El señor de Bembibre. Enrique Gil y Carrasco. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Enrique Gil y Carrasco
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 4057664174451
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la senda del honor y la caballería es lisa y apacible como una pradera. El conde de Lemus sin duda es poderoso, pero aunque sé de muchos que le temen y odian, no he oído hablar de uno que le venere y estime.

Ilustración

      Aquel tiro, dirigido a la desalmada ambición del de Lemus, que sin saberlo su hija venía a herir a su padre de rechazo, excitó su cólera en tales términos que se olvidó de su anterior propósito, y contestó con la mayor dureza:

      —Vuestro deber es obedecer y callar y recibir el esposo que vuestro padre os destine.

      —Vuestra es mi vida—dijo doña Beatriz—y si me lo mandáis, mañana mismo tomaré el velo en un convento; pero no puedo ser esposa del conde de Lemus.

      —Alguna pasión tenéis en el pecho, doña Beatriz—contestó su padre dirigiéndola escrutadoras miradas—. ¿Amáis al señor de Bembibre?—le preguntó de repente.

      —Sí, padre mío—respondió ella con el mayor candor.

      —Y ¿no os dije que le despidiérais?

      —Y ya le despedí.

      —Y ¿cómo no despedísteis también de vuestro corazón esa pasión insensata? Preciso será que la ahoguéis entonces.

      —Si tal es vuestra voluntad, yo la ahogaré al pie de los altares; yo trocaré por el amor del esposo celeste el amor de don Álvaro, que por su fe y su pureza era más digno de Dios, que no de mí, desdichada mujer. Yo renunciaré a todos mis sueños de ventura; pero no le olvidaré en brazos de ningún hombre.

      —Al claustro iréis—respondió don Alonso—, fuera de sí de despecho, no a cumplir vuestros locos antojos, no a tomar el velo de que os hace indigna vuestro carácter rebelde, sino a aprender, en la soledad, lejos de mi vista y de la de vuestra madre, la obediencia y el respeto que me debéis.

      Diciendo esto salió del aposento airado, y cerrando tras sí la puerta con enojo, dejó solas a madre y a hija, que por un impulso natural y espontáneo, se precipitaron una en brazos de la otra; doña Blanca, deshecha en lágrimas, y doña Beatriz comprimiendo las suyas con trabajo, pero llena interiormente de valor. En las almas generosas despierta la injusticia fuerzas cuya existencia se ignoraba, y la doncella lo sentía entonces. Había tenido bastante desprendimiento y respeto para no representar a su padre, que si amaba a don Álvaro era porque todo en un principio parecía indicarle que era el esposo escogido por su familia; pero este silencio mismo contribuía a hacerle sentir más vivamente su agravio. Lo que quebrantaba su valor era el desconsuelo de su madre, que no cesaba un punto en sus sollozos, teniéndola estrechamente abrazada.

      —Hija mía, hija mía—dijo por fin en cuanto su congoja le dejó hablar—, ¿cómo te has atrevido a irritarle de esa manera, cuando nadie tiene valor para resistir sus miradas?

      —En eso verá que soy su hija y que heredo el esfuerzo de su ánimo.

      —¡Y yo, miserable mujer—exclamó doña Blanca haciendo los mayores extremos de dolor—, que con mi necia prudencia te he alejado del puerto de la dicha pudiendo ahora gozarte segura en la ribera!

      —Madre mía—dijo la joven enjugando los ojos de su madre—; vos habéis sido toda bondad y cariño para mí, y el día de mañana sólo está en la mano de Dios; sosegaos, pues, y mirad por vuestra salud. El Señor nos dará fuerzas para sobrellevar una separación, a mí sobre todo, que soy joven y robusta.

      La idea de la falta de su hija, que ni un solo día se había apartado de su lado, y que había desaparecido por un momento, hizo volver a la triste madre a todos sus extremos de amargura, en términos que doña Beatriz tuvo que emplear todos los recursos de su corazón y de su ingenio en apaciguarla. La anciana, que por su carácter suave y bondadoso estaba acostumbrada a ceder en todas ocasiones y cuyo matrimonio había comenzado por un sacrificio algo semejante, aunque infinitamente menor que el que exigían de su hija, bien quisiera indicarla algo, pero no se atrevía. Por último, al despedirse, le dijo:—Pero, hija de mi vida, ¿no sería mejor ceder?

      Doña Beatriz hizo un gesto muy expresivo, pero no respondió a su madre; sino abrazándola y deseándole buen sueño.

Adorno de fin de capítulo Adorno de principio de capítulo

       Índice

Letra L ilustrada

      La escena que acabamos de describir causó mucho desasosiego en el ánimo del señor de Arganza, porque harto claro veía ahora cuán hondas raíces había echado en el ánimo de su hija aquella malhadada pasión que así trastornaba todos sus planes de engrandecimiento. Poco acostumbrado a la contradicción y mucho menos de parte de aquella hija, dechado hasta entonces de sumisión y respeto, su orgullo se irritó sobremanera, si bien en el fondo y como a despecho suyo parecía a veces alegrarse de encontrar en una persona que tan de cerca le tocaba, aquel valor noble y sereno y aquella elevación de sentimientos. Sin embargo, atento antes que todo a conservar ilesa su autoridad paternal, resolvió, al cabo de dos días, llevar a doña Beatriz al convento de Villabuena, donde esperaba que el recogimiento del lugar, el ejemplo vivo de obediencia que a cada paso presenciaría, y sobre todo el ejemplo de su piadosa tía, contribuirían a mudar las disposiciones de su ánimo.

      Por secreto que procuró tener don Alonso el motivo de su determinación, se traslució sobradamente en su familia y aun en el lugar, y como todos adoraban a aquella criatura tan llena de gracias y de bondad, el día de su partida fué uno de llanto y de consternación generales. El mismo Mendo, el palafrenero que tan inclinado se mostraba a favorecer los proyectos de su amo y a llevar las armas de un conde, apenas podía contener las lágrimas. Don Alonso daba a entender con la mayor serenidad posible, en medio del pesar que experimentaba, que era ausencia de pocos días, y no llevaba más objeto que satisfacer el deseo que siempre había manifestado la abadesa de Villabuena de tener unos días en su compañía a su sobrina. A todo el mundo decía lo contrario su corazón, y era trabajo en balde el que el anciano señor se tomaba.

      Doña Beatriz se despidió de su madre a solas y en los aposentos más escondidos de la casa, y por esta vez ya no pudo sostenerla su aliento: así fué que rompió en ayes y en gemidos tanto más violentos cuanto más comprimidos habían estado hasta entonces. El corazón de una madre suele tener en las ocasiones fuerzas sobrehumanas, y bien lo mostró doña Blanca, que entonces fué la consoladora de su hija y la que supo prestarle ánimo. Por fin doña Beatriz se desprendió de sus brazos, y enjugándose las lágrimas bajó al patio, donde casi todos los vasallos de su padre la aguardaban; sus hermosos ojos, humedecidos todavía, despedían unos rayos semejantes a los del sol cuando después de una tormenta atraviesan las mojadas ramas de los árboles, y su talla majestuosa y elevada, realzada por un vestido obscuro, la presentaba en todo el esplendor de su belleza. La mayor parte de aquellas pobres gentes a quienes doña Beatriz había asistido en sus enfermedades y socorrido en sus miserias, que siempre la habían visto aparecer en sus hogares como un ángel de consuelo y de paz, se precipitaron a su encuentro con voces y alaridos lamentables, besándole unos las manos y otros la falda de su vestido. La doncella, como pudo, se desasió suavemente de ellos, y subiendo en su hacanea blanca, con ayuda del enternecido Mendo, salió del palacio extendiendo las manos hacia sus vasallos y sin hablar palabra, porque desde el principio se le había puesto un nudo en la garganta.

Ilustración

      El aire del campo y su natural valor le restituyeron por fin un poco de serenidad. Componían la comitiva