Cien años de sociedad. Carles Sentís. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Carles Sentís
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Философия
Год издания: 0
isbn: 9788416372041
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mí significaba un gran traslado, con los problemas familiares que comportaba–. Luego, enterado de que La Vanguardia iba a cambiar su corresponsal, hablé con don Juan de Borbón, el cual incluso escribió al conde de Godó.

      Además de La Vanguardia, al poco tiempo tuve la corresponsalía de Clarín de Buenos Aires. El dr. Roberto Noble era director y propietario de esta cabecera. Venía a menudo a Europa, pero muy especialmente a París un par de semanas durante la primavera y durante el otoño. A veces también en verano. En un cierto momento le alquilé un yate en Cannes y lo acompañé hasta Italia. Él continuó hacia Grecia con unos amigos suyos.

      Como corresponsal de Clarín tenía acceso a países del bloque comunista, lo que no era posible desde España. El pasaporte español no era válido para entrar en esos países. Pero en cambio, con una credencial de Clarín, pude viajar varias veces a Alemania Oriental y a Polonia, donde construyeron un gran petrolero para Argentina en los astilleros de Dansk. Clarín, como es lógico, tenía mucho interés en explicar el significado y alcance de esta construcción naval. En la recepción por la botadura del barco, un capataz me desafió con un vaso de vodka en la mano: “A ver si un argentino puede con un polaco”. No quise que los argentinos cargaran con ningún fracaso y le dije que era español. Él me respondió: “Es igual, todos habláis el mismo idioma”. Recordé que una cosa parecida experimentó Ernest Hemingway. Lo explica en Por quién doblan las campanas. Cuando se encontraba en un frente de la guerra española, unos milicianos le gritaron de lejos:

      –¡Eh, tú, inglés, inglés!

      –No, yo no soy inglés, soy norteamericano.

      –Pero hablas inglés, ¿no?

      –Sí

      –Pues eres inglés inglés, y ya está.

      Al dr. Noble le gustaba jugar en los casinos. Lo acompañé un par de veces. Su grandilocuencia, que utilizaba cuando dictaba los editoriales por teléfono, en la sala de juegos se traducía en un alud de apuestas. Decía: “Puede que lo pierdas todo, pero también puedes ganar mucho dinero con pocas jugadas”. Una vez me propuso: “¿Por qué no hacemos una vaca juntos?”. Le respondí que no me gustaba jugar y todavía menos perder. Pero habría ganado un buen fajo de francos si me hubiera sumado a su vaca. Yo mismo fui a cambiar sus fichas por dinero contante y sonante, logrando así que por aquella noche abandonara el juego.

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      La boda de Rainiero y Grace Kelly en 1956, con Carles Sentís al fondo entre la pareja

      Roberto Noble y su hermano, junto con Luis Sciutto, su secretario uruguayo, vinieron un verano a la Costa Brava.

      Sciutto siempre le acompañaba. Además escribía en Clarín con el famoso pseudónimo Diego Lucero. Rubricaba el apartado de fútbol y era uno de los periodistas más leídos en la especialidad. Escribía las crónicas en lunfardo, el argot propio del barrio de La Boca, en Buenos Aires, y popularizado por las letras de los tangos.

      Como corresponsal de Clarín me relacionaba con los argentinos que iban a París por cuestiones políticas y económicas. Conocí a Frondizi quien, más tarde, cuando se convirtió en presidente, me invitó a la Casa Rosada. En Argentina viví, pues, una etapa de buena ley: después de Perón y antes de que la Junta Militar tomara el poder.

      En Argentina estuve, con otras personas, en casa de Ramón Gómez de la Serna, autor de las greguerías, aquel género de prosa tan curioso. Tenía todas las paredes y el techo de su casa decorados con recortes de diarios con textos suyos. Estaba casado con una mujer yugoslava muy pálida. Era un noctámbulo pintoresco como de otra época, de cuando muchos escritores hacían vida e incluso escribían en los cafés. Colaboraba también en diarios de Venezuela, de lo que estaba muy satisfecho porque cobraba en dólares. Aunque volvió a España tras el exilio, murió en Argentina.

      Clarín tenía dos o tres colaboradores franceses que yo veía de vez en cuando. Uno de ellos era Paul Reynaud y el otro Paul Goncourt. Reynaud había sido primer ministro del Gobierno francés en 1940 y fue quien descubrió a De Gaulle cuando todavía era teniente coronel. Era senador vitalicio y escribía un par de artículos al mes para Clarín. De vez en cuando le visitaba en su despacho de la Asamblea Nacional y aprovechaba la ocasión para entregarle un sobre con el abono de sus artículos. No valía la pena hacerlo a través de un banco, dadas las complicaciones de la época. Le pagaba con francos y quedaba la mar de contento porque así disponía de lo que en Francia llaman argent de poche, dinero de bolsillo. Yo aprovechaba la visita para hablar un rato de política. Reynaud y algún otro me pasaban informaciones confidenciales, por decirlo de alguna manera. Esto me permitía anticiparme, a veces, a lo que publicaban los diarios franceses.

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      Balenciaga y otros diseñadores de moda

      En una de las comidas que de vez en cuando organizabamos en nuestra casa de París de la avenida Victor Hugo, a mi derecha se sentó una distinguida y guapa señora, Mme. de Chiris, esposa de uno de los principales perfumistas –creador de esencias– de entonces. La señora se lanzó a hablar de moda autoritariamente. A la derecha de mi mujer, al otro lado de la mesa, se sentaba un señor muy correcto que escuchaba sin abrir boca. De pronto, aquel hombre discreto tomó la palabra y pronto toda la mesa enmudeció. Después, disimuladamente, mi vecina me preguntó quién era aquel señor. Cuando, tapándome la boca, le dije que era Cristóbal Balenciaga, quedó petrificada.

      Balenciaga mantenía un singular comportamiento personal. Su foto no salía casi nunca en los diarios y tampoco su imagen en las televisiones. Rehuía las actitudes exhibicionistas, tan frecuentes en el mundo de la moda. No salía a saludar ni antes ni después de los desfiles de su colección. Lo seguía todo entre los pliegues de las cortinas. Por otra parte, Balenciaga era el único partidario de no contar con modelos o maniquíes espectaculares. Consideraba que la belleza de las modelos no debía tapar la de los vestidos. Me parece recordar que fue él quien matizó unos colores llamándoles uva verde y uva madura. Verdaderamente era un hombre muy sutil y perfeccionista.

      Prácticamente todos sus colegas reconocían su suprimacía, y algunos, como Givenchy, se consideraban sus discípulos. Creaba y dibujaba como ellos, pero, además, sabía cortar y coser. Había aprendido en el taller de su madre, modista muy considerada en San Sebastián.

      Como la mayoría de diseñadores, Balenciaga era un hombre culto y forofo de las artes. En su piso de la avenida Alma tenía buenas pinturas, como también en la gentilhommière o casa de campo, que visité con mi mujer alguna vez, en las afueras de París.

      En sus últimos años, cuando desaparecieron una gran parte de la clientela de modelos exclusivos, otros modistos se lanzaron al prêt-à-porter. Él, carente de sucesor, cerró su gran establecimiento en la avenida Georges V, y se quedó solamente con la delegación que poco antes había montado en Madrid.

      Conocí también a Christian Dior en el momento de su triunfo, cuando lanzó una moda de falda larga que exigía muchos metros de tela del fabricante Boussac, que fue quien lo financió.

      También fui amigo personal de otro creador de moda: Antonio Cánovas del Castillo, director de la casa Lanvin. Su apellido coincide con el de un reconocido restaurador de la monarquía de Alfonso XII, que era tío-abuelo (o bisabuelo) de Antonio, de tan alta calificación en el mundo de la moda.

      Otros corresponsales de la época evitaban tratar el tema de la moda. Consideraban que era un mundo exclusivo de señoras y homosexuales. Yo no compartía este prejuicio. Asistía a menudo a las presentaciones, cuando todavía las modelos no eran tan marcadamente protagonistas.

      En los días todavía gloriosos de la alta costura, Shoura, una eslava viuda de un embajador español, muy introducida en el mundo de la moda, me dijo: “Te arreglaré una entrevista con un chico que pronto será muy famoso. Una gran promesa”. De este modo, una mañana me encontré en la Casa Dior ante un joven de 20 o 21 años, llamado Yves Saint Laurent, que –de tan tímido como era– resultaba casi imposible armar con él una entrevista periodística.

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