CAPÍTULO UNO
Mackenzie respiró hondo y cerró los ojos, preparándose e intentando detener el dolor. Había leído mucho sobre el método de respiración, pero ahora, mientras Ellington la llevaba al hospital, parecía que todo se le hubiera escapado de su memoria. Tal vez era porque había roto aguas y todavía podía sentir el fluido recorriéndole la pernera del pantalón. O tal se debiera a que había sentido su primera contracción auténtica hacía unos cinco minutos y podía sentir como se acercaba otra.
Mackenzie se apretó contra el asiento del pasajero, viendo pasar la ciudad a través de la oscuridad, la lluvia que salpicaba el parabrisas y las luces de las calles. Ellington estaba al volante, sentado rígidamente y mirando el parabrisas como un hombre poseído. Apretó el claxon mientras se acercaban a un semáforo e rojo.
“Ey, está bien, puedes ir más despacio”, le dijo.
“No, no, vamos bien”, dijo.
Con los ojos aún cerrados para lidiar con la conducción de Ellington, puso sus manos sobre la gran protuberancia en su abdomen, enfrentándose a la idea de que sería madre en las próximas horas. Podía sentir que el bebé apenas se movía, tal vez porque estaba tan asustado por la conducción de Ellington como ella misma.
Te veré enseguida, pensó ella. Era un pensamiento que le provocaba más alegría que preocupación y por eso, estaba agradecida.
Las luces de la calle y los carteles pasaban a toda velocidad. Dejó de prestarles atención hasta que vio las señales que apuntaban hacia la sala de emergencia del hospital.
Había un hombre apostado afuera en la acera, esperándolos bajo el toldo con una silla de ruedas, sabiendo que venían. Ellington detuvo cuidadosamente el coche y el hombre les hizo señales con la mano y les sonrió con el tipo de entusiasmo perezoso que la mayoría de las enfermeras en la sala de emergencias a las dos de la madrugada parecían tener.
Ellington la guió hacia él como si fuera de porcelana. Mackenzie sabía que él estaba siendo sobreprotector y mostrando urgencia porque él también estaba un poco asustado. Pero más que eso, era muy bueno con ella. Siempre lo había sido. Y ahora estaba demostrando que también iba a ser bueno con este bebé.
Oye, espera, más despacio”, dijo Mackenzie mientras Ellington la ayudaba a subirse a la silla de ruedas.
“¿Qué? ¿Qué es eso? ¿Qué pasa?”.
Sintió que se acercaba otra contracción, pero aún así logró mostrarle una sonrisa. “Te quiero”, dijo ella. “Eso es todo”.
El hechizo bajo el que había estado durante los últimos dieciocho minutos, entre saltar de la cama al anuncio de que ella iba a dar a luz, y ayudarla a subirse a la silla de ruedas, se rompió por un momento y él le devolvió la sonrisa. Se inclinó y la besó suavemente en la boca.
“Yo también te quiero”.
El hombre que agarraba las asas de la silla de ruedas miró hacia otro lado, un poco avergonzado. Cuando terminaron, preguntó: “¿Están listos para tener un bebé?”.
La contracción golpeó y Mackenzie se encogió al sentirla. Recordó de sus lecturas que solo empeorarían cuando el bebé estuviera a punto de llegar. Aun así, miró más allá de todo eso durante un momento y asintió.
Sí, estaba lista para tener este bebé. De hecho, no podía esperar a tenerlo en sus brazos.
*
Sólo había dilatado cuatro centímetros para las ocho de la mañana. Había llegado a conocer bien al médico y a las enfermeras, pero cuando cambiaron de turno, el estado de ánimo de Mackenzie empezó a cambiar. Estaba cansada, dolorida, y simplemente no le gustaba la idea de que otro médico entrara y husmeara bajo su bata. Sin embargo, Ellington, tan obediente como siempre, se las había arreglado para poner a su ginecólogo al teléfono y estaba haciendo todo lo posible para llegar al hospital tan pronto como pudiera.
Cuando Ellington volvió a la habitación después de hacer la llamada, estaba frunciendo el ceño. Ella odiaba ver que él había descendido de su punto álgido de protector de la noche anterior, pero también estaba contenta de no ser la única que estuviera experimentando un cambio de humor.
“¿Qué pasa?”, preguntó.
“Estará aquí para el parto, pero ni siquiera se molestará en venir hasta que estés por lo menos a ocho centímetros”. Además... iba a traerte unos gofres de la cafetería, pero las enfermeras dicen que deberías comer poco. Te traerán gelatina y hielo en cualquier momento”.
Mackenzie se movió en la cama y miró su estómago. Ella prefería mirar allí en lugar de a las máquinas y monitores a los que la tenían conectada. Al trazar la forma de su abdomen, llamaron a la puerta. El siguiente doctor entró caminando, sosteniendo sus historiales. Se le veía feliz y completamente renovado, recién salido de lo que parecía haber sido una noche de sueño reparador.
Bastardo, pensó Mackenzie.
Por suerte, el doctor mantuvo la conversación al mínimo mientras la revisaba. Mackenzie no le prestó mucha atención, la verdad. Estaba cansada y se dormía a ratos, hasta cuando él le ponía la gelatina en el estómago para comprobar el progreso del bebé. Se quedó dormida durante un rato hasta que escuchó al médico hablar con ella.
“¿Sra. White?”.
“¿Sí?”, preguntó, irritada por no poder dormir una pequeña siesta. Había estado tratando de colarlas entre contracciones... cualquier cosa por descansar un poco.
“¿Sientes alguna molestia nueva?”.
“Nada más que los mismos dolores que he tenido desde que llegamos aquí”.
“¿Has sentido al bebé moverse mucho en las últimas horas?”.
“No lo creo. ¿Por qué... algo anda mal?”
“No, no está mal. Pero creo que tu bebé ha cambiado de posición. Hay una muy buena posibilidad de que esto sea un parto de nalgas. Y estoy recibiendo un latido irregular... nada terriblemente fuera de lo normal, pero lo suficiente como para preocuparme”.
Ellington se plantó a su