Raquel.—Te tengo ya buscada mujer... Tengo ya buscada la que ha de ser madre de nuestro hijo... Nadie buscó con más cuidado una nodriza que yo esa madre...
Don Juan.—¿Y quién es...?
Raquel.—La señorita Berta Lapeira... Pero, ¿por qué tiemblas? ¿Si hasta creí que te gustaría? ¿Qué? ¿No te gusta? ¿Por qué palideces? ¿Por qué lloras así? Anda, llora, llora, hijo mío... ¡Pobre don Juan!
Don Juan.—Pero Berta...
Raquel.—¡Berta, encantada! ¡Y no por nuestra fortuna, no! ¡Berta está enamorada de ti, perdidamente enamorada de ti...! Y Berta, que tiene un heroico corazón de virgen enamorada, aceptará el papel de redimirte, de redimirte de mí, que soy, según ella, tu condenación y tu infierno. ¡Lo sé! ¡Lo sé! Sé cuánto te compadece Berta... Sé el horror que le inspiro... Sé lo que dice de mí...
Don Juan.—Pero y sus padres...
Raquel.—Oh, sus padres, sus cristianísimos padres, son unos padres muy razonables... Y conocen la importancia de tu fortuna...
Don Juan.—Nuestra fortuna...
Raquel.—Ellos, como todos los demás, creen que es tuya... ¿Y no es acaso legalmente tuya?
Don Juan.—Sí; pero...
Raquel.—Sí, hasta eso lo tenemos que arreglar bien. Ellos no saben cómo tú eres mío, michino, y cómo es mío, mío sólo, todo lo tuyo. Y no saben cómo será mío el hijo que tengas de su hija... Porque lo tendrás, ¿eh, michino? ¿Lo tendrás?
Y aquí las palabras le cosquilleaban en el fondo del oído al pobre don Juan, produciéndole casi vértigo.
Raquel.—¿Lo tendrás, Juan, lo tendrás?
Don Juan.—Me vas a matar, Raquel...
Raquel.—Quién sabe... Pero antes dame el hijo... ¿Lo oyes? Ahí está la angelical Berta Lapeira. ¡Angelical! Ja... ja... ja...
Don Juan.—¡Y tú, demoníaca!—gritó el hombre poniéndose en pie y costándole tenerse así.
Raquel.—El demonio también es un ángel, michino...
Don Juan.—Pero un ángel caído...
Raquel.—Haz, pues, caer a Berta; ¡hazla caer...!
Don Juan.—Me matas, Quelina, me matas...
Raquel.—¿Y no estoy yo peor que muerta...?
Terminado esto, Raquel tuvo que acostarse. Y cuando más tarde, al ir don Juan a hacerlo junto a ella, a juntar sus labios con los de su dueña y señora, los encontró secos y ardientes como arena de desierto.
Raquel.—Ahora sueña con Berta y no conmigo. ¡O no, no! ¡Sueña con nuestro hijo!
El pobre don Juan no pudo soñar.
II
¿Cómo se le había ocurrido a Raquel proponerle para esposa legítima a Berta Lapeira? ¿Cómo había descubierto no que Berta estuviese enamorada de él, de don Juan, sino que él, en sueños, estando dormido, cuando perdía aquella voluntad que no era suya, sino de Raquel, soñaba en que la angelical criatura viniese en su ayuda a redimirle? Y si en esto había un germen de amor futuro, ¿buscaba Raquel extinguirlo haciéndole que se casase con ella para hacer madre a la viuda estéril?
Don Juan conocía a Berta desde la infancia. Eran relaciones de familia. Los padres de don Juan, huérfano y solo desde muy joven, habían sido grandes amigos de don Pedro Lapeira y de su señora. Éstos se habían siempre interesado por aquél y habíanse dolido como nadie de sus devaneos y de sus enredos con aventureras de ocasión. De tal modo, que cuando el pobre náufrago de los amores—que no del amor—recaló en el puerto de la viuda estéril, alegráronse como de una ventura del hijo de sus amigos, sin sospechar que aquel puerto era un puerto de tormentas.
Porque contra lo que creía don Juan, el sesudo matrimonio Lapeira estimaba que aquella relación era ya a modo de un matrimonio, que don Juan necesitaba de una voluntad que supliera a la que le faltaba, y que si llegaban a tener hijos, el de sus amigos estaba salvado. Y de esto hablaban con frecuencia en sus comentarios domésticos, en la mesa, a la tragicomedia de la ciudad, sin recatarse delante de su hija, de la angelical Berta, que de tal modo fué interesándose por don Juan.
Pero Berta, cuando oía a sus padres lamentarse de que Raquel no fuese hecha madre por don Juan y que luego se anudase para siempre y ante toda ley divina y humana—o mejor teocrática y democrática—aquel enlace de aventura, sentía dentro de sí el deseo de que no fuera eso, y soñaba luego, a solas, con poder llegar a ser el ángel redentor de aquel náufrago de los amores y el que le sacase del puerto de las tormentas.
¿Cómo es que don Juan y Berta habían tenido el mismo sueño? Alguna vez, al encontrarse sus miradas, al darse las manos, en las no raras visitas que don Juan hacía a casa de los señores Lapeira, había nacido aquel sueño. Y hasta había sucedido tal vez, no hacía mucho, que fué Berta quien recibió al compañero de juegos de su infancia y que los padres tardaron algo en llegar.
Don Juan previó el peligro, y dominado por la voluntad de Raquel, que era la suya, fué espaciando cada vez más sus visitas a aquella casa. Cuyos dueños adivinaron la causa de aquella abstención. «¡Cómo le tiene dominado! ¡Le aisla de todo el mundo!»—se dijeron los padres. Y a la hija, a la angelical Berta, un angelito caído le susurró en el silencio de la noche y del sueño, al oído del corazón: «Te teme...»
Y ahora era Raquel, Raquel misma, la que le empujaba al regazo de Berta. ¿Al regazo?
El pobre don Juan echaba de menos el piélago encrespado de sus pasados amores de paso, presintiendo que Raquel le llevaba a la muerte. ¡Pero si él no tenía ningún apetito de paternidad...! ¿Para qué iba a dejar en el mundo otro como él?
¡Mas, qué iba a hacer...!
Y volvió, empujado y guiado por Raquel, a frecuentar la casa Lapeira. Con lo que se les ensanchó el alma a la hija y a sus padres. Y más cuando adivinaron sus intenciones. Empezando a compadecerse como nunca de la fascinación bajo que vivía. Y lo comentaban don Pedro y doña Marta.
Don Pedro.—¡Pobre chico! Cómo se ve que sufre...
Doña Marta.—Y no es para menos, Pedro, no es para menos...
Don Pedro.—Nuestra Tomasa, ¿te recuerdas?, hablaría de un bebedizo...
Doña Marta.—Sí, tenía gracia lo del bebedizo... Si la pobre se hubiese mirado a un espejo...
Don Pedro.—Y si hubiese visto cómo le habían dejado sus nueve partos y el tener que trabajar tan duro... Y si hubiese sido capaz de ver bien a la otra...
Doña Marta.—Así sois los hombres... Unos puercos todos...
Don Pedro.—¿Todos?
Doña Marta.—Perdona, Pedro, ¡tú... no! Tú...
Don Pedro.—Pero, después de todo, se comprende el bebedizo de la viudita esa...
Doña Marta.—Ah, picarón, con que...
Don Pedro.—Tengo ojos en la cara, Marta, y los ojos siempre son jóvenes...
Doña Marta.—Más que nosotros...
Don Pedro.—¿Y qué será de este chico ahora?
Doña Marta.—Dejémosle venir, Pedro... Porque yo le veo venir...
Don Pedro.—¡Y yo! ¿Y ella?
Doña Marta.—A ella ya iré preparándole yo por si acaso...
Don