Este desequilibrio tiene sus raíces en el propio núcleo teórico del romanticismo. Éste construye su estética sobre el modelo de la música, que se convierte en arte de referencia, pero esa concepción no nace de la experiencia de los compositores, de sus problemas, de sus intentos de transformar el lenguaje, etcétera; en general, quienes crean esa nueva concepción no son músicos ni teóricos que tuvieran una relación directa con la música[14]. Quienes piensan la estética romántica son literatos o filósofos no especialmente preocupados por la traducción en notas de sus ideas. A pesar de las diferencias de principio que podían separar las ideas románticas de la estética clásica, fueron obras de estilo clásico las que inspiraron a los teóricos románticos. Cuando Wackenroder, Friedrich Schlegel ó E. T. A. Hoffmann hablan de música, piensan en las obras de Mozart, Haydn o Beethoven[15]. Algo parecido ocurrirá con Schopenhauer, el filósofo que sistematizó la concepción romántica de la música. La pasión de Wagner por sus ideas no fue correspondida. Los dramas wagnerianos no despertaron el menor entusiasmo en el filósofo, cuya fidelidad a Don Giovanni sólo será compartida con sus delirios rossinianos y bellinianos[16].
Quizás el rasgo más llamativo de esta paradoja radica en que entre los músicos más influyentes del romanticismo se encuentren Johannes Kreisler y Joseph Berglinger, entes de ficción que se limitaron a componer músicas imaginarias, un tipo de obras que no suscitaban graves problemas de estructura. Que Berglinger y Kreisler, los dos grandes compositores románticos, fuesen fruto de la imaginación de Wackenroder y Hoffmann respectivamente, no parece casual. Encierra una elocuente parábola del poder de lo fantástico. Por otra parte, la condición de ente de ficción no impidió a Kreisler escribir partituras reales, algunas de las cuales han formado parte del repertorio de los más grandes pianistas de los dos últimos siglos. Ciertamente, para conseguir esa hazaña Kreisler debió contar con la nada despreciable ayuda de Robert Schumann. De forma inversa, el creador literario de aquel músico ficticio es conocido hoy más entre los aficionados a la música como personaje de ficción, el enamoradizo protagonista de una obra de Offenbach que forma parte del repertorio de todo teatro de ópera que se precie, una obra que, desde su título –Los cuentos de Hoffmann–, gira en torno a la narración, y en particular a la relación entre imaginación y realidad.
Las dificultades que plantea caracterizar una música específicamente romántica aparecen sobre todo en relación con la cuestión de la forma. El músico que comulga con la estética romántica y crea obras inspiradas por ella, a la hora de componer tiene que optar entre recurrir a la herencia del clasicismo aprovechando las formas musicales de la tradición, ante todo la forma sonata, o intentar crear formas nuevas, inspiradas en una estética diferente. A lo largo del siglo XIX hay ejemplos de ambas soluciones. En unos casos los compositores del romanticismo escribieron sonatas, cuartetos o sinfonías intentando reorganizar esas viejas formas de acuerdo con la nueva estética. Por otro lado, los músicos llamados románticos crearon nuevas formas derivadas de una estética nueva, cuyo emblema podría ser el poema sinfónico. En estos casos la estructura de la obra derivaría de la intención poética que animaba la pieza, y no de una disposición preestablecida, del tipo de la sonata o el rondó. Pero incluso en el poema sinfónico el músico debía resolver problemas de arquitectura musical, distribución temática, organización armónica, articulación de ritmos, relaciones entre las partes de la pieza, etcétera, para lo cual inevitablemente se vería abocado a soluciones derivadas de las formas clásicas. Las nuevas formas, o bien repiten esquemas tradicionales –variación, rondó, sonata– por muy modificados que se encuentren, o bien se construyen en diálogo con esas formas clásicas. Eso ocurre ante todo con el drama wagneriano y el poema sinfónico, pero también con el tipo de piezas breves para piano, a la manera de Schumann.
El drama musical wagneriano ofrece un ejemplo elocuente de la adaptación de procedimientos formales de la tradición. Der Ring des Nibelungen, una obra cuyos materiales musicales, los Leitmotive, asociados a personajes, sentimientos, símbolos, tienen carácter poético –romántico–, está sometido sin embargo a los procedimientos musicales de una forma clásica transformada. Los recursos que se aplican son básicamente los mismos que se encuentran en el desarrollo de una sonata beethoveniana. Tal como Wagner explicará años más tarde en «Sobre la aplicación de la música al drama», los procedimientos empleados en los Leitmotive consisten en «contraponer, completar, dar nueva forma, separar y asociar»[17]. Según Dahlhaus, la diferencia con un movimiento de sonata radica en que el drama musical carece de exposición y recapitulación, base y telos respectivamente de ese desarrollo[18]. Esto hace posible aprovechar los procedimientos característicos de un desarrollo de sonata sin tener que reducirse a la escala de ésta, aplicándolos a grandes lienzos para dotarlos de cierta unidad.
Tampoco Adorno admite un estilo romántico específico, pero lo interesante en su caso es el modo en que explica su ausencia. La paradoja deriva de que el romanticismo había construido su estética sobre el modelo de la música, lo que hace que en cierta medida cualquier música, por alejada que esté en el tiempo o en sus supuestos de la época y las ideas del romanticismo, debe tener características románticas[19]. Cualquier música poseería aquello que el romanticismo reivindica como su núcleo identificador: «Así el sonido no claramente localizado, que no se deja atrapar, que no se reduce al objeto; esencialmente el que en la música ningún acontecimiento sea meramente él mismo, sino que reciba su sentido de lo no presente, de lo pasado y de lo que viene»[20].
Sobre este razonamiento construirá Adorno su rechazo a las interpretaciones auténticas de la música de Bach[21]. El Bach romántico, habitual en las salas de concierto hasta los años sesenta, no era una simple adherencia de intérpretes poco versados en los misterios musicológicos, sino un hecho derivado de la construcción de la estética moderna. En las obras de Bach –como en toda música– estaba presente el componente romántico que los intérpretes historicistas trataban de purgar, porque de ese componente había surgido el propio romanticismo. La visión de los intérpretes que buscaban lo auténtico era disparatada y, paradójicamente, «antihistórica» en su exceso de historicismo. Estaba asociada a lo que Adorno iba a denominar «resentimiento» en la música, que daría origen a cierto tipo de aficionado: el «oyente resentido». Como se verá en el próximo capítulo, la contraposición entre la interpretación romántica de Bach y la interpretación auténtica, purgada de todo residuo romántico, tenía su reflejo en el conflicto que se planteaba en el ámbito de la nueva música entre lo que representaban respectivamente Schönberg y el neoclasicismo de Stravinsky, cuya música pretendía un tipo de purgación similar a la que sufrían las obras de Bach.
Música como huida del mundo, música como sustancia del mundo: de Wackenroder a Schopenhauer
Los románticos convierten la música, el arte de la organización de los sonidos en el tiempo, en punto de referencia de su estética. Wackenroder consiguió dar expresión canónica a la transfiguración de la música, a su capacidad para paliar la angustia frente al tiempo. En sus textos no está asociada tanto a la imagen del río, como a la precaria felicidad de la insignificante isla en el inconmensurable océano:
El arte del sonido