El conductor se puso un silbato en los labios y saltó del tren. Luego comenzaron a apearse los pasajeros: un oficial de la guardia, muy estirado, que miraba con altanería en torno suyo; un joven comerciante, muy ágil, que llevaba un saco de viaje y sonreía alegremente; un aldeano con un fardo al hombro…
Vronsky, al lado de su amigo, contemplando a los viajeros que salían, se olvidó de su madre por completo. Lo que acaba de saber de Kitty le emocionó y alegró. Se irguió sin darse cuenta; sus ojos brillaban. Se sentía victorioso.
–La princesa Vronskaya va en aquel departamento –dijo el conductor, acercándose a él.
Aquellas palabras le despertaron de sus pensamientos, haciéndole recordar a su madre y su próxima entrevista.
En realidad, en el fondo no respetaba a su madre; ni siquiera la quería, aunque de acuerdo con las ideas del ambiente en que se movía, no podía tratarla sino de un modo en sumo grado respetuoso y obediente, tanto más respetuoso y obediente cuanto menos la respetaba y la quería.
Capítulo 18
Vronsky siguió al conductor, subió a un vagón y se paró a la entrada del departamento para dejar salir a una señora.
Una sola mirada bastó a Vronsky para comprender, con su experiencia de hombre de mundo, que aquella señora pertenecía a la alta sociedad.
Pidiéndole permiso, fue a entrar en el departamento, pero sintió la necesidad de volverse a mirarla, no sólo porque era muy bella, no sólo por la elegancia y la gracia sencillas que emanaban de su figura, sino por la expresión infinitamente suave y acariciadora que apreció en su rostro al pasar ante él.
Cuando Vronsky se volvió, ella volvió también la cabeza. Sus brillantes ojos pardos, sombreados por espesas pestañas, se detuvieron en él con amistosa atención, como si le reconocieran, y luego se desviaron, mirando a la multitud, como buscando a alguien. En aquella breve mirada, Vronsky tuvo tiempo de observar la reprimida vivacidad que iluminaba el rostro y los ojos de aquella mujer y la casi imperceptible sonrisa que se dibujaba en sus labios de carmín. Se diría que toda ella rebosada de algo contenido, que se traslucía, a su pesar, ora en el brillo de su mirada, ora en su sonrisa.
Vronsky entró al fin en el departamento. Su madre, una anciana muy enjuta, de negros ojos, peinada con rizos menudos, frunció levemente las cejas al ver a su hijo y sonrió con sus delgados labios. Se levantó del asiento, entregó a la doncella su saquito de viaje, apretó la mano de su hijo y, cogiéndole el rostro entre las suyas, le besó en la frente.
–¿Has recibido mi telegrama? ¿Cómo estás? ¿Bien? Me alegro mucho…
–¿Ha tenido buen viaje? –preguntó él, sentándose a su lado y aplicando involuntariamente el oído a la voz femenina que sonaba tras la puerta. Adivinaba que era la de la mujer que había visto entrar.
–No puedo estar de acuerdo… –decía la voz de la dama.
–Es un punto de vista muy petersburgués, señora…
–Nada de petersburgués; simplemente femenino.
–Bien: permítame besarle la mano.
–Adiós, Ivan Petrovich. Mire a ver si anda por ahí mi hermano y hágale venir.
Y la señora volvió al departamento.
–¿Ha hallado usted a su hermano? –preguntó la Vronskaya.
En aquel momento, Vronsky recordó que aquella señora era la Karenina.
–Su hermano está ahí fuera –dijo, levantándose–. Perdone, pero no la había reconocido. Además, nuestro encuentro fue tan breve que seguramente no me recuerda –añadió, saludando.
–Sí le recuerdo –dijo ella–. Durante el camino hemos hablado mucho de usted su madre y yo. ¡Y mi hermano sin venir! –exclamó, dejando al fin manifestarse en una sonrisa la animación que la colmaba.
–Llámale, Alecha –dijo la anciana condesa.
Vronsky, saltando a la plataforma, gritó:
–¡Oblonsky: ven!
La Karenina no esperó a su hermano y, apenas le vio, salió del coche con paso decidido y ligero. Al acercársele, con un ademán que sorprendió a Vronsky por su gracia y firmeza, le enlazó con el brazo izquierdo y, atrayéndole hacia sí, le besó. Vronsky la miraba sin quitarle ojo y sin saber él mismo por qué sonreía. Luego, recordando que su madre le esperaba, volvió al departamento.
–¿Verdad que es muy agradable? –dijo la Condesa refiriéndose a la Karenina–. Su marido la instaló conmigo y me alegré, porque hemos venido hablando todo el viaje. Me ha dicho que tú… vous filez le parfait amour. Tant mieux, mon cher, tant mieux …
–No comprendo a qué se refiere, mamá… ¿Vamos?
La Karenina entró de nuevo para despedirse de la Condesa.
–Vaya –dijo alegremente–: ya ha encontrado usted a su hijo y yo a mi hermano. Me alegro, porque yo había agotado todo mi repertorio de historias y no tenía ya nada que contar..
–Habría hecho un viaje alrededor del mundo con usted sin aburrirme –dijo la Condesa, tomándole la mano–. Es usted una mujer tan simpática que resulta igualmente agradable hablarle que oírla. Y no piense usted tanto en su hijo. No es posible vivir sin separarse alguna vez.
La Karenina estaba en pie, muy erguida, y sus ojos sonreían.
–Ana Arkadievna –explicó la Vronskaya– tiene un hijo de ocho años, del que no se separa nunca, y ahora…
–Sí: la Condesa y yo hemos hablado mucho, cada una de nuestro hijo –repuso la Karenina.
Y otra vez la sonrisa, esta vez dirigida a Vronsky, iluminó su semblante.
–Seguramente la habré aburrido mucho –dijo él, cogiendo al vuelo la pelota de coquetería que ella le lanzara.
Pero la Karenina no quiso continuar la conversación en aquel tono y, dirigiéndose a la anciana Condesa, le dijo:
–Gracias por todo. El día de ayer se me pasó sin darme cuenta. Hasta la vista, Condesa.
–Adiós, querida amiga –respondió la Vronskaya–. Permítame besar su lindo rostro. Le digo, con toda la franqueza de una vieja, que en este corto tiempo le he tomado afecto.
La Karenina pareció creer y apreciar aquella frase, sin duda por su naturalidad. Se ruborizó e, inclinándose ligeramente, presentó el rostro a los labios de la Condesa. En seguida se irguió y, siempre con aquella sonrisa juguetona en ojos y labios, dio la mano a Vronsky.
Él oprimió aquella manecita y se alegró como de algo muy importante del enérgico apretón con que ella le correspondió.
La Karenina salió con paso ligero, lo que no dejaba de sorprender por ser algo metida en carnes.
–Es muy simpática –dijo la anciana.
Su hijo pensaba lo mismo. La siguió con los ojos hasta que su figura graciosa se perdió de vista y sólo entonces la sonrisa desapareció de sus labios. Por la ventanilla vio cómo Ana se acercaba a su hermano, ponía su brazo bajo el de él y comenzaba a hablarle animadamente, sin duda de algo que no tenía relación alguna con Vronsky. Y el joven se sintió disgustado.
–¿Sigue usted bien de salud, mamá? –dijo dirigiéndose a su madre.
–Muy bien, muy bien. Alejandro ha estado muy amable. María se ha puesto muy guapa otra vez. Es muy interesante
Y comenzó a hablarle del bautizo de su nieto, para asistir al cual había ido expresamente a San Petersburgo, refiriéndose a la especial bondad que el Emperador manifestara hacia su hijo mayor.
–Ahí