Su corazón dio un vuelco al ver el brillo de sus ojos.
–Bueno, voy a… buscar el bolso.
Danielle respiró un poco mejor cuando puso cierta distancia entre los dos. Pero cuando se volvió Flynn había entrado en el apartamento y cerrado la puerta.
–Esto es para ti –dijo, ofreciéndole un paquetito envuelto en papel de regalo.
–¿Ah, sí?
Ya le había hecho demasiados favores. Sí, bueno, era rico y podía permitírselo, pero invitarla a cenar era más que suficiente.
–Lo siento, no puedo aceptar un regalo. Apenas te conozco.
–Sí me conoces, Danielle. Soy el hombre que te hizo suspirar ayer.
–Flynn…
–¿Te acuerdas?
¿Cómo podía olvidarlo? ¿Cómo podía olvidar lo que la había hecho sentir?
–Sí, claro que me acuerdo. Pero de todas formas…
–Pero de todas formas aún no has visto el regalo –bromeó Flynn.
–No, pero…
–No es una joya, si eso es lo que te preocupa.
Los dos sabían que eso no era lo que la preocupaba. Era la atracción que había entre ellos. La tensión sexual que amenazaba con hacerlos perder el control.
Temblando, Danielle le dio su bolso.
–Sujétame esto, por favor.
Cuanto antes acabase con aquello, mejor. Y sí, la verdad era que estaba emocionada con el regalo.
Nerviosa, rasgó el papel de regalo y descubrió un frasco de un perfume carísimo que llevaba años queriendo comprar. Ahora no tenía dinero y cuando estaba casada con Robert… entonces no había querido usarlo para él.
–Me encanta.
–Allure –murmuró él–. Yo creo que es muy apropiado, ¿no te parece?
–Gracias –sonrió Danielle–. Es justo lo que quería.
–Y esto es lo que yo quiero –dijo Flynn entonces, levantando su barbilla con un dedo.
Ocurrió tan repentinamente que no tuvo tiempo de reaccionar como debería haberlo hecho. O quizá habría dado igual. Quizá su reacción habría sido la misma. Porque Danielle entreabrió los labios, temblando, incluso antes de que sus bocas se rozaran.
Fue un beso apasionado, asombroso, uno que la devolvió al día anterior, cuando estaba entre sus brazos. Danielle dejó escapar un gemido cuando Flynn empezó a acariciar con su lengua la húmeda caverna de su boca, suave pero exigente.
Y luego, despacio, se apartó.
–Feliz cumpleaños, Danielle.
–Sí, yo… gracias.
Sonriendo, Flynn le quitó el perfume de las manos y le devolvió su bolso.
–Vámonos de aquí. Antes de que vuelva a besarte.
Ella dejó que la llevase a la puerta, el roce de su mano quemando a través de la tela de la chaqueta, su aroma mareándola mientras bajaban en el ascensor.
Sin decir una palabra salieron del edificio y entraron en su coche. Danielle intentaba aclarar su cabeza, pero era imposible teniéndolo tan cerca.
Y no fue mejor dentro del Mercedes. Estaba tan cerca que casi se rozaban. Solo tendría que alargar una mano, atraerla hacia él…
Danielle tragó saliva. Si no fuera una cobardía habría saltado del coche, le habría dado las gracias por el regalo y habría vuelto corriendo a su casa. Una noche viendo la televisión sería mejor que… que enfrentarse a aquello que sentía.
–Solo ha sido un beso –dijo él, como si hubiera leído sus pensamientos.
–Lo sé.
–Entonces no me mires así.
–¿Así cómo? –preguntó Danielle.
–Como si fuera a devorarte en cualquier momento.
¿Devorarla? sí, era como un tigre haciendo círculos a su alrededor, dispuesto a saltar sobre ella para hacerle el amor a la primera señal de debilidad.
–Te prometo que solo salto sobre la gente cuando hay luna llena. Y esta noche no hay luna llena.
Lo absurdo del comentario la hizo sonreír.
–Me alegro.
–Relájate, Danielle.
Ella arqueó una elegante ceja.
–Eso es pedir demasiado.
Afortunadamente para ella fueron durante un par de kilómetros por el borde de la costa en un clima más distendido. El asombroso cielo naranja con el sol escondiéndose tras el horizonte la calmó un poco.
Situado en una explanada, el restaurante estaba lleno de gente. El maître saludó a Flynn con reverencia e inmediatamente los llevó a una mesa para dos en una esquina con una vista espectacular del mar ahora de color turquesa.
Pero no podía quedarse mirando el mar toda la noche y, por fin, se volvió.
–Parece que aquí te conocen.
–He venido un par de veces.
¿Con quién?, le habría gustado preguntar.
En ese momento, un hombre alto y atractivo se acercó a ellos.
–¡Flynn, me había parecido que eras tú!
–Hola, Damien –sonrió Flynn, levantándose para darle un abrazo–. ¿Qué haces aquí? Pensé que esta semana estabas en Roma.
–Allí estaba, pero tuve que venir para una reunión en Sídney –contestó Damien–. Hola, soy Damien Trent –dijo después, mirando curioso a Danielle–. Y creo que exhalaré mi último suspiro antes de que mi amigo nos presente.
–Yo soy Danielle Ford.
–Encantado de conocerte –sonrió el joven–. Oye, estoy intentando organizar una partida de póquer para cuando vuelva Brant de su luna de miel.
–No creo que le apetezca jugar al póquer durante un tiempo –rio Flynn.
–No me digas eso. Me moriría si Kia no le deja jugar con nosotros de vez en cuando.
–Sí, seguro que Brant prefiere jugar al póquer con nosotros antes que estar con su mujer.
–Bueno, lo entiendo. Kia es guapísima. Un hombre tendría que estar loco para querer separarse de ella aunque fuera un segundo –Brant miró por encima de su hombro–. Y hablando de dejar sola a una belleza, mi cita me mira con gesto impaciente.
–¿La conozco? –preguntó Flynn.
–No, qué va. Bueno, he de irme. Tenemos entradas para el teatro. Te llamaré la semana que viene para la partida de póquer. Encantado de conocerte, Danielle.
–Lo mismo digo.
Danielle lo observó alejarse hacia una mesa donde lo esperaba una rubia.
–Parece que sois buenos amigos.
–Sí, lo somos.
Y eso fue todo lo que dijo.
Justo entonces el camarero les llevó dos copas, una de agua mineral para ella y un whisky para Flynn.
–Feliz cumpleaños atrasado.
–Gracias –Danielle intentó pensar en algo que decir, algo que no la comprometiera–. Supongo que estabais hablando de Brant Matthews.
Él sonrió, misterioso.
–¿Qué