Sí, Barcelona es también la casa de muchos de estos actores y actrices que caminan por entre sus calles como las camino yo y le cuentan su drama al peluquero como le cuento los míos a Iván, el que me motila desde siempre en Bogotá. Y resulta que, de repente, está ahí, frente a mí, un chico que bien pudo haber posado para Playgirl, un chico de esos que en mi niñez significaba el mundo inmenso y distante, el universo brillante. Y yo estaba allí, ahora, junto a él, tan lejos de aquellas murallas infranqueables a las que llaman montañas. ¡Que mierda los sueños: de nada se vuelven realidad!
Otra vez a la calle y otra vez a lo mismo. A ver y nada más. Caminar, vagabundear. Da lo mismo estar en este o en cualquier otro lugar. Lo mejor sería no estar en ningún sitio. ¡Evaporarme de mi propia historia! ¿Cómo desaparecer a voluntad? Largarme de este y de todos los mundos, incluso de los que invento en mi mente, y volver cuando me dé la gana. ¿Pero de qué diablos hablo, si de donde realmente quisiera largarme es del pasado? Hacer al menos como si no hubiera existido ese lugar, porque es eso: el pasado es un lugar en mi memoria; un lugar lúgubre y doloroso.
Por fortuna nadie me ve, porque para nadie existo aquí. Me detengo con frecuencia a observar las fachadas de los edificios como aquel que acaba de descubrir el hielo. Clic. Clic. Las fotografío. Las que más me gustaban entonces, al igual que hoy, corren paralelas a la Rambla Cataluña o las que achaflanan las esquinas del Exaimple que cuentan su propia historia, algunas de ellas informando el dato exacto de su construcción. Y así se me van los días. Las tardes desvaneciéndose con esa luz naufragada que no termina de morir.
Los paseos se hacían tristes. Me quedaba largo rato contemplando las aceras repletas de hojas y se me antojaba que aquello era como una casa al día siguiente de una fiesta, con las botellas de guaro y las latas de cerveza completamente vacías, los ceniceros sucios y todos los restos sobre la alfombra, incluidas las peleas de los borrachos y las amistades perdidas por una palabra mal entendida o por una mirada negada, ese “empelicule”, como dicen por ahí, que no es más que rumiar mentalmente una situación ficticia; ese empelicule, que no es más que dar alas a las fantasías propias de las drogas.
A los árboles, en cambio, de pie allí, completamente desnudos, los veía como viejitos caminando sin toalla a lo largo de los pasillos de un sauna, exhibiendo obscenamente sus pudores junto con sus arrugas, como en esos grandes óleos de Lucian Freud colgados en las paredes de Caixa Fórum, en los alrededores de la plaza España, que disfruté dos, tres, cuatro días seguidos. Óleos en los que no había caras hermosas ni cuerpos enaltecidos ni personajes presumiendo de sus vestidos, como ese retrato en el que Leigh Bowery ha dejado atrás sus extravagancias en drag y se despoja incluso de su física desnudez. Solo vemos en todos lo que somos: la veracidad de la carne, los pliegues del cuerpo humano que caen pesadamente sobre la pesada humanidad; el cuerpo que exhibe su memoria: las cicatrices, el vergonzoso volumen, las llantas y los conejos, los vellos de más, la angustia de la existencia. ¡La vulnerabilidad!
No hay caso: vivir es esta cosa tan difícil que es tener que existir.
Luego de tantos días de duermevela, el cuerpo está a punto de derrumbarse. Arrastro los pies, los párpados se me caen, por momentos me vence el cansancio. Hasta los pliegues epicánticos me pesan. Me detengo. Durante breves minutos estiro los músculos, en especial el cuello y las piernas. Qué sensación más bella y más plácida, sentir el cuerpo. Sé que abuso de él, que lo exprimo. Lo uso como un trasto viejo que, de tanto acompañarme pasa desapercibido o como un caparazón al que no hay que darle brillo para que no resalte. Así mejor, que se haga pasito. ¡Ja! Que la costra no deje ver las estrías, las cicatrices viejas, las heridas que todavía supuran. Las vulnerabilidades. Cero cosquillas, también. Como un robot programado para reír con condescendencia. La mirada congelada, triste. La mirada es un arma porque acusa. La sonrisa también, porque desarma. ¿Lo leí en alguna parte o me lo inventé? No sé. O tal vez no quiero saberlo.
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