El publicista del gobernador. Marco Luke. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Marco Luke
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788418344909
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Conde de Montecristo y entendí la impotencia de Edmundo Dantés al mirar por aquella pequeña ventana en el techo de la inhumana celda del castillo de If.

      Estaba dispuesto a detenerme, emocionado, en la cima del torreón para obtener una nueva perspectiva del exterior de la hacienda cuando Carla estiró mi brazo hasta hacerme quedar en cuclillas junto a ella y pude percatarme en ese momento de la insólita situación. ¿En qué momento mi amiga me encerró en la torre de una hacienda? Me sentí ridículo, como un pez mordiendo el anzuelo.

      —¡Shhh! —Presionaba con el dedo índice sus labios.

      —¿Qué pasa? —pregunté murmurando.

      —Vamos a salir, pero nadie puede vernos.

      Por un momento pensé que Carla se había vuelto loca. Nunca la había visto en su faceta de espía. Comencé a asustarme, sobre todo porque sentía estar huyendo de algo. Creí que escapábamos de la reunión, que mi amiga estaba evitando encarar al gobernador. De lo que estaba completamente seguro era de que mi amiga sería incapaz de hacerme daño; si estábamos ahí, era por alguna buena razón o porque se había vuelto loca, que, a fin de cuentas, también era una buena razón.

      —Sígueme —dijo levantándose, y asomó lentamente la cabeza—: Vamos, no hay nadie.

      Vi a mi amiga apoyar sus brazos en el extremo de la torre para después subir sus piernas y, de un ágil salto, salir completamente y desaparecer.

      Sentí un escalofrío recorrer mi espalda, el mismo que sentí a mis escasos doce años, cuando, al pie de su tumba, me contaron la leyenda de una mujer, apodada Cuca Mía, que fue enterrada viva.

      Tuve la sensación de que alguien tocaba mi espalda, lo cual me hizo dar también un gran salto y salir del torreón para quedar en la asolada carretera, escenario que un par de siglos atrás me hubiera dejado expuesto ante los ataques indios. Sin embargo, en la actualidad es el camino al paradisíaco Tres Molinos.

      Me encontraba solo, no veía a Carla por ningún lado.

      Una tétrica niebla envolvía el momento y el lugar. Caminé hacia la cinta asfáltica y me detuve al escuchar al viento despeinar las ramas de los árboles. Vi tendida bajo mis pies la carretera como una serpiente negra zigzagueando cuesta abajo la montaña donde me encontraba. A mi derecha, se ubicaba la pared de piedra perteneciente a la hacienda, absurda desde esta perspectiva en su función protectora del antiguo presidio. Pero más absurdo me veía yo allí solo, parado en mitad de una carretera desolada, sintiendo miedo y vergüenza por seguirle un jueguito a mi amiga que comenzaba a oler a broma de mal gusto.

      —¡Hey, Pablo! —susurró una voz, y me estremecí.

      —¡Carla! ¿Dónde estás? —pregunté a ciegas murmurando con enojo.

      —Acá, arriba.

      Reaccioné dirigiendo mi mirada al cielo, sintiendo el colmo del ridículo.

      —Ven, sube, rápido.

      Pude ubicar la voz, que provenía desde los árboles que instantes atrás el viento había movido y pude ver también detrás de sus hojas a una persona que caminaba por una pequeña brecha cuesta arriba.

      Emprendí el camino hacia allá. Rodeé los árboles y, para mi alivio, descubrí que un angosto sendero ascendía por detrás de aquellas ramas. Unos cuantos metros más arriba, vi a mi colega hacerme un ademán que me invitaba a incorporarme a ella.

      Subí trotando hasta encontrarme con un auto Tsuru negro modelo 94 o 95, el cual fue puesto en marcha por mi amiga mientras yo abría la puerta del copiloto para subir de prisa.

      —¿Me puedes explicar qué es todo este teatrito?

      —No es ningún teatrito. Son medidas de seguridad.

      Entendí, aunque no por completo, que nuestra reunión no se llevaría a cabo en la Ferrería, pero no alcanzaba a comprender el motivo del cambio, ni adónde íbamos.

      —Pero para eso era la tarjeta, ¿o no? —Vibraba mi voz al ritmo de un brincoteo causado por los viejos amortiguadores, insuficientes para la quebrada terracería por la que la conductora bajaba sin miramientos al pobre coche.

      —Sí, pero hubo un cambio de última hora —respondió sin quitar la mirada del camino, tratando de contener la rebeldía del volante.

      —¿Y adónde vamos?

      —Pérez sugirió al gobernador otro lugar, y creo que tiene razón. La información de la tarjeta es vieja y alguien pudo enterarse.

      —Carla, ¿por qué no me dices que no confía en mí? —Sonreí irónico.

      —¿Por qué piensas eso?

      —Carla, eres una excelente mercadóloga, una extraordinaria funcionaria y la mejor de las amigas, pero como actriz, ¡eres la peor!

      —No estoy actuando. —Sostuvo su posición—. No tendría ninguna razón para desconfiar de ti. ¿O la tiene? —lanzó con cizaña.

      —Nunca tiene razones para desconfiar, pero desconfía de todo.

      —Bueno. Entonces, concedámosle la razón —finiquitó, tajante.

      —Pues sí. Lo que me extraña es ser el único en desconocer ese cambio de planes. —Rescaté el tema clavándole la mirada.

      —Ya, Pablo. —Cedió mi amiga—. No lo tomes como algo personal. Pérez es muy escrupuloso y sabes que su experiencia es la que mueve las piezas en el tablero. —Relajó sus brazos sin soltar el volante mientras cambiaba la velocidad.

      —Pues no me convences, la verdad. —Digno, dirigí la mirada hacia el oscuro exterior de mi ventanilla.

      —A ver: estuviste más de diez minutos rondando la hacienda con tu estruendoso Vocho y remataste con una frenada de la que, te puedo asegurar, además de haber dejado sin piedras la calle, se despertaron con ese «sigiloso murmullo» hasta los indios enterrados en las pirámides de la Ferrería.

      Me quise defender, pero la objeción se atoró en mi boca abierta.

      —Cuando se trata de una reunión especial, en la madrugada, con el gobernador, creo que debe existir algo de seriedad y, sobre todo, mucha discreción —remató triunfante mi colega.

      —Sí, creo que tienes razón —concedí asintiendo.

      La hoatilidad desapareció en cuanto bajé los primeros centímetros de la ventanilla y el fresco del campo nocturno tapizó el auto.

      V

      Las luces del auto se abrían camino entre la oscuridad del horizonte y el frío nocturno de los campos perimetrales de la capital. Los pastizales soltaban bocanadas de neblina que cubrían el húmedo horizonte presumiendo en el fondo de su escenario un par de montañas azuladas.

      El denso paisaje nocturno comenzó a mezclar la realidad del momento con la de un recuerdo, al cual terminé por sucumbir.

      Como en una especie de catalepsia, resucité en aquellas remembranzas, en una carretera distinta a la que iba con mi amiga. Reconocí aquel cerro icónico, característico del camino al pueblo de Nombre de Dios, partido por la mitad, cicatriz que le dejó una culebra de agua hace más de medio siglo. Pude verme como si fuera ayer, manejando mi coche en una noche de octubre hacia aquel poblado.

      A pesar de los vanos esfuerzos de mi amiga por mantener mi mente en mi cuerpo y junto a ella, escuchaba su voz cada vez más alejada, diciendo: «¡Despierta, Pablo, despierta! ¡No le des vida a los malos recuerdos!». Fue inútil. Me perdí en el recuerdo, sintiéndolo, tal vez, con más intensidad que cuando lo viví.

      De pronto, ya no conducía Carla, y vi mis manos entumecidas apretando el volante, mis dientes rechinar rabiosos unos contra los otros en el retrovisor y escuchar a lo lejos los gemidos y el golpeteo de una persona encerrada en el portaequipaje del auto.

      Mi cólera se había convertido en el combustible del coche, que aceleraba mucho más de lo que podía