Pero sobre toda esta historia pesa un singular malentendido. La «liberalidad» de las artes menos visiblemente prácticas y técnicas disimula su genuino carácter de técnicas, es decir, de artes en el sentido antiguo y moderno del término. La filosofía, la propia teología, la literatura son artes en ese doble sentido. En el caso de la literatura es algo palmario, aunque el debate entre las obras y la crítica sea interminable. También lo es en el caso de la filosofía, aunque sea menos sencillo distinguirlo. Cada pensamiento tiene un carácter, una manera, un estilo propios. Eso es precisamente lo que distingue en primer lugar a las grandes obras. Uno puede diferenciar a la primera una página de Kant de una página de Hegel. No se trata sólo de técnica conceptual, sino también de escritura y modo de pensamiento. Entonces, ¿dónde aprendemos la filosofía? Mediante el contacto con filósofos que no son forzosamente los creadores de una «filosofía», pero que no por ello dejan de estar en el pensamiento (salvo que se limiten a suministrar fichas, referencias, etc., lo que resulta estimable, pero sirve poco para filosofar). Dicho de otro modo, una clase o un curso de filosofía implica la technè de un compromiso activo en el pensamiento. Eso es lo que más acercaría esa enseñanza a la enseñanza de las artes –mutatis mutandis– precisamente en un momento en el que las cosas han tomado un camino inverso, bien imponiendo que las escuelas de arte se sometan al plan de estudios universitario fijado por Europa en Bolonia (¡una vez más!), bien (y éste es un fenómeno completamente distinto) multiplicando las formas mediáticas de filosofía (publicaciones, emisiones, etc.), lo que no deja de ser loable, pero resulta muy distinto de una enseñanza.
Al mismo tiempo (y éste es un fenómeno que no resulta menos destacable), las escuelas de arte y las instituciones artísticas (museos, centros de danza, teatros, por ejemplo, y las para-instituciones que son los proyectos de fundaciones, las residencias, etc.) piden con frecuencia a los filósofos que vayan a hablar. Nos encontramos más ante una reunión de prácticas, de «haceres», que ante la transmisión de medios conceptuales a especialistas del gesto o de la forma.
En este sentido, yo creo que, por el momento, la cuestión institucional ha de estar a la espera de lo que pueda surgir de todo esto; vigilante, sí, pero a la espera. Y esa espera puede nutrirse de condiciones semi-institucionales o para-institucionales, de bricolaje… Prácticamente por todas partes lo que se busca no son tanto formas de enseñanza como formas de desbrozar el pensamiento, los pensamientos visuales, plásticos, sonoros, gestuales, informáticos, en edades diversas y en condiciones diversas, pensamientos que deben redescubrirse como pensamientos… Nos encontramos ante una mutación de la civilización en toda regla… Ni siquiera tenemos el siglo VII por delante, sino más bien el siglo VI… Y eso es algo que hay que pensar, puesto que altera las condiciones del pensar mismo… Hacía mucho tiempo que no nos encontrábamos ante tantos objetos que pensar, que conocer, que significar o que evaluar; estamos inmersos en una complejidad que podría compararse con la que reinaba en torno a Boecio, cuando la filosofía se redescubrió en el marco de un cristianismo a su vez agitado en todos los sentidos, cuando Roma ya no existía pero eso se admitía a duras penas… Releamos como se le aparecía a Boecio la filosofía, esa «mujer de aspecto singularmente venerable»: «Sus ojos brillaban con un resplandor sobrehumano, y los vivos colores que animaban sus mejillas anunciaban un vigor respetado por el tiempo; sin embargo, tenía tantos años que era imposible creerla contemporánea de nuestra época. Su estatura era un problema. Tan pronto se encogía hasta la talla media de un hombre como parecía tocar el cielo con la frente, y cuando levantaba aún más alto la cabeza, la hundía en el propio cielo y se hurtaba a las miradas de los que la contemplaban desde abajo».
A veces reducida, a veces esquiva, sin edad y tal vez nunca realmente contemporánea, y, sobre todo, siendo ella la que se nos muestra. Sabe cómo hacerlo. No somos nosotros quienes la hacemos ni quienes la enseñamos.
JL: En este magnífico retrato de la filosofía que acaba de citar, la «estatura» plantea un problema, y lo mismo podría decirse de ese pensamiento al que Derrida dio el nombre de deconstrucción y que definió como «una práctica institucional en virtud de la cual el concepto de institución constituye un problema». Dejemos, por lo tanto, ese problema en espera y sigamos adelante, porque precisamente quiero hablarle de un último retrato, el que usted mismo ha realizado por escrito de Jacques Derrida.
En À plus d’un titre ha descrito usted minuciosamente un dibujo de Valerio Adami titulado «Jacques Derrida, retrato alegórico». Así es como hace usted su (propio) retrato de un pensador del que estuvo muy próximo, mezclando su escritura con la suya mediante un cierto número de citas ocultas. Explica usted que el retrato de un filósofo es siempre al mismo tiempo un retrato alegórico de la filosofía misma, precisamente entendida como ese pensamiento que piensa siempre en otra cosa… Por otra parte, el propio Derrida había escogido la expresión «retrato alegórico», puesto que no mantenía una buena relación con sus retratos, y en esta ocasión no quería ser ni el objeto n el sujeto. Precisamente ese dibujo desdobla su semblante, inscribe en él una diferencia entre sí mismo y sí mismo, una desfiguración que da paso a la «deconstrucción», esa palabra que ha quedado adherida al pensamiento de Derrida y, en cierta medida, también al suyo. La deconstrucción no es una idea, un hombre, un método o una doctrina, sino más bien «un humor, un carácter, una idiosincrasia» o incluso «una forma muy personal de visitar y recorrer las construcciones». De hecho, estamos ante una formulación muy hermosa de la deconstrucción, pues lo que se recurre singularmente puede ser una construcción institucional, gramatical, teórica o artística, y de ahí la relación, a la vez distante y privilegiada, de Derrida con otra arte, la arquitectura… En sus palabras encontramos todo lo que comparte usted con Derrida y la deconstrucción: la función de espaciamiento de la escritura, la irreductibilidad de la diferencia, que, en el tiempo y lo escrito, se convierte en différance, y que en cada ser se convierte en singularidad, lenguaje singular, idioma. Sin embargo, el lector también adivina, conforme a la lógica misma de la diferencia de los caracteres o de los idiomas, una diferencia entre Derrida y usted.
Sólo cabe adivinar, apenas se puede decir nada, pero todo quizá se juegue en los momentos en los que usted habla de la «no-evidencia» o de la «no-presencia» del retrato. Ciertamente, la persona pintada se alegoriza siempre en el retrato, se convierte en otro, en una imagen, pero me parece que para usted la imagen tiene su presencia, incluso una «presencia real»[8]. La imagen tiene incluso una cierta evidencia, lo mismo que una sucesión de imágenes (usted ha escrito una obra sobre Kiarostami titulada L’Évidence du film), al igual que el sonido y que los otros sentidos que se abren a la multiplicidad de las artes. De todo eso se deriva que, si la deconstrucción aborda el arte porque visita todas las construcciones, en su caso es más bien el pensamiento el que es visitado por el arte, por su presencia y su evidencia. La Visitación sería entonces la alegoría de ese vínculo entre arte y pensamiento: como la propia imagen, cada arte o realización artística se distingue, se observa, se toca casi… Por otra parte, el