Para decirlo de manera un tanto exagerada: los programas de transferencia más bien convirtieron a los miserables en pobres, y no a los pobres en miembros de la clase media.[9] Les brindaron a los beneficiados un nivel mínimo de seguridad que no habían tenido antes. A diferencia de la seguridad social financiada por medio de contribuciones, esta ayuda social financiada con impuestos es una reacción al hecho de que en las economías nacionales latinoamericanas más de la mitad de las personas económicamente activas tienen un empleo informal y no tienen acceso a la seguridad social. Cuando la transferencia está ligada a requisitos, entonces las autoridades por lo general exigen pruebas de que los niños asisten regularmente a la escuela y de que participan de la asistencia sanitaria. De esta manera, los programas mitigan algunos efectos sociales de exclusión típicos de la pobreza. Junto con pensiones básicas que no dependen de las contribuciones ayudan, sin duda alguna, a mitigar la pobreza absoluta (la miseria), pero, según estudios del programa de desarrollo de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), prácticamente no aumentan las posibilidades de que mejoren los ingresos de los padres, sino que le apuestan a romper el efecto hereditario de la pobreza; es decir, que la siguiente generación —mejor alimentada y con una mejor formación— logre escapar de la pobreza.[10]
Es decir que, en la mayoría de los casos, no fueron los programas de transferencia los que sacaron de la pobreza a las personas en América Latina. Los responsables fueron, sobre todo, el aumento de los salarios reales en los grupos de bajos ingresos y una política laboral que creó empleos en el sector formal. Concretamente, todo esto permitió, después del cambio de siglo, un crecimiento económico sostenido, que se debió sobre todo a un periodo inusualmente largo de precios inusualmente altos en las materias primas. En muchos casos, la política económica aplicada no fue ni innovadora ni de izquierda, en sentido clásico; también los gobiernos de orientación social aspiraban a controlar la inflación y a lograr excedentes presupuestarios, y sostuvieron la apertura de los mercados para la importación, medidas que vienen más bien del instrumental liberal. Argentina reguló el tipo de cambio para su moneda, el peso, pero Brasil y otros países le dejaron al mercado las valoraciones de divisas. Sin embargo, la mayoría de los gobiernos, como era de esperarse de una política económica de izquierda, impuso al Estado como actor e inversionista en la política económica. Lo que no se esperaba era que esta alta cuota estatal tuviera un éxito sorprendentemente bajo en la instauración y ampliación de capacidades industriales propias, a las cuales había aspirado. Los gobiernos promovieron proyectos de infraestructura que reaccionaban sobre todo a déficits en el abasto de energía y transporte. Déficits que, en primer lugar, reclama el sector de exportación de materias primas. El Banco Nacional de Desarrollo Económico y Social de Brasil (BNDES) mimó a grandes empresas, tales como el gigante de la carne JBS o las transnacionales de construcción y logística Grupo OAS, Andrade Gutierrez y a la empresa Odebrecht —que entre tanto ha sido acusada de corrupción sistemática en muchos países latinoamericanos—, hasta convertirlas en “campeonas nacionales”, lo mismo que a exitosas empresas multinacionales; igualmente subvencionó con generosidad a la agricultura industrial, pero descuidó a las empresas medianas. Nada es más indicativo de este fenómeno que la balanza comercial de los Estados latinoamericanos con China: la demanda del gigante del Este por materias primas y alimentos ha garantizado en los últimos años los ingresos de la economía de la exportación y el crecimiento en América Latina. Al mismo tiempo, China inunda los mercados domésticos liberalizados con sus productos industriales que, aunque son baratos, siempre tienen un valor añadido mucho más alto que las materias primas. Las consecuencias: enormes déficits comerciales y, por tanto, también de cuenta corriente.[11] Quien imagine que ésta es una situación ganar-ganar de una cooperación Sur-Sur, no reconoce la lógica de desarrollo que se oculta tras este intercambio.
La cuestión social: atorada a medio camino
Se ha discutido mucho hasta qué punto funcionan los programas de transferencia de recursos de ayuda social, si son la estrategia correcta de manera sostenible y a largo plazo para salir de la pobreza.[12] Lo prometido no fue sólo reducir la pobreza. El meollo del asunto era y es convertir a los “pobres” —que disfrutan de subsidios cuando los gobiernos consideran que es bueno dárselos— en “ciudadanos del Estado”, es decir, en miembros de la comunidad que demandan que se les concedan derechos sociales. Entonces, la pobreza no debe concebirse como un virus al cual habría que “combatir”, ni como un defecto individual o un contrincante sin nombre, sino como el resultado de una inequidad producida de manera política e histórica y largamente fomentada que demanda una contraestrategia política, dirigida a grupos específicos.
Este pensamiento se expresó por primera vez con esta determinación en el subcontinente, aunque no de manera tan duradera como muchos partidarios se lo hubieran imaginado. En primer lugar, no en todas partes los programas gubernamentales fueron establecidos como un derecho, e incluso donde es reconocido como tal, se le debilita cuando el Estado al mismo tiempo —como por ejemplo, en Brasil— privatiza instituciones del sector salud y educativo, con lo cual elude su responsabilidad en esos campos clave. Y, al final, los supuestos éxitos son también resultado de un marco político que provoca desacuerdos en otras áreas.
Los gobiernos de centroizquierda en América Latina han hecho grandes contribuciones a la urgente modernización de sus sociedades y en contra de patrones de inequidad rebasados y ya casi endémicos: el hecho de que los empleados domésticos en Brasil finalmente tengan derecho a un contrato laboral, al salario mínimo, a un domingo libre y vacaciones pagadas es un elemento pequeño, pero importante. Por otro lado, mucho se quedó atorado. Los gastos sociales de los Estados latinoamericanos siguen claramente rezagados en comparación con los de los Estados industrializados, y los gobiernos desaprovechan muchos ingresos potenciales. Por ejemplo, la carga tributaria de facto para quienes perciben salarios altos es menor en muchos Estados de la región. El grueso de sus ingresos fiscales lo reciben los ministerios de Finanzas por impuestos indirectos o generales al consumo, que formalmente son iguales para todos, pero resultan una carga desproporcionada para las personas con ingresos reducidos. También se podría decir que el Estado recupera de inmediato de manos de los pobres una parte de las sumas que se les han transferido: son quienes ganan menos, no quienes ganan más, los que están sujetos a las altas tasas de impuestos.
En la política educativa y de salud, muchos de los nuevos gobiernos dejaron pasar la oportunidad de llevar a cabo un giro claro en las tendencias para iniciar un cambio en las estructuras. Todavía en muchas partes una atención sanitaria que merezca este nombre, o una educación calificada, sólo se pueden obtener en instituciones privadas; es decir, a cambio de dinero. No es casual que en junio de 2013, durante la Copa Confederaciones de la FIFA (Fédération Internationale de Football Association), un año antes del Campeonato Mundial de Futbol, los millones de brasileños que sorpresivamente bloquearon las calles de las grandes metrópolis en su propio país no sólo hayan condenado la miseria de los medios de transporte público, sino, sobre todo, estos dos déficits: “Lleva a tu hijo enfermo al estadio” y “Queremos escuelas que cumplan con los estándares de la FIFA” fueron consignas muy populares. Cuando Lula y su sucesora Rousseff afirmaban en Brasil que habían ayudado a 40 millones a salir de la pobreza e ingresar a la clase media, siempre