Este reparto tendría lugar en el 411 e ignora el destino de la provincia Tarraconense. Por Sozomeno sabemos que Geroncio mandó a Máximo residir en Tarragona[96], capital de la Tarraconese, la provincia que mejor amparaba sus intereses inmediatos en la Galia. Constante había instalado su corte en Zaragoza[97] y las razones eran las mismas; en este caso incluso podía tener una ventaja estratégica para el control de la Hispania occidental. Muy pronto las fuerzas de Honorio se reorganizaron y acabaron con la resistencia de Constantino III en Arles, mientras que Geroncio ya había acabado en Vienne con su hijo Constante, que para estas fechas había sido nombrado augustus. De hecho, Máximo había sido elegido para que ocupase el puesto de augustus de Constante. Sin embargo, la situación de Geroncio era precaria, sus tropas desertaron y se vio obligado a huir a Hispania donde tampoco contaba ya con la fidelidad de sus hombres; asediado por éstos en su propia casa, se suicidó[98]. Mientras, Máximo fue despojado de la púrpura y siguió viviendo, desterrado, entre los bárbaros de Hispania[99]. No obstante, unos años después, en torno al 420, algunos consideran que pudo recuperar una parte de su poder en la Tarraconense, apoyado probablemente por estos mismos contingentes bárbaros, hasta que fue capturado por tropas leales a Honorio y trasladado a Rávena[100]. De cara al legítimo poder romano los bárbaros se encontraban ahora desvinculados de todo compromiso.
El asentamiento bárbaro: modalidad y resistencias
Hemos aceptado pues que, o bien los suevos, vándalos y alanos entraron en Hispania como parte de la estrategia de los usurpadores, quizá directamente de Geroncio, para hacerse con el control político de Hispania o, si no fue así, al menos una vez en el interior llegaron a un acuerdo con Geroncio y Máximo para el reparto de unos territorios estables de asentamiento. Olympiodoro dice que el acuerdo de paz, eirene es el término utilizado, habría sido llevado a cabo justo antes de la proclamación de Máximo[101]. En principio las expectativas de los pueblos que irrumpieron en territorio imperial durante este periodo eran forzar a las autoridades romanas a un pacto, cuyo objetivo esencial era obtener tierras donde asentarse, a cambio de las cuales se ofrecían servicios de armas. No era algo novedoso, pero la invasión que irrumpió en la Galia a finales del 406 fue tan repentina y, si nos atenemos a las fuentes, aparentemente inesperada que las primeras reacciones fueron de confusión y pánico[102]. Misma impresión que probablemente causó su llegada a la península Ibérica, especialmente si atendemos el criterio de Hidacio.
La legislación romana había regulado un régimen para llevar a cabo este tipo de acuerdos, un pacto de federación, un foedus que, de acuerdo a modalidades distintas según las circunstancias[103], precisaba las condiciones de ese intercambio de bienes y servicios. Sabemos que, entre el año 395 y la desaparición formal del Imperio occidental en el 476, se firmaron más de 100 acuerdos de este tipo[104]. La ausencia de los textos formales que dieron validez a esos acuerdos nos impide conocer cuál fue la forma exacta en que se llevaron a cabo los asentamientos poblacionales y el balance entre el poder militar bárbaro y el poder civil desempeñado por los funcionarios romanos. Ello ha polarizado las discusiones entre quienes creen que lo que se daba era un reparto efectivo de las tierras en tercias, ya fuese un tercio para los bárbaros, o dos tercios, como sugieren algunas fuentes para el caso de los visigodos, y quienes creen que el pacto de hospitalidad «respetaba los derechos eminentes de los propietarios, los límites y la estructura de los dominios, pues sólo afectaba al usufructo»[105]. Esta postura ha sido formulada con posterioridad de una forma más radical, al considerar, casi como un modelo general, que lo que los bárbaros obtenían era el producto de esas tierras en forma de renta[106], planteamiento que ayuda a entender muchos casos particulares pero que contradice otras evidencias que apuntan directamente a una asignación de lotes de tierra y llegado el caso, cuando no hubo acuerdo, los bárbaros la tomaron por derecho de conquista[107].
Así, frente a la imagen difundida, esencialmente por Hidacio, de un grupo de invasores, que atraviesa el Pirineo en el 409, especialmente reacio a la paz y poco dado a respetar los acuerdos con el poder romano, incluso frente a la imagen popularizada por los tópicos historiográficos de un grupo que no tiene conocimiento de las realidades imperiales, nosotros identificamos en las fuentes un deseo consciente de alcanzar un acuerdo con las autoridades romanas. Será evidente en Hidacio y Orosio, pero, si atendemos a otras referencias, vemos que grupos de suevos, por citar un nombre que asociamos con los invasores que ahora tratamos y aquel que es objeto esencial de este libro, habían mantenido un largo contacto con la cultura del Imperio. En la citada Notitia Dignitatum encontramos tres unidades auxiliares conformadas por suevos, además destinadas en territorios muy próximos a Hispania, pues dos se ubican en la Lugdunense y otra en Aquitania[108], lo que indica una implicación directa en la política imperial. Jordanes recuerda a suevos enfrentados a los godos, a finales del siglo IV, en su avance hacia el territorio imperial[109], mientras que Claudiano los muestra suplicando la paz a Estilicón y sometiéndose a las leyes del Imperio[110].
El reparto del 411 está precedido en la descripción de Hidacio del reconocimiento de que «Dios en su misericordia había movido a los bárbaros a buscar la paz»[111]. Y, apenas vencidos los usurpadores y recuperado el control sobre Hispania, alanos, vándalos y suevos estaban dispuestos, según el testimonio ya recordado de Orosio, a firmar un pacto con Honorio, a quien habrían enviado el siguiente mensaje:
Tú mantén la paz con todos nosotros y recibe rehenes de todos; nosotros luchamos