No sabemos en qué habria venido á parar Manuel, ni si efectivamente hubiera acabado por cubrirse todo de vello y andar en cuatro piés como las bestias feroces, segun vaticinaba el ama del Cura, á no haber logrado ésta convencer á D. Trinidad de que el presunto Nabucodonosor estaba más enamorado que nunca de la hija del usurero; de que tal era la causa de la desastrada vida que hacía, y de que aquel indomable y contrariado cariño daria muy pronto al traste con el poco juicio que le quedaba al infeliz, en cuyo caso, ¡ya podian echarse á temblar D. Elías, su esposa, su hija y todos los nacidos que se le pusieran por delante!
Penetrado que estuvo D. Trinidad de estas razones, púsose á discurrir la manera de conciliar con los eternos principios de la moral y de la justicia el cariño de Manuel á Soledad, que tan execrable le pareciera tres años ántes; y, despues de largas cavilaciones é insomnios, y de muchas conferencias con su dicha ama, con una hermana muy discreta que el ama tenía y con la propia mujer del usurero (la cual solia avistarse con el bondadoso padre de almas, cuando Manuel estaba en la Sierra), hizo al fin su composicion de lugar, en forma de sermon de Domingo de Cuasimodo, cuyas ideas capitales fueron las siguientes:
1.ª Que D. Elías Perez y Sanchez, álias Caifás, aunque avariento y cruel por naturaleza, obró siempre dentro de la Ley escrita en sus negocios con D. Rodrigo Venegas y Carrillo de Albornoz, sin compelerlo ni excitarlo nunca á que le pidiese dinero prestado, ni exigirle despues otros réditos ó ganancias que los estipulados solemnemente por ambas partes.
2.ª Que el haber costeado, exclusivamente á sus expensas, una partida armada contra los franceses, constituyó desde luégo la mejor gloria de D. Rodrigo Venegas, tanto más de agradecer y de estimar, cuanto mayores perjuicios le hubiera causado; de modo y forma que si D. Elías Perez hubiese accedido á perdonarle alguna parte de su adeudo, como solicitaron indiscretísimos mediadores, habria aminorado con tal indulto la importancia del patriótico servicio del buen caballero, rebajando en igual proporcion el lustre de su nombre en las páginas inmortales de la Historia.
3.ª Que no fué el prestamista quien puso fuego á su propia casa, sino precisamente sus apurados deudores, entre los cuales figuraba en primera línea D. Rodrigo Venegas; y que si éste murió por salvar sus vales y entregarlos á su acreedor, tambien se libró con ello de la ignominiosa imputacion de incendiario y petardista que seguia pesando sobre los demas, y alcanzó de camino una nueva gloria, cuyo mérito consistia cabalmente en que aquella valerosa accion pareció tan desinteresada como espontánea; nobilísimo carácter que hubiera perdido desde el momento en que, por premio de ella, D. Elías Perez y Sanchez hubiera hecho alguna donacion ó rebaja á D. Rodrigo Venegas ó al pobre huérfano; pues entónces el acto heroico se habria convertido, á los ojos de los maldicientes, en una audaz especulacion, en un servicio pagado, en un atrevido medio de ahorrarse dinero ó de procurárselo á su hijo...;—cosas todas que hubiera rechazado enérgicamente el hijodalgo desde este mundo ó desde el otro.
4.ª y última. Que, por consecuencia de estas premisas, y bien examinado todo lo definido en la materia por el Concilio de Trento, podia decidirse, para evitar mayores males, y supuesta la conformidad de los interesados, que no habia imposibilidad moral ni impedimento canónico para que la hija de D. Elías Perez y Sanchez llegase á ser amiga, y hasta mujer, si las cosas iban á mayores, del hijo de D. Rodrigo Venegas y Carrillo de Albornoz, dijese lo que quisiera el novelero y desalmado público, siempre ganoso de ajenos compromisos y desastres en que desempeñar grátis el cómodo oficio de espectador ó de plañidero.
Satisfecho D. Trinidad de su discurso, que puede decirse fué el que más trabajo le costó hilvanar en toda su vida, llamó á Capítulo al atribulado huérfano, precisamente el dia que cumplió éste diez y seis años; y, prévia una larga oracion en que se encomendó á la Vírgen y á San Antonio de Padua, le fué exponiendo todas aquellas razones, en términos muy claros, aunque no muy precisos, acabando por abrazarle y llorar, que era su argumento-aquíles en los grandes apuros.
Finalmente, despues del sermon que llamaremos oficial, el buen padre Cura se levantó del sillon de baqueta que le habia servido de cátedra, y, descendiendo al estilo llano y pedestre, por si el jóven se habia quedado en ayunas, díjole á manera de corolario casero:
—Conque ya ves, alma de cántaro, que nada se opone á que te salgas con la tuya y seas amigo de Soledad y de su familia, ni tampoco á que, dentro de algunos años, cuando tengais edad de pensar en tales barrabasadas, llegueis á ser marido y mujer, suponiendo que esa muñeca siga queriéndote tanto como te quiere ahora..., segun acaba de decirme su madre...—¿Por qué pones esos ojos tan espantados? ¿Crees tú que yo me duermo en las pajas cuando se trata de tus menores caprichos?—Pues ¡sí! La señá María Josefa, que es una excelente mujer en medio de todo, sospecha que su hija te quiere, y se alegraria en el alma de que las historias de D. Elías con tu padre se transigieran, andando el tiempo, por medio de una bendicion... que yo os echaria con mucho gusto.—Y es que la pobre, como no ha inventado la pólvora, entra á veces en escrúpulos de si el 25 por 100 sería demasiada gabela, y de si eso que llaman el interes compuesto puede admitirse entre personas cristianas...—En fin, ¡majaderías! ¡cuestiones de ochavos, que nada tienen que ver con Dios ni con la felicidad de nuestra alma en este mundo ni en el otro, y que á tu buen padre no le importaron nunca un comino!—Por consiguiente, ¡á ser bueno, á engordar, á vestirse como las personas regulares, y á no hacer más tonterías!—Ahí te tiene preparada Polonia una ropa nueva, no del todo mala, para que celebres hoy tu décimosexto natalicio...—¡Ya eres un hombre!—En cuanto á D. Elías, aunque andará muy reacio (pues es muy duro de mollera, y tu padre y tú habeis sido causa eficiente de que lo miren con tan malos ojos en el pueblo y de que el hombre tenga que vivir entre cuatro paredes como un leproso; habiendo tú hecho muy mal—y ya te lo previne, pues era una falta de respeto,—en ir á sentarte todas las tardes enfrente de sus balcones,—cosa que, segun me ha dicho la señá María Josefa, lo ponia fuera de sí, y con muchísima razon...); en cuanto á D. Elías Perez, digo, ya lo amansaremos entre todos cuando tengas veinte ó veinticinco años.—¡Todavía eres un niño!—Lo principal es que le sigas gustando á esa mocosa; pues ella hará que su padre le diga amén á todo, segun costumbre...—¡Es mujer y basta!—¡Dios nos libre!—Conque anda, y lávate, y ponte la ropa nueva, no dejando de venir luégo á que yo te vea hecho un brazo de mar...—Polonia te ayudará á peinarte esas greñas de oso.—¡Bendito sea Dios, y qué trabajo cuesta criar un hombre!
Imaginémonos la emocion que causaria á Manuel este remate de discurso.—¡Soledad le amaba! ¡La madre protegia aquel cariño y soñaba con llegar algun dia á casarlos! ¡El señor Cura, el hombre más honrado de la tierra, no hallaba nada censurable en aquel casamiento! ¡Habia, en fin, un traje nuevo que ponerse y con que poder ir enseguida á la Plaza de los Venegas á tratar de ver á Soledad, despues de tan larga separacion!... ¡Á Soledad, que ya tendria más de catorce años; que ya sería casi una mujer, y que habia hallado hermoso al niño, cuando de seguro no lo era tanto como el adolescente!
Así debieron de discurrir el egoismo y la vanidad de Manuel, en contestacion al corolario de D. Trinidad, y áun estamos por decir que estas lisonjeras consideraciones, más que los razonamientos morales del cuerpo del sermon, convencerian al hijo de D. Rodrigo de que se habia estado mortificando sin causa alguna, de que podia dar por terminadas todas sus penas, y de que ya no tenía que hacer otra cosa que ponerse inmediatamente el traje nuevo y emprender una campaña pacífica en demanda de la mano de la Soledad... para cinco años despues, ¡ó para mucho ántes, si posible fuese!
Las once de la mañana iban á dar cuando el jóven salió del despacho de su protector, y no eran todavía las once y media cuando ya estaba hecho un ascua de oro, en la silenciosa plaza de su mismo apellido; pero no sentado esta vez en el fatídico poyo que tantas amarguras le recordaba, sino paseándose humildemente á la puerta del Colegio de Niñas, en la esperanza de que Soledad siguiese yendo todavía á él, y contando por milésimas los instantes que faltaban para las doce.
Segun acababa de advertir al imberbe amante su disculpable presuncion, aquella hermosura que tan famoso lo hiciera de niño, habíase aumentado extraordinariamente en la crísis de la pubertad.