Es la hora de la tarde que más gusta al mentiroso compulsivo. Es la hora de la tarde en que nunca —por nada del mundo— estaría en su casa viendo el televisor. Las calles del pueblo están vacías. Él camina y camina sin detenerse, hasta que ve a un perro tirado a la sombra de un árbol. El perro duerme plácidamente, él se sienta a un lado, prende un cigarro y observa descuidadamente al perro. Una señora de abundantes y colgantes carnes sale de su casa, trae una escoba en las manos. Se aproxima hasta donde están el perro y el mentiroso compulsivo; después de algunos segundos en los que observa la extraña quietud de ambos, dice: “voy a barrer la banqueta, quite al perro”. El mentiroso compulsivo no mira a la vieja, saca un cigarro de la cajetilla (el segundo de la tarde) y se lo lleva a la boca. Antes de prenderlo voltea a ver a la de la escoba en manos y le dice que no puede porque el perro está muerto. Siguen entonces unos segundos en los que la vieja empuña la escoba y contiene una mueca de lástima y el mentiroso compulsivo retiene lo más que puede una bocanada de humo. El sol le exprime una gota de sudor a la vieja, quien con un gesto decisivo dice: “entonces habrá que enterrarlo”, y se mete a su casa para salir, segundos después, con una pala. Se la ha dado al mentiroso compulsivo y éste cava ya un hoyo ante la mirada atenta de la mujer, que dice que irá por unas flores siquiera, y desaparece. Cuando el hoyo parece lo suficientemente profundo para albergar al can, el mentiroso compulsivo se acerca al perro y trata de cargarlo. El perro despierta, se incorpora y huye. Para cuando la señora regresa ya con las flores, el mentiroso compulsivo ha terminado de echar toda la tierra de nuevo en el hoyo. Cuando la señora está barriendo la banqueta y preguntándose por la discreta diligencia del hombre de la bufanda, éste va camino a la plaza. Ya ahí, prende el tercer cigarro de la tarde mientras está sentado en una banca de metal verde. Un anciano de lento caminar hace por sentarse a su lado, pero el mentiroso compulsivo le dice que la pintura está fresca y entonces el anciano sigue de frente, murmurando que cómo es posible que no pinten en otro lado, por qué ahí.
Mientras se consume su cigarro, el mentiroso compulsivo observa el sol ocultarse tras los cerros. Piensa que nunca ha visto un atardecer tan maravilloso como el de hoy, y lo volverá a decir mañana. Un hombre se acerca, carga en una mano una gran canasta con chicharrón de puerco y en la otra una pequeña cubeta con salsa roja. Le ofrece su mercancía al mentiroso compulsivo, quien le da las gracias y le dice que el médico le ha prohibido el puerco y que además es vegetariano. Sin embargo, le dice, hace un rato que venía por la calle principal, escuchó a unos turistas preguntar por algún vendedor de botana y siguen buscando —chicharrón, por ejemplo— para comprarlo todo, pues se lo llevarán a una fiesta que empezará a las nueve de la noche. El mentiroso compulsivo dice que él está invitado a la boda de la hija del presidente municipal que por fin se casa. Quiere seguir, ya encarrerado, el mentiroso compulsivo platicando con el chicharronero, pero a éste ya le anda por vender su mercancía e irse a descansar a su casa; lo cree justo después de caminar todo el día en busca de clientes antojados. Va el hombre en busca de aquéllos que cree que lo buscan. Mientras, el mentiroso compulsivo ha echado ya a andar calle abajo y ahora se dirige a la cantina donde, como todos los días, ya lo esperan. Son siete cuadras las que tiene que caminar. A la mitad del camino se encuentra al cura, a quien saluda y promete que irá a misa de siete.
Son casi las siete cuando el mentiroso compulsivo entra a la cantina. Se sienta a la barra y pide una cerveza, le dice al cantinero que llegó tarde porque tuvo que enterrar a la vaca de su tía que murió por la mañana. El cantinero le guiña un ojo a uno de los parroquianos que juegan dominó en una mesa. El mentiroso compulsivo desea un cigarro y pronto lo tiene, una vez que se lo ha pedido a uno de los cuatro que juegan dominó. Mientras le prenden el cigarro le dicen que si no quiere jugar. El mentiroso compulsivo dice que no a la invitación al tiempo que le da el último sorbo a la cerveza y pide otra. El cantinero comienza una plática con el mentiroso compulsivo. Después de varios minutos la plática se convierte en monólogo. El mentiroso compulsivo dice que ya está harto de las mismas diversiones siempre, que él cuando vivía en el otro pueblo sí que se divertía, pero aquí no, aquí las diversiones no pasan de ir a misa o jugar dominó. Los cuatro parroquianos, mientras juegan, se dan tiempo para ver, aunque sea de reojo, al mentiroso compulsivo. Ya lo conocen, ya saben lo que le deben creer y lo que no, pero nunca lo desmienten. La semana pasada, aquí mismo, les había dicho que vendrían a visitarlo sus hijos que son luchadores rudos en la capital y que darían una exhibición a todo aquel que quisiera ver, por supuesto el único que la vio fue él. Todo era muy aburrido en este pueblo, pero a partir de hoy ya no lo será, le dice el mentiroso compulsivo al cantinero casi en secreto, logrando perfectamente que prospere su atención: ahora los parroquianos que juegan dominó han dejado de murmurar y escuchan atentos. Van a poner un negocio de chicas. Todos saben que el mentiroso compulsivo miente, pero lo oyen con respeto. Sí, hoy mismo empezará a funcionar y van a exhibir a todas las chicas a las ocho de la noche, en la plaza, ahí estarán todas para ser vistas. Hay un joven parroquiano que está bebiendo en un rincón y al que se le han encendido los ojos al escuchar al mentiroso compulsivo. Deja su rincón y se acerca para pedir más detalles del grandioso acontecimiento. El interés del joven es la cuerda que el mentiroso compulsivo necesitaba. Sí, así es hijo, le dice, la diversión será otra a partir de hoy. Yo mismo he traído aquí el negocio sin afán de lucro, sólo para cambiarle el rostro al pueblo que tanto quiero. En cuanto termine este trago iré a la plaza con las chicas y podrás acompañarme si quieres, porque después habrá una gran fiesta. El cantinero mueve la cabeza de un lado a otro mientras les lleva otras cervezas a los que juegan dominó; uno de ellos le guiña un ojo al cantinero. El mentiroso compulsivo se levanta, deja un billete en la barra y apura al muchacho. Anda, que las chicas no esperan todo el tiempo que quieras. Toma, el mentiroso compulsivo, una bufanda que no era la suya. Del mismo perchero cuelgan varios sombreros. El joven parroquiano entra al baño. Mientras, el mentiroso compulsivo, voltea para con los parroquianos y les dice que es su última oportunidad de salir de ese marasmo, que se unan, que vengan todos. Lo miran atentos, pero no le responden. Apenas sale de la cantina el mentiroso compulsivo junto con el muchacho, uno de los parroquianos, mientras suda copiosamente, pone en la mesa la mula de cincos. El juego se ha cerrado. Todos se miran, hasta que el pesado silencio es roto por uno de los parroquianos, el que siempre ha dado muestras de ser el más sensato, y grita: “Qué diablos, vamos con esas chicas”. Ya salen de la cantina los cuatro, seguidos del cantinero que mientras baja la cortina del negocio y pone el último candado le explica a otro grupo de clientes por qué cierra y a dónde van. Hay, en los ojos del cantinero, un brillo y una alegría que podrían percibirse a varios metros de distancia. Tardan un poco en alcanzar al mentiroso compulsivo y al muchacho. Van todos cantando y bromeando alegremente, caminando por las calles del pueblo mientras la luna, que ha salido ya, ilumina con más fuerza que los viejos faroles. Los últimos en unirse al grupo, rumbo a la plaza, son el cura, una vieja de abundantes carnes y un perro que debía estar muerto.
La Lucha
“Basta vieja marrana, deja de atormentarme con tus estúpidas quejas. Diario lo mismo. Para ya, ¡betabel!”, gritaba el viejo sentado en la pequeña mesa de madera gastada, empuñando, al tiempo que hacía sus reclamos, un cuchillo que utilizaba para mondar una manzana. La vieja, que ahora estaba cerca