»Pues bueno, y para fin y remate del camino que traigo y ya me cansa: creo que si tú te animaras y me dieras el regalo de tu compañía en esta casona, el vocear de la tierra me sería más llevadero. No hay cosa mayor con qué tentarte entre estos solitarios despeñaderos, a ti que estás avezado a las pompas y regalos de la corte; pero a todo se hacen los hombres cuando se empeñan en ello, sin contar con que también aquí hay su sol correspondiente; y aunque es cierto que tarda un poco por la mañana en trasponer los picachos que rodean el lugar, una vez arriba alumbra y calienta y regocija el ánimo como el sol más majo de cualquiera parte. Además, tu destierro no podría durar mucho por razones que yo me sé; y por último y finiquito, con salir de él en cuanto no pudieras resistirle, estaba el cuento acabado para ti.
»Ítem más: tengo ciertos planes en el magín, que me dan mucho que hacer. ¿Qué hombre anda sin ellos en mi caso? No tengo herederos forzosos, y no deja de haber en casa algo que echar a perder de mi propia pertenencia; algo que irá a parar Dios sabe adónde, si en mis últimas y postreras no topo al alcance de la vista con un ser que me haga un poco de cosquilleo en las entretelas del corazón.
»Por supuesto, que no trato de encender tu codicia con estas indirectas. ¡A buena parte iría! Pero es bien que todo se estipule y se tenga presente en horas como las que han empezado a correr para mí.
»En fin, hombre, anímate a venir por acá; y si no puedes hacerlo por gusto, hazlo por caridad de Dios.»
Menos lo del «bajón» y sus consecuencias, todo lo que mi tío me contaba en esta carta me lo tenía yo bien sabido; y sabía también, por lo que se deducía fácilmente de su anterior y escasa correspondencia con nosotros y lo poco que me había dicho mi padre, que su hermano Celso era un hombre campechano, de escasas letras y excelente corazón, agudo de magín y un tanto marrullero, como buen montañés, y más cuidadoso del cultivo y prosperidad de sus tierras y ganados, que del fomento de su cariño a la familia que le quedaba; dejadez que a ratos tocaba en una indiferencia que parecía rayana del absoluto olvido. Menos que de mi tío sabía yo de su tierra nativa y de nuestra casa solar, no tanto por culpa de mi poca curiosidad sobre estos particulares, como por obra de una de las flaquezas más salientes de mi padre. Le llamaban más la atención los apellidos que las condiciones personales de «los nuestros»: así es que al preguntarle por la vida y milagros de cualquiera de ellos, en lugar de responder derechamente a la pregunta, se encaramaba en la copa del árbol genealógico de la familia, y gateando de rama en rama hacia abajo, no paraba hasta dar, lo que menos, con la pata del Cid, si es que se conformaba con eso. De sus padres sólo pude sacar en limpio, en las diferentes veces que le pedí noticias sobre ellos, que habían sido el entronque de la casa «única» de los Ruiz de Bejos, de Tablanca, con la de los Gómez de Pomar, la más ilustre de las de Promisiones. Pocos caudales, eso sí, por parte de estos últimos principalmente, es decir, por la de mi abuela paterna, que sólo aportó al matrimonio unas gargantillas y unas arracadas de coral, dos relicarios de plata con una astilla de la Vera-Cruz, y un hueso de Santa Felícitas, respectivamente; tres mudas de ropa blanca, dos mantelerías de hilo casero, una cadena de oro cordobés, el vestido de gala con que se casó, y otro a medio uso para todos los días. Por parte de mi abuelo ya fue cosa muy diferente. Nuestra casa de Tablanca ejercía en todo el valle, por virtud de su condición benéfica amén de ilustre, cierto señorío indiscutible y patriarcal, y era el paradero obligado de todas las personas notables que pasaban por allí, incluso los obispos. Solamente en lo que recordaba mi padre, se habían hospedado dos en ella: el de Santander y el de León. Para estos y otros parecidos menesteres había en arcas y alacenas buena provisión de sábanas y mantelerías superiores, maciza y abundante plata de mesa y hasta dos colchas de damasco y un crucifijo de marfil y ébano. Nada faltaba allí de lo que no debía de faltar en la casa de una familia como la nuestra. Pero de su situación, de su forma, de su amplitud, de sus comodidades, ni una palabra: a lo sumo, que era grande, con solanas, escudo nobiliario y accesorias. Del terreno en que estaba enclavada y sus aledaños, de las condiciones y aspecto del paisaje, de su clima, de sus recursos para la vida algo más que animal, de las costumbres de sus habitadores, era ocioso inquirir cosa alguna por informes de aquel buen señor, que con estar tan pagado de su estirpe y poner en los cuernos de la luna los blasones de su casa y la tierra en que había nacido, sólo una vez y muy de prisa volvió a ella después de haberla abandonado, aunque por imperio de la necesidad, siendo muchacho todavía. Se remontaba a lo más alto de cuanto había oído y leído sobre aquella empingorotada región de la cordillera cantábrica, y era de ver cómo se las había, primeramente, con los celtas, nuestros supuestos progenitores, y se descolgaba enseguida de allí para enzarzarse mano a mano y como quien ventila y justiprecia ordinarios y corrientes asuntos de familia, con aquellas tribus montaraces, con aquel cántabro feroz que pasó los Alpes y luchó con Aníbal contra Roma y derrotó a Escipión en el Tesino. Después hablaba de Augusto y sus legiones, venidos a Cantabria expresamente para someternos al yugo romano; de que tal era nuestro empuje, tal «nuestro» valor y tal «nuestro» apego a la independencia, que el César había necesitado seis años para triunfar en un empeño que le había parecido obra de pocos días; de los horrores de esta guerra bárbara entre inaccesibles peñascales y profundos y sombríos barrancos, donde rugían las aguas tintas en la sangre de «los nuestros» y de los aguerridos legionarios. No faltaba lo de las madres que durante la guerra mataban a sus pequeñuelos para no verlos esclavos de los triunfadores extranjeros, ni lo de la muerte en cruz de tantos mártires entonando himnos de libertad entre maldiciones al conquistador, y con todo esto, un sinnúmero de pormenores sobre el tipo y las costumbres de sus héroes, pormenores que yo hubiera querido sobre la tierra que habitaron, tal y como era en mis días. Lejos de ello, sólo dejaba los cántabros