–No marchan bien las cosas… Pero no quiero hablar de mí, y además no todo se puede explicar –dijo Esteban Arkadievich–. Cambia los platos –dijo al camarero. Y prosiguió–: Ea, ¿a qué has venido a Moscú?
–¿No lo adivinas? –contestó Levin, mirando fijamente a su amigo, sin apartar de él un instante sus ojos profundos.
–Lo adivino, pero no soy el llamado a iniciar la conversación sobre ello… Juzga por mis palabras si lo adivino o no –dijo Esteban Arkadievich con leve sonrisa.
–Y entonces, ¿qué me dices? –preguntó Levin con voz trémula, sintiendo que todos los músculos de su rostro se estremecían–. ¿Qué te parece el asunto?
Oblonsky vació lentamente su copa de Chablis sin quitar los ojos de Levin.
–Por mi parte –dijo– no desearía otra cosa. Creo que es lo mejor que podría suceder.
–¿No te equivocas? ¿Sabes a lo que te refieres? –repuso su amigo, clavando los ojos en él–. ¿Lo crees posible?
–Lo creo. ¿Por qué no?
–¿Supones sinceramente que es posible? Dime todo lo que piensas. ¿No me espera una negativa? Casi estoy seguro…
–¿Por qué piensas así? –dijo Esteban Arkadievich, observando la emoción de Levin.
–A veces lo creo, y esto fuera terrible para mí y para ella.
–No creo que para ella haya nada terrible en esto. Toda muchacha se enorgullece cuando piden su mano.
–Todas sí; pero ella no es como todas.
Esteban Arkadievich sonrió. Conocía los sentimientos de su amigo y sabía que para él todas las jóvenes del mundo estaban divididas en dos clases: una compuesta por la generalidad de las mujeres, sujetas a todas las flaquezas, y otra compuesta sólo por «ella» , que no tenía defecto alguno y estaba muy por encima del género humano.
–¿Qué haces? ¡Toma un poco de salsa! –dijo, deteniendo la mano de Levin, que separaba la fuente.
Levin, obediente, se sirvió salsa; pero impedía, con sus preguntas, que Esteban Arkadievich comiera tranquilo.
–Espera, espera –dijo–. Comprende que esto para mí es cuestión de vida o muerte. A nadie he hablado de ello. Con nadie puedo hablar, excepto contigo. Aunque seamos diferentes en todo, sé que me aprecias y yo te aprecio mucho también. Pero, ¡por Dios!, sé sincero conmigo.
–Yo te digo lo que pienso –respondió Oblonsky con una sonrisa–. Te diré más aún: mi esposa, que es una mujer extraordinaria… Suspiró, recordando el estado de sus relaciones con ella y, tras un breve silencio, continuó:–Tiene el don de prever los sucesos. Adivina el carácter de la gente y profetiza los acontecimientos… sobre todo si se trata de matrimonios… Por ejemplo: predijo que la Schajovskaya se casaría con Brenteln.
Nadie quería creerlo. Pero resultó. Pues bien: está de tu parte.
–¿Es decir, que… ?
–Que no sólo simpatiza contigo, sino que asegura que Kitty será indudablemente tu esposa.
Al oír aquellas palabras, el rostro de Levin se iluminó con una de esas sonrisas tras de las que parecen próximas a brotar lágrimas de ternura.
–¡Conque dice eso! –exclamó–. Siempre he opinado que tu esposa era una mujer admirable. Bien; basta.
No hablemos más de eso –añadió, levantándose.
–Bueno, pero siéntate.
Levin no podía sentarse. Dio un par de vueltas con sus firmes pasos por la pequeña habitación, pestañeando con fuerza para dominar sus lágrimas, y sólo entonces volvió a instalarse en su silla.
–Comprende –dijo– que esto no es un amor vulgar. Yo he estado enamorado, pero no como ahora. No es ya un sentimiento, sino una fuerza superior a mí que me lleva a Kitty. Me fui de Moscú porque pensé que eso no podría ser, como no puede ser que exista felicidad en la tierra. Luego he luchado conmigo mismo y he comprendido que sin ella la vida me será imposible. Es preciso que tome una decisión.
–¿Por qué te fuiste?
–¡Ah, espera, espera! ¡Se me ocurren tantas cosas para preguntarte! No sabes el efecto que me han causado tus palabras. La felicidad me ha convertido casi en un ser indigno. Hoy me he enterado de que mi hermano Nicolás está aquí, ¡y hasta de él me había olvidado, como si creyera que también él era feliz! ¡Es una especie de locura! Pero hay una cosa terrible. A ti puedo decírtela, eres casado y conoces estos sentimientos… Lo terrible es que nosotros, hombres ya viejos y con un pasado… y no un pasado de amor, sino de pecado… nos acercamos a un ser puro, a un ser inocente. ¡No me digas que no es repugnante! Por eso uno no puede dejar de sentirse indigno.
–Y no obstante a ti de pocos pecados puede culpársete.
–Y sin embargo, cuando considero mi vida, siento asco, me estremezco y me maldigo y me quejo amargamente… Sí.
–Pero ¡qué quieres! El mundo es así –dijo Esteban Arkadievich.
–Sólo un consuelo nos queda, y es el de aquella oración tan bella de que siempre me acuerdo: «Perdónanos, Señor, no según nuestros merecimientos, sino según tu misericordia». Sólo así me puede perdonan.
Capítulo 11
Levin bebió el vino de su copa. Ambos callaron.
–Tengo algo más que decirte –indicó, al fin, Esteban Arkadievich–. ¿Conoces a Vronsky?
–No. ¿Por qué?
–Trae otra botella –dijo Oblonsky al tártaro, que acudía siempre para llenar las copas en el momento en que más podía estorbar. Y añadió:
–Porque es uno de tus rivales.
–¿Quien es ese Vronsky? –preguntó Levin.
Y el entusiasmo infantil que inundaba su rostro cedió el lugar a una expresión aviesa y desagradable.
–Es hijo del conde Cirilo Ivanovich Vronsky y uno de los más bellos representantes de la juventud dorada de San Petersburgo. Le conocí en Tver cuando serví allí. Él iba a la oficina para asuntos de reclutamiento. Es apuesto, inmensamente rico, tiene muy buenas relaciones y es edecán de Estado Mayor y, además, se trata de un muchacho muy bueno y muy simpático. Luego le he tratado aquí y resulta que es hasta inteligente e instruido. ¡Un joven que promete mucho!
Levin, frunciendo las cejas, guardó silencio.
–Llegó poco después de irte tú y se ve que está enamorado de Kitty hasta la locura. Y, ¿comprendes?, la madre…
–Perdona, pero no comprendo nada –dijo Levin, malhumorado.
Y, acordándose de su hermano, pensó en lo mal que estaba portándose con él.
–Calma, hombre, calma –dijo Esteban Arkadievich, sonriendo y dándole un golpecito en la mano–. Te he dicho lo que sé. Pero creo que en un caso tan delicado como éste, la ventaja está a tu favor.
Levin, muy pálido, se recostó en la silla.
–Yo te aconsejaría terminar el asunto lo antes posible –dijo Oblonsky, llenando la copa de Levin.
––Gracias; no puedo beber más –repuso Levin, separando su copa–. Me emborracharía. Bueno, ¿y cómo van tus cosas?– continuó, tratando de cambiar de conversación.
–Espera; otra palabra –insistió Esteban Arkadievich–. Arregla el asunto lo antes posible; pero no hoy. Vete mañana por la mañana, haz una petición de mano en toda regla y que Dios te ayude.
–Recuerdo que querías siempre cazar en mis tierras –dijo Levin–. ¿Por qué no vienes esta primavera?
Ahora lamentaba profundamente haber iniciado aquella conversación con Oblonsky, pues se sentía igualmente herido en sus más íntimos