Morbus Dei: Bajo el signo des Aries. Matthias Bauer. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Matthias Bauer
Издательство: Bookwire
Серия: Morbus Dei (Español)
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9783709937129
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gentes son las más hospitalarias del reino. Vayas donde vayas, siempre encontrarás un techo para dormir y un plato de sopa caliente.

      – Si todo es tan bonito como lo pintas, ¿por qué nos habéis declarado la guerra? – Elisabeth lo miró fijamente con los ojos enrojecidos.

      – Sois vosotros los que nos habéis declarado la guerra. Los Habsburgo se han aliado con Inglaterra contra nosotros y nos disputan el trono de España, que nos corresponde legítimamente.

      Elisabeth meneó la cabeza. No tenía ni idea de si Alain decía la verdad o no, pero le daba lo mismo.

      – Yo creo que todos podríamos entendernos si quisiéramos – dijo parcamente, cerró los ojos y dio por zanjada la conversación.

      «No es cuestión de querer, sino de que te lo permitan», pensó Alain, y también cerró los ojos.

      XXI

      Los caballos del teniente Wolff y sus hombres subían fatigosamente por el viejo sendero que llevaba al Semmering. La lluvia había convertido el camino en un barrizal, los regueros de agua les cortaban el paso y el barro se pegaba en los cascos de los animales.

      – Tendríamos que habernos quedado en Schottwien hasta que pasara la tormenta, como han hecho los demás – le dijo el primer oficial al teniente.

      – El franchute tampoco se ha quedado, ¿no? – replicó Wolff secamente, y se sorprendió al ver el vaho de su aliento en el aire frío.

      El oficial gruñó un comentario incomprensible y se ciñó el cuello del abrigo de cuero.

      Wolff se sonrió, conocía el mal humor del oficial, que en realidad era un hombre de gran corazón, y sabía que no tenía que tomárselo en serio.

      – Hermann, ya verás cuando dentro de unos días puedas volver a poner los pies junto a la chimenea y tu mujer te cuide día y noche – dijo el teniente.

      – Créetelo. Después de tres años, Maria ya no es lo que era, siempre está de mal humor, peor que un cochero en invierno.

      – Y tú no tienes la culpa de nada, ¿verdad? – lo chinchó el teniente—. Si no te hubieras lanzado sobre ella el mismo día del parto…

      –¿Que yo me lancé sobre ella? ¿Eso te ha contado Maria? – dijo enfadado el oficial; luego, con una sonrisa de oreja a oreja, añadió—: Fue al revés.

      – Bueno, vosotros sabréis – contestó Wolff, sonriendo pícaramente, y volvió a concentrarse en la misión.

      Buscó un rastro de carromatos en el barro del camino, pero la intensa lluvia no se lo ponía fácil. Ni siquiera se veían huellas en los trechos cubiertos por pesadas ramas que casi impedían que el agua cayera en el camino.

      Su voz interior le decía cada vez más alto que Gamelin intentaba engañarlos.

      –¿Qué pasa? – le preguntó el oficial, que vio la preocupación escrita en su semblante.

      – No lo sé, Hermann, pero tengo la sensación de que los hemos perdido.

      El oficial entornó los ojos para poder ver algo en medio de la lluvia.

      – Francamente, Georg, aunque los carros hubieran pasado por aquí hace menos de una hora, el rastro se habría borrado. Además, ¿por dónde quieres que pasen?

      – Hay muchísimos senderos que usan los ladrones y los traficantes. Ellos también cruzan el puerto de Semmering.

      – Pero nadie podría circular por ahí en carros.

      – Ojalá no te equivoques – murmuró Wolff, pensativo.

      –¿Damos media vuelta? – preguntó el oficial.

      Wolff cerró los ojos un momento y escuchó atentamente el ruido de los cascos de su caballo y el azote de la lluvia.

      – No, vamos en la dirección correcta – dijo finalmente, y miró hacia el bosque que quedaba a su derecha—. Pero nos hemos equivocado de camino.

      Tiró de las riendas y el caballo avanzó pesadamente por la maleza, dejando atrás el camino. Los demás hombres lo siguieron.

      XXII

      —¿Adónde vas, preciosa? – preguntó Karl.

      La prostituta contestó con una risita provocativa y se secó elocuentemente las gotas de lluvia que le mojaban el generoso escote. Se pasó la mano por la cabellera rizada y rubia, le guiñó un ojo y desapareció en una taberna destartalada que había junto al camino.

      – Deberíamos esperar a que escampe la tormenta – dijo Karl, sin perder de vista la taberna.

      – Ya te gustaría – replicó Hans—. Y seguro que sólo lo dices por nuestra seguridad y la de los caballos.

      –¡Naturalmente! – exclamó Karl, haciéndose el inocente.

      – Primero pagaremos el peaje y, luego, ya veremos – dijo el prusiano, y le dio una palmada en el hombro.

      Al cruzar la puerta de peaje, se encontraron ante la gran plaza del mercado, que parecía abrirse paso con todas sus fuerzas entre las paredes de roca de la quebrada.

      Las calles de la villa estaban prácticamente desiertas, sólo los que tenían que hacer algo inaplazable corrían bajo el aguacero. Los demás se habían refugiado en sus negocios o en sus casas o se solazaban en alguna de las numerosas tabernas.

      El edificio de dos plantas, con paredes entramadas, que hacía las veces de posta, marcaba el final de la plaza. Delante había multitud de carros, carruajes y carretas, todos con los caballos desenganchados y esperando para proseguir su camino.

      Johann observaba con preocupación el cielo de tormenta. Por mucho que quisiera, no percibía ninguna mejora; al contrario, los negros nubarrones que se veían en el horizonte parecían querer superarse a sí mismos.

      – Aquí no están, es imposible que nos pasara por alto una caravana de carromatos – comentó el prusiano.

      Hans salió corriendo de la posta y se paró delante de Johann y el prusiano.

      – Los guardias de la puerta de peaje no dan información sobre los viajeros, ni siquiera si les ofreces una pequeña fortuna – dijo, y luego hizo una pausa teatral—. Pero he encontrado a un viejo harapiento muy locuaz. Me ha dicho que ayer pasó por aquí una caravana, encabezada por un carruaje negro y escoltada por una docena de hombres.

      Johann se tensó de golpe.

      –¿Ayer? ¿A qué hora?

      – No estaba seguro – contestó Hans, haciendo un gesto como si empinara el codo.

      – Vaya, parece que la futura madre de tus hijos tendrá que esperar – le dijo el prusiano, refiriéndose a la prostituta.

      – Estará desconsolada – contestó Karl, con desparpajo—. Así pues, ¿seguimos?

      Markus se encogió de hombros y miró a Johann, que espoleó a su caballo.

      La lluvia los azotaba casi horizontalmente, pero ni Johann ni los demás tenían la menor intención de refrenar a sus caballos.

      El objetivo parecía estar muy cerca.

      La idea de zanjar el asunto ese mismo día era muy tentadora.

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