«A eso iba», dijo él. «Encontrará una buena cantidad de provisiones en la alacena sobre la estufa, aunque la verdad es que yo solía alimentarme en las granjas que iba encontrando por el camino. Por lo general le leía algún pasaje en voz alta a la gente y a cambio me daban de comer gratis. Es asombroso lo poco que sabe la gente del campo sobre libros y cuánto agradecen escuchar algo bueno. En el condado de Lancaster, Pensilvania…»
«¿Y qué me dice de la yegua?», continué al ver que se disponía a demorarse en una anécdota. No eran todavía ni las once de la mañana y yo ya estaba ansiosa por empezar el viaje.
«Será mejor que coja algunos cereales. A mí se me han terminado.»
En el establo agarré un saco de copos de avena y el señor Mifflin me enseñó dónde podía colgarlo dentro de la caravana. Luego fui a la cocina y llené una gran cesta con provisiones para alguna emergencia: una docena de huevos, un bote con tiras de beicon, mantequilla, queso, leche condensada, té, galletas, mermelada y dos hogazas de pan. El señor Mifflin metió el cesto dentro de la caravana ante la atónita mirada de la señora McNally.
«¡Vaya picnic más extraño!», dijo ella. «¿Hacia dónde va? ¿Irá el señor McGill con usted?»
«No», insistí, «él se queda. Me voy de vacaciones. Usted prepárele el almuerzo, así no tendrá de qué preocuparse hasta que yo vuelva. Dígale que he ido a visitar a la señora Collins.»
Subí las pequeñas escaleras y entré en mi Parnaso con la placentera emoción del sentimiento de propiedad. El perro saltó al suelo moviendo la cola amistosamente. Puse sábanas y colchas limpias en el catre, abrí los cajones que cubrían la pared y metí en ellos las pocas pertenencias que llevaba conmigo. Ahora podíamos partir.
El señor Barbarroja estaba sentado en el pescante con las riendas en la mano. Me senté junto a él. El asiento era amplio pero no tenía cojines, estaba bien cubierto bajo la cornisa de la caravana. Eché un vistazo alrededor y vi la confortable casa entre los olmos y los arces, el granero rojo brillando bajo el sol y la bomba del agua junto al emparrado. Me despedí de la señora McNally, que nos miraba estupefacta, en silencio. Pegaso empujó todo el peso de su cuerpo sobre las marcas de las ruedas y el Parnaso se bamboleó antes de echar a rodar hacia el portal. Entramos en el camino de Redfield.
«Tome», dijo el señor Mifflin entregándome las riendas, «usted es la dueña, conduzca. ¿Hacia dónde quiere ir?»
¡Mi respiración se agitó cuando me di cuenta de que la aventura había comenzado!
4
Apenas se pierde de vista la granja, el camino se bifurca. Por un lado se llega hasta Walton, donde se cruza el río por un puente cubierto; por el otro se baja hacia Greenbriar y Port Vigor. La señora Collins vive a una milla o dos del camino de Walton, y como yo solía visitarla muy a menudo pensé que habría más posibilidades de que Andrew fuera a buscarme allí. Una vez que hubimos cruzado la arboleda, giré a la derecha, hacia Greenbriar. Iniciamos el prolongado ascenso a la colina Huckleberry. Me regocijó el aroma del otoño fresco que despedían las hojas.
El señor Mifflin parecía haber llegado al éxtasis perfecto de su buen humor. «Esto es ciertamente grandioso», dijo. «Dios, aplaudo su arrojo. ¿Cree que el señor McGill saldrá a buscarla?»
«No tengo ni idea», dije. «En todo caso no lo hará de inmediato. Está tan acostumbrado a mis hábitos sedentarios que dudo mucho de que sospeche nada hasta que vea la nota. ¡Aun así, me pregunto qué clase de historia le irá a contar la señora McNally!»
«¿Qué tal si le ponemos un rastro olfativo?», dijo él. «Deme su pañuelo.»
Saltó ágilmente del carro, corrió colina abajo (era un hombrecillo vivaz, a pesar de su calvicie) y arrojó el pañuelo sobre el camino de Walton, a unos cien pies de la bifurcación. Luego volvió a subir la pendiente.
«Listo», dijo sonriendo como un niño, «eso lo distraerá. El Sabio de Redfield irá tras una falsa presa mientras los malhechores arrancan con buen pie. Aunque me temo que es bastante fácil seguir el rastro de un carro tan poco usual como el Parnaso.»
«Dígame cómo maneja usted el negocio», dije. «¿De verdad es rentable?»
Nos detuvimos en la cima de la colina para darle un descanso a Pegaso. El perro se echó en el camino polvoriento con gesto grave. El señor Mifflin sacó su pipa y me rogó que lo dejara fumar.
«Los inicios fueron más bien cómicos», dijo. «Yo era maestro en Maryland. Había estado partiéndome el lomo en una escuela rural durante años, con un salario miserable. Tenía a mi cargo a una madre inválida y trataba de ahorrar cuanto podía, por si llegaban malos tiempos. Recuerdo que solía preguntarme si algún día podría llevar un traje que no estuviera raído o mantener mis zapatos brillantes todo el tiempo. Entonces tuve algunos problemas de salud. El doctor me recomendó que buscara el aire libre. Poco a poco fui concibiendo esta idea de la librería ambulante. Siempre me habían gustado los libros y cada vez que salía al campo procuraba leerles en voz alta a los granjeros. Cuando mi madre murió construí el vagón para que se adecuara a mis planes, compré una buena cantidad de libros de una tienda de segunda mano en Baltimore y me puse en marcha. Podría decirse que el Parnaso me salvó la vida, supongo.»
Se ajustó su vieja y descolorida gorra y volvió a encender la pipa. Espoleé a Pegaso y descendimos suavemente por la colina, divisando los extensos pastizales. Las lejanas campanas de las vacas tintineaban entre los arbustos. Al fondo de la cuesta discurría un camino que se perdía en dirección a Redfield. Por algún punto de aquel camino Andrew estaría regresando a casa, deseoso de comer su cerdo al horno con salsa de manzana. Y allí estaba yo, a punto de cometer la primera locura de mi vida y sin un ápice de remordimiento.
«Señorita McGill», dijo el hombrecito, «este pabellón rodante ha sido para mí esposa, doctor y religión durante siete años. Hace un mes me hubiera parecido ridícula la idea de dejarlo, pero de pronto he sentido la necesidad de un cambio. Hace mucho tiempo que tengo ganas de escribir un libro y necesito una mesa firme bajo los codos y un techo sobre mi cabeza. Por tonto que suene, estoy loco por llegar a Brooklyn. Mi hermano y yo vivíamos allí cuando éramos niños. ¡Cómo añoro caminar por el viejo puente al atardecer y ver las torres de Manhattan recortadas contra el cielo rojo! ¡Y esos cruceros grises en el Patio de la Armada! No sabe cuántas ganas tengo de dejar la caravana. He vendido muchos ejemplares del libro de su hermano y siempre había pensado que él sería la persona indicada para traspasarle el Parnaso cuando me cansara.»
«Y no le falta razón», dije. «El hombre indicado. Demasiado indicado, diría yo: se iría a vagabundear por ahí en este carro itinerante y descuidaría la granja. Pero mejor hábleme de la venta de libros. ¿Cuánto dinero gana con ello? Pronto pasaremos por la granja de la señora Mason, así que podríamos venderle algo, ya sabe, para comenzar.»
«Es muy simple», dijo. «Cada vez que llego a una ciudad grande me abastezco de libros. Siempre hay alguna librería de segunda mano donde se pueden encontrar saldos y oportunidades. Y de vez en cuando le hago pedidos a un mayorista de Nueva York. Cuando compro un libro escribo en el dorso lo que he pagado por él, así sé por cuánto me puedo permitir venderlo. Mire.»
Sacó un libro de detrás del asiento, un ejemplar de Lorna Doone, y me enseñó las letras a m garabateadas con lápiz en el dorso.
«Eso quiere decir que he pagado diez centavos por éste. Si usted lo vende ahora por veinticinco obtendrá una buena ganancia. El mantenimiento del Parnaso suele costarme unos cuatro dólares a la semana, casi siempre menos. Si consigue esa cantidad en seis días puede incluso descansar el domingo.»
«¿Y cómo sabe que a m quiere decir diez centavos?», pregunté.
«Es un código basado en la palabra manuscrito. Cada letra representa un número de cero a nueve, ¿lo ve?» Y escribió en un pedazo de papel:
Manuscrito
0123456789