Así es que, como comprenderéis perfectamente, la aventura que el malvado rey Polidectes había buscado para el pobre muchacho, era peligrosísima. El mismo Perseo, cuando se detuvo a pensar en ello, no pudo menos de comprender que tenía muy pocas probabilidades de salir con bien de ella, y que era mucho más probable convertirse en estatua de piedra que conseguir la cabeza de Medusa con su cabellera de serpientes. Dejando a un lado otras dificultades, había una que hubiese puesto en apuro a cualquier hombre de mucha más edad que Perseo. No sólo tenía que luchar con un monstruo de alas de oro, de escamas de hierro, de larguísimos dientes, de garras de bronce, con serpientes por cabellos, y cortarle la cabeza, sino que mientras estuviese luchando contra él, no podía mirar a su enemigo. Porque si lo miraba, al levantar el brazo para herirle se convertiría en piedra y se quedaría con el brazo en el aire siglos y siglos, hasta que el tiempo y el viento y el agua le destruyesen por completo. Y sería bien triste que le ocurriese esto a un joven a quien tantas cosas grandes quedaban por hacer y tanta felicidad que gozar en este hermoso mundo.
Tanto desconsolaron a Perseo todos estos pensamientos, que no tuvo valor para decir a su madre lo que se había comprometido a hacer. Por consiguiente, cogió su escudo, se ciñó la espada y atravesó la isla, yendo a sentarse a un lugar solitario; apenas podía contener las lágrimas.
Pero cuando estaba más pensativo y triste, oyó una voz junto a él.
—Perseo—dijo la voz—, ¿por qué estás triste?
Levantó la cabeza de entre las manos, en las cuales la había escondido, y ¡oh, asombro!, aunque creía estar completamente solo, encontró a su lado un desconocido. Era un joven de aspecto animoso y extraordinariamente inteligente, cubierto con una capa, y que llevaba en la cabeza un gorro muy extraño y en la mano un bastón trenzado, también de modo sorprendente, y colgada al costado una espada corta y muy retorcida. Tenía aspecto de gran ligereza y soltura de movimientos, como hombre acostumbrado a ejercicios gimnásticos, a correr y a saltar. Y, sobre todo, tenía una expresión tan alegre, tan inteligente y tan servicial—aunque, por supuesto, un poco maliciosa—, que Perseo no pudo menos de animarse inmediatamente que le miró a la cara. Además, como en realidad era valiente, le dió muchísima vergüenza que alguien le hubiese encontrado con las lágrimas en los ojos, como a un chiquillo de la escuela, cuando, después de todo, puede que no hubiera motivo para desesperarse. Enjugóse los ojos, y respondió al desconocido prontamente, poniendo la cara más alegre que pudo.
—No estoy triste—dijo—, sino pensando en una aventura que he emprendido.
—¡Oh!—respondió el desconocido—. Cuéntame en qué consiste, y puede te sirva yo de algo. He ayudado a muchos jóvenes en aventuras que al principio parecían bastante difíciles. Acaso hayas oído hablar de mí. Tengo varios nombres; pero el de Azogue me cae tan bien como otro cualquiera. Dime en qué consiste la dificultad, y hablaremos del asunto y veremos lo que se puede hacer.
Las palabras del desconocido animaron por completo a Perseo. Resolvió contarle a Azogue todas sus dificultades, ya que las cosas no podían ponerse peor que estaban, y acaso su nuevo amigo pudiera darle algún consejo que le sirviese de algo. Así es que en pocas palabras le explicó el caso: cómo el rey Polidectes necesitaba la cabeza de Medusa, con la cabellera de serpientes, para dársela como regalo de boda a la hermosa princesa Hipodamia, y cómo se había comprometido a ir a buscarla, pero temía verse convertido en piedra.
—Y sería lástima—dijo Azogue con su maliciosa sonrisa—. Es verdad que serías una estatua de mármol de muy buen ver, y que pasarían unos cuantos siglos antes de que el tiempo pudiera desmoronarte del todo; pero más vale ser joven unos pocos años, que estatua de piedra muchos.
—¡Oh, mucho más!—exclamó Perseo con los ojos húmedos otra vez—. Y además, ¿qué sería de mi madre, si su hijo tan querido se convirtiese en piedra?
—Esperemos que el asunto no tenga tan mal fin—repuso Azogue en tono animoso—. Precisamente soy la persona que acaso pueda ayudarte más eficazmente. Mi hermana y yo haremos todo lo posible por que salgas con bien de esta aventura, que ahora te parece tan desagradable.
—¿Tu hermana?—repitió Perseo.
—Sí, mi hermana—respondió el desconocido—. Es muy sabia, te lo aseguro; y en cuanto a mí, también suelo tener todo el talento que me hace falta. Si tú eres valeroso y prudente, y haces caso de nuestros consejos, no tienes que temer, por ahora, convertirte en estatua de piedra. Lo primero que has de hacer es pulir el escudo, hasta que puedas verte en él como en un espejo.
Esto le pareció a Perseo un principio de aventura más bien extravagante, porque pensó que más importaría que el escudo fuera lo bastante fuerte para defenderle de las garras de bronce de la Gorgona, que el que estuviese bastante reluciente para poderse ver la cara en él. Pero pensando que Azogue sabía más que él, inmediatamente puso manos a la obra, y frotó el escudo con tal diligencia y buen deseo, que pronto brilló como la luna en el mes de Diciembre. Azogue le miró y sonrió, aprobando. Entonces, quitándose la espada corta y retorcida, se la colgó a Perseo del cinto, en vez de la que llevaba.
—No hay espada en el mundo que pueda servir mejor al propósito que llevas—observó—. La hoja tiene temple excelente, y corta el hierro y el acero como un tallo tierno. Y ahora, en marcha: lo primero que tenemos que hacer es ir en busca de las Tres Mujeres Grises, que nos dirán dónde podemos encontrar a las Ninfas.
—¡Las Tres Mujeres Grises!—exclamó Perseo, a quien esto parecía únicamente una dificultad más en la aventura—. ¿Quiénes son esas Tres Mujeres Grises? Nunca he oído hablar de ellas.
—Son tres viejecitas muy raras—dijo Azogue, riendo—. No tienen más que un ojo para las tres, y un diente. Tendrás que encontrarlas a la luz de las estrellas o en las sombras de la noche, porque nunca se dejan ver cuando brillan el sol o la luna.
—Pero—dijo Perseo—, ¿a qué gastar el tiempo con esas Tres Mujeres Grises? ¿No sería mejor ir desde luego en busca de las terribles Gorgonas?
—No, no—respondió su amigo—. Hay bastantes cosas que hacer antes de encontrar el camino que te ha de llevar a las Gorgonas. No hay más remedio que ir a caza de esas tres señoras. Y cuando las hayamos encontrado, puedes estar seguro de que las Gorgonas no andarán muy lejos. De modo que vamos ligerito.
Perseo tenía ya tanta confianza en la sagacidad de su acompañante, que no hizo más objeciones, y aseguró que estaba pronto para emprender inmediatamente la aventura. Empezaron a andar, y a buen paso. Tan ligero, que a Perseo le costaba trabajo seguir a su amigo Azogue. A decir verdad, se le ocurrió la peregrina idea de que Azogue llevaba un par de zapatos con alas, lo cual, naturalmente, le ayudaba a las mil maravillas. Y, además, al mirarle de reojo, porque no se atrevía a volver del todo la cabeza, le pareció que también tenía alas a los lados de la cabeza, aunque si le miraba de frente no se veían las alas, sino un gorro muy raro. Lo que sí era seguro es que el bastón trenzado le servía a Azogue de grandísima ayuda para caminar, y le hacía andar tan de prisa, que aunque Perseo era muchacho fuerte, ya empezaba a perder el aliento.
—¡Vamos!—exclamó al fin Azogue, que de sobra sabía, vivo como era, el trabajo que a Perseo le costaba seguirle a su paso—; toma este bastoncito, que me parece que lo necesitas bastante más que yo. ¿No hay en la isla de Serifo mejores andarines que tú?
—Mejor podría andar—dijo Perseo, mirando atrevidamente los pies de su compañero—, si tuviese un par de zapatos con alas.
—Buscaremos un par para ti—respondió Azogue.
Pero el bastón ayudaba de tal modo a Perseo, que no volvió a sentir el menor cansancio. Parecía estar vivo en su mano y comunicar algo de su vida