–Sí; pero en ese caso no se continúa en el servicio, no…
–Te ruego que no te metas en eso y nada más.
El rostro de Alexey Vronsky palideció y su saliente mandíbula comenzó a temblar, lo que le sucedía raras veces. Hombre de corazón, se enfadaba en pocas ocasiones; pero cuando se enojaba y comenzaba a temblarle la barbilla, era peligroso.
Alejandro Vronsky, que lo sabía, sonrió con jovialidad.
–Lo principal era que quería llevarte la carta de mamá. Contéstala y no te preocupes de nada antes de la carrera. Bonne chance! –añadió, sonriendo.
Y se separó.
En seguida un nuevo saludo amistoso detuvo a Vronsky.
–¿Ya no conoces a los amigos? Buenos días, mon cher –dijo Esteban Arkadievich, quien entre la esplendidez petersburguesa brillaba no menos que en Moscú con su semblante encendido y sus patillas lustrosas y bien cuidadas–. He llegado ayer y me encantará asistir a tu triunfo. ¿Cuándo nos vemos?
–Podemos comer juntos mañana –repuso Vronsky, y apretándole el brazo por encima de la manga del abrigo, mientras se excusaba, se dirigió al centro del hipódromo, adonde llevaban ya los caballos para la gran carrera de obstáculos.
Los caballos, cansados y sudorosos, que habían corrido ya, regresaban a sus cuadras conducidos por los palafreneros, y uno tras otro iban apareciendo los que iban a correr ahora. Eran caballos ingleses en su mayoría, embutidos en sus gualdrapas que les asemejaban a enormes y extraños pajarracos. La esbelta y bella «Fru–Fru» estaba a la derecha y, como en el establo, golpeaba sin cesar el suelo con sus largos y elegantes remos.
No lejos de ella quitaban su gualdrapa a «Gladiador». Las recias, bellas y armoniosas formas del caballo, su magnífica grupa y sus cortos remos llamaron involuntariamente la atención de Vronsky.
Fue a acercarse a su caballo, pero una vez más le entretuvo un conocido.
–Por allí anda Karenin buscando a su mujer –dijo el conocido–. Ella está en el centro de la tribuna. ¿La ha visto?
–No, no la he visto –contestó Vronsky.
Y, sin volverse siquiera hacia la tribuna donde le decían que estaba la Karenina, se dirigió hacia su caballo.
Apenas tuvo Vronsky tiempo de mirar la silla, sobre la cual tenía que dar algunas indicaciones, cuando llamaron a los corredores a la tribuna para darles números a instrucciones sobre la carrera.
Diecisiete oficiales, con los rostros serios y reconcentrados y algunos bastante pálidos, se reunieron junto a la tribuna y recibieron los números.
A Vronsky le correspondió el siete.
Sonó la orden:
–¡A caballo!
Notando que, entre los demás corredores, era el centro en que convergían todas las miradas, Vronsky se acercó a su caballo, sintiéndose algo violento, a pesar de su serenidad habitual.
En honor a la solemnidad de la carrera, Kord había vestido su traje de gala: levita negra abrochada hasta arriba, cuello duro, muy almidonado, que sostenía sus mejillas en alto, sombrero negro y botas de montar.
Tranquilo y con aires de importancia, como siempre, estaba ante el caballo, al que sostenía por las riendas. «Fru–Fru» seguía temblando como si tuviera fiebre. Su ojo lleno de fuego miraba de soslayo a Vronsky, que se acercaba.
Vronsky introdujo el dedo bajo la cincha y la yegua torció el ojo más aún y bajó una oreja.
El inglés hizo una mueca con los labios, queriendo insinuar una sonrisa ante la idea de que pudiese dudarse de su pericia en el arte de ensillar.
–Monte; así no estará usted tan agitado.
Vronsky dirigió la vista hacia atrás, para ver por última vez a sus competidores, pues sabía que no podría ya verles durante toda la carrera.
Dos de ellos estaban ya en el lugar de partida. Galzin, amigo de Vronsky y uno de los antagonistas peligrosos, giraba en torno a su potro bayo, que no se dejaba montar.
Un menudo húsar de la Guardia, con estrechos calzones de montar, trotaba muy encorvado sobre la grupa del caballo queriendo imitar a los ingleses. El príncipe Kuzovlev cabalgaba, muy pálido, su yegua de pura sangre, de la yeguada de Grabovsky, que un inglés llevaba por la brida.
Vronsky y todos sus amigos conocían a Kuzovlev su «debilidad nerviosa» y el terrible amor propio que le caracterizaba.
Sabían que Kuzovlev tenía miedo de todo: miedo incluso de montar un caballo militar corriente. Pero ahora, precisamente porque existía peligro, porque podía uno romperse la cabeza y porque junto a cada obstáculo había médicos, enfermeras y un furgón con una cruz pintada, había resuelto correr.
Las miradas de los dos se encontraron, y Vronsky le guiñó el ojo amistosamente y con aire de aprobación.
Pero en realidad no veía más que a un hombre, su antagonista más terrible: Majotin sobre «Gladiador».
–No se precipite –dijo Kord a Vronsky– ni se acuerde de usted mismo. No contenga a la yegua ante los obstáculos, no la fuerce; déjela obrar como quiera.
–Bien, bien –dijo Vronsky, empuñando las riendas.
–A ser posible, póngase a la cabeza de los corredores, pero si no lo logra, no pierda la esperanza hasta el último momento, aunque quede muy rezagado.
Antes de que el caballo se moviera, Vronsky, con un movimiento ágil y vigoroso, puso el pie en el cincelado estribo de acero y asentó, con fume ligereza, su cuerpo recio en la crujiente silla de cuero.
Su pie derecho buscó el estribo con un movimiento maquinal y acomodó las dobles bridas entre los dedos.
Kord apartó las manos.
Como vacilando sobre el pie con que debía pisar antes, «Fru–Fru» estiró el largo cuello, dejando tensas las riendas y se movió como sobre resortes, meciendo al jinete sobre su lomo flexible.
Kord les seguía apresurando el paso. El caballo, nervioso, como queriendo desconcertar al jinete, tiraba de las riendas, ora de un lado, ora de otro, y Vronsky trataba en vano de calmarle con la mano y con las palabras.
Se acercaban ya al riachuelo protegido por una barrera donde estaba el lugar de partida.
Muchos de los jinetes iban delante, otros muchos detrás. De improviso, Vronsky sintió tras sí, en el barro del camino, el pisar de un caballo, y Majotin le adelantó sobre su patiblanco «Gladiador» de grandes orejas.
Majotin sonrió mostrando sus grandes dientes, pero Vronsky le miró con seriedad. En general, no sentía ningún aprecio por él. Pero ahora le irritaba, además, el considerarle el más peligroso de los concursantes y el que le hubiese pasado delante.
Excitó a «Fru–Fru», la cual levantó la pata izquierda para trotar y dio dos corvetas. Luego, furiosa contra aquellas bridas tenazmente tensas, trotó con sacudidas que hacían tambalearse en la silla al jinete.
Kord arrugó el entrecejo y echó a correr a grandes zancadas para alcanzar a Vronsky.
Capítulo 25
Eran en total diecisiete los oficiales que intervenían en la carrera de obstáculos, la cual se celebraba sobre una enorme elipse de cuatro verstas de longitud.
En aquella elipse había nueve obstáculos: un arroyo, una valla de dos arquinas de alto ante la tribuna, una zanja seca, otra con agua, un montículo de elevada pendiente y un obstáculo de doble salto, consistente en na valla cubierta de ramaje seco tras la cual había una zanja, invisible para el caballo, que debía saltar, valla y zanja de una vez, so pena de matarse. Aquél era el obstáculo más peligroso.
Había dos zanjas más, una con agua y otra sin ella. La meta estaba ante la tribuna.
La