha sucumbido, sabe que Dios lo ha visto, y que no es difícil ser sincero. Peor sería, creo, saberme un impostor cuando los hombres me elogian.
Los ojos del joven Richard vagaban por el alentador rostro de Austin. De pronto, una fuerte intensidad se adueñó de ellos, y Richard bajó la cabeza.
—Así que creo que te equivocas, Ricky, llamando a este pobre Tom cobarde porque rechaza los medios que le ofreces para escapar —continuó Austin—. A un cobarde no le importa involucrar a su cómplice. Y si la persona implicada pertenece a una buena familia, pedirle a un campesino que se ofrezca voluntario es una cobardía.
Richard se había quedado sin palabras. Entregar la lima y la cuerda había supuesto un sacrificio: tiempo, turbación y estudio dedicados a esos instrumentos salvadores. Si resolvía que era valiente la actitud de Tom, Richard Feverel se hallaría en una posición distinta. Pero si sostenía que Tom era un cobarde, él era la víctima, y ser la víctima es un lujo, a veces una necesidad, ya sea entre hombres o jóvenes.
Con Austin, la disyuntiva duraba demasiado. Tenía una vaga noción de la ferocidad de Richard. Por suerte para el chico, Austin no era un predicador. Una ocasión única, una frase hipócrita, un comportamiento paternal, podrían haberle destrozado, despertando una oposición antigua o latente. Instintivamente sentimos al predicador como enemigo. Puede que haga bien a los desgraciados, a los golpeados que jadean en el campo de batalla, pero provoca discrepancia en los fuertes. La naturaleza de Richard solo necesitaba una indicación de la vía correcta, y cuando dijo «¿Qué puedo hacer, Austin?», ya había peleado la mitad de la batalla. Su voz estaba apagada.
Austin puso la mano en el hombro del chico.
—Debes ir a ver al granjero Blaize.
—¡Vaya! —dijo Richard, intuyendo la penitencia.
—Sabrás qué decirle cuando estés allí.
El chico se mordió el labio y frunció el ceño.
—¿Pedirle comprensión a ese gañán, Austin? ¡No puedo!
—Cuéntale todo el asunto y dile que no tienes intención de abandonar al pobre hombre.
—Pero, Austin —suplicó el chico—, ¿pedirle que ayude a Tom Bakewell? ¿Cómo voy a pedírselo si le odio?
Austin le rogó que fuera sin pensar en las consecuencias.
Richard gimió.
—No tienes orgullo, Austin.
—Quizá.
—No sabes lo que es solicitar un favor a un patán que odias.
Richard se agarró a ese enfoque del asunto, porque tenía que moverse.
—Pero —continuó el chico— ¡no podré resistirme a pegarle un puñetazo!
—Creo que ya le has castigado bastante, ¿no? —dijo Austin.
—¡Me azotó! —A Richard le tembló el labio—. No se atrevió a pegarme con sus propias manos. Me castigó con un látigo. Dirá a todo el mundo que me azotó y que le pedí perdón. ¡Perdón! ¡Un Feverel pidiendo perdón! ¡Si pudiera salirme con la mía!
—Ese hombre se gana el pan, Ricky. Cazaste en sus tierras. Te echó, y le incendiaste el pajar.
—Pagaré su pérdida. No haré nada más.
—¿No le pedirás perdón?
—¡No! ¡No le pediré perdón!
Austin miró al chico fijamente.
—¿Prefieres que purgue el pobre Tom Bakewell por ti? Le deberías un favor.
Richard alzó las cejas ante la observación de Austin. Era una forma distinta de ver las cosas.
—¿Un favor a Tom Bakewell, el campesino? ¿Qué quieres decir, Austin?
—Para salvarte tú de una situación desagradable, permites que un campesino se sacrifique por ti. Te confieso que yo no tendría mucho orgullo.
—¡Orgullo! —gritó Richard, herido por la pulla. Fijó la mirada en las escarpadas colinas azules.
Sin saber qué hacer, Austin describió a Tom en la cárcel y repitió la declaración del campesino. La imagen, aunque no quería pintarla así, hizo que Richard, cuyo sentido del humor era muy afilado, se partiera de risa. La visión de un patán sonriendo de oreja a oreja, despeinado, rudo, de pies planos, apareció ante él y le afligió con extrañas sensaciones de asco y burla, mezcladas con arrepentimiento y pena; un patetismo retorcido. Ahí estaba Tom. ¡Tom el de los clavos en las botas! ¡Un imprudente animal bebedor de cerveza! Y, aun así, era un hombre, un valiente con corazón, capaz de devoción y generosidad. Esto llegó al corazón del chico, y en su imaginación vio la abyecta figura del pobre idiota de Tom rodeada de un halo de luz lúgubre. Su alma estaba viva. Una oleada de sentimientos que no había conocido le sacudió, una ternura inesperada, un humor acogedor, la conciencia de una gloria indescriptible que irradiaba los rasgos de la humanidad. Esto palpitaba en el pecho del chico, y la visión de Tom con clavos en las botas, despeinado, rudo, sonriendo de oreja a oreja, con un dedo vergonzante, la opresión de un idiota, le hizo sentir una ternura que no había sentido por ninguna criatura del mundo. Se reía y lloraba por él. Lo apreciaba mientras se encogía a su lado. Era la lucha en su interior del ángel contra elementos menos divinos, pero el ángel era más fuerte y guiaba la caravana del odio extinguido, la risa humanizada, el orgullo transfigurado, un orgullo que insistía en contemplar los pantalones de pana del boquiabierto Tom y le gritaba a Richard, en el mismo tono irónico de Adrian: «¡Obedece a tu Benefactor!».
Austin estaba sentado junto al chico, sin percatarse del sublime alboroto que había causado. Poco traslucía el semblante de Richard. Las comisuras de sus labios estaban ligeramente caídas, sus ojos fijos en el horizonte. Se quedó así un buen rato. Luego, se puso en pie y dijo:
—Iré a ver al viejo Blaize y le pediré perdón.
Austin le tomó de la mano y juntos abandonaron la pérgola de Dafne en dirección a Lobourne.
Capítulo VIII
Al granjero Blaize no le sorprendió la visita de Richard Feverel como esperaba el joven caballero. El granjero, sentado en una butaca del pequeño salón de techo bajo de un antiguo caserío, con una larga pipa de arcilla en una mesa a su lado y un veterano pointer a sus pies, ya había recibido a tres miembros de la sangre Feverel que habían acudido por separado, con su acostumbrado secretismo, y con un objetivo.
Por la mañana atendió a sir Austin. Poco después de marcharse, llegó Austin Wentworth y, pegado a sus talones, Algernon, conocido en Lobourne como «el Capitán», célebre allá donde fuera. El granjero Blaize se reclinó sintiendo una inmensa euforia. Bajó los humos de sus visitantes. Los recibió con hospitalidad, como es propio del buen campesino británico, pero no dio su brazo a torcer: ni al baronet, ni al capitán, ni al bueno del señor Wentworth. El granjero Blaize era un auténtico inglés, y, al oír la sincera confesión del baronet y ver el aprieto en el que tenía a la familia, decidió aprovecharse y eximirlos a cambio de ventajas tangibles (compensación de su bolsillo, de su persona herida, de sus heridos sentimientos). La indemnización ascendía a trescientas libras, y una disculpa verbal del principal infractor, el joven Richard. Y aun así tenía reservas. Siempre y cuando,