El señor de Bembibre. Enrique Gil y Carrasco. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Enrique Gil y Carrasco
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 4057664174451
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tanta—respondió don Álvaro—, que esta misma noche pienso dar cima a la empresa—y en seguida le contó la visita de Martina y la traza concertada, que al comendador le pareció muy bien.

      Quedáronse entonces entrambos en silencio, como embebecidos en la contemplación del soberbio punto de vista que ofrecía aquel alcázar reducido y estrecho, pero que, semejante al nido de las águilas, dominaba la llanura. Por la parte de Oriente y Norte le cercaban los precipicios y derrumbaderos horribles, por cuyo fondo corría el riachuelo que acababa de pasar don Álvaro, con un ruido sordo y lejano que parecía un continuo gemido. Entre Norte y ocaso se divisaba un trozo de la cercana ribera del Sil, lleno de árboles y verdura, más allá del cual se extendía el gran llano del Bierzo, poblado entonces de monte y dehesas, y terminado por las montañas que forman aquel hermoso y feraz anfiteatro. El Cúa, encubierto por las interminables arboledas y sotos de sus orillas, corría por la izquierda al pie de la cordillera, besando la falda del antiguo Bergidum, y bañando el monasterio de Carracedo. Y hacia el Poniente, por fin, el lago azul y transparente de Carucedo, harto más extendido que en el día, parecía servir de espejo a los lugares que adornan sus orillas y los montes de suavísimo declive que le encierran. Crecían al borde mismo del agua encinas corpulentas y de ramas pendientes, parecidas a los sauces que aún hoy se conservan, chopos altos y doblegadizos como mimbres, que se mecían al menor soplo del viento, y castaños robustos y de redonda copa. De cuando en cuando una bandada de lavancos y gallinetas de agua revolaba por encima describiendo espaciosos círculos, y luego se precipitaba en los espadañales de la orilla, o, levantando el vuelo, desaparecía detrás de los encarnados picachos de las médulas.

Ilustración

      Saldaña tenía clavados los ojos en el lago, mientras don Álvaro, siguiendo con la vista las orillas del Cúa, procuraba en vano descubrir el monasterio de Villabuena, oculto por un recodo de los montes.

      —¡Dichosas orillas del mar Muerto!—prorrumpió por fin con un suspiro el anciano comendador—. ¡Cuánto más agradables y benditas eran para mí sus arenas que la frescura y lozanía que engalana aquestas orillas!

      Aquella repentina exclamación, que revelaba el sentido de sus largas meditaciones, arrancó de su distracción a don Álvaro.

      Acercóse entonces al templario y le dijo:

      —¿No confiáis en que los caballos del Temple vuelvan a beber las aguas del Cedrón?

      —¡Que si no confío!—exclamó el caballero con una voz semejante a la de una trompeta—. ¿Y quién sino esta confianza mantiene la hoguera de mi juventud bajo la nieve de estas canas? ¿Por qué conservo a mi lado esta espada, si no es por la esperanza de lavarla en el Jordán, del orín, de la mengua y del vencimiento?

      —Os confieso—contestó don Álvaro—que al ver la tormenta que parece formarse contra vuestra Orden, algunas veces he llegado a dudar de vuestras glorias futuras, y hasta de vuestra existencia.

      —Sí—replicó el templario con amargura—; ese es el premio que da Felipe en Francia a los que le salvaron de las garras de un populacho amotinado. Es, sin duda, el que nos prepara el rey don Jaime por haber criado en nuestro nido el águila que con un vuelo glorioso fué a posarse en las mezquitas de Valencia y las montañas de Mallorca. Ese tal vez el que don Fernando el IV guarda a los únicos caballeros que entre los lobos hambrientos de Castilla no han embestido su mal guardado rebaño. Pero nosotros saldremos de las sombras de la calumnia como el sol de las tinieblas de la noche; nosotros abatiremos a los soberbios y levantaremos a los humildes; nosotros reuniremos al mundo al pie del Calvario, y allí comenzará para él la Era nueva.

      —¿Habéis oído alguna vez las reflexiones de mi tío?

      —Vuestro tío es una estrella limpia y sin mancha en el cielo de nuestra orden—replicó el comendador—, y tal vez dice verdad; pero vuestro tío se olvida—añadió con orgulloso entusiasmo—que el primer don del cielo es el valor, que todavía habita en el corazón de los templarios como en su tabernáculo sagrado. Acaso es cierto que el orgullo nos ha corrompido; pero ¿quién ha vertido más sangre por la causa de Dios? ¿Dónde estaban para nosotros el cariñoso calor del hogar doméstico, el noble ardor de la ciencia y el reposo del claustro? ¿Qué nos quedaba sino el poder y la gloria? Cualquiera que sea nuestra culpa, con nuestra sangre la volveremos a lavar y con nuestras lágrimas en las ruinas del palacio de David. Pero ¿quiénes son esos gusanos viles que han dejado el sepulcro de Cristo en poder de los perros de Mahoma para juzgarnos a nosotros, a quien todo el poder del cielo y del infierno apenas fué bastante a arrojar de aquellas riberas?

      Calló entonces por un rato, y después, tomando la mano de su compañero, le dijo con un acento casi enternecido:

      —Don Álvaro, vuestra alma es noble y no hay cosa que no comprenda; pero vos no sabéis lo que es haber sido dueños de aquella tierra milagrosa y haberla perdido. Vos no podéis imaginaros a Jerusalén en medio de su gloria y majestad. Y ahora—continuó con los ojos casi bañados en lágrimas—, ahora está sentada en la soledad, llorando hilo a hilo en la noche, y sus lágrimas en sus mejillas. El laúd de los trovadores ha callado como las arpas de los profetas, y ambos gimen al son del viento colgados de los sauces de Babilonia. Pero nosotros volveremos del destierro—añadió con un tono casi triunfante—y levantaremos otra vez sus murallas con la espada en una mano y la llana en la otra, y entonaremos en sus muros el cántico de Moisés al pie de la cruz en que murió el Hijo del hombre.

      Aquel rostro surcado por los años se había encendido, y su noble figura, animada por el fuego que inspiran todas las pasiones verdaderas y vestida con aquel hermoso ropaje blanco que tan bien decía con su edad, asomada a los precipicios de Cornatel, que por su hondura y obscuridad pudieran compararse al valle de la muerte, parecía al profeta Ezequiel evocando los muertos de sus sepulcros para el juicio final. Don Álvaro, que tan fácilmente se dejaba subyugar por todas las emociones generosas, apretó fuertemente la mano del anciano y le dijo conmovido:

      —Dichoso el que pudiera contribuir a la santa obra. No será mi brazo el que os falte.

      —Mucho podéis hacer—contestó Saldaña—. ¡Quiera Dios coronar nuestros nobles intentos!

      Bajaron entonces a los aposentos del comendador, que eran unas cuantas cámaras de tosca estructura, una de las cuales tenía una escalera que descendía a la mina. Saldaña entregó a Don Álvaro la llave de la puerta o trampa exterior, y bajando con él le hizo notar todos los ánditos y pasadizos subterráneos. Volvieron otra vez a los aposentos, donde hicieron una frugal comida, y al caer el sol salió de nuevo don Álvaro con su escudero. Habíale ofrecido Saldaña algunas buenas lanzas por si quería escolta con que mejor asegurar su intento; pero el joven la rehusó prudentemente, haciéndole ver que el golpe era de astucia y no de fuerza, y que cuanto pudiese llamar la atención perjudicaría su éxito. Encaminóse, pues, sólo con su escudero, a la orilla del Sil, que cruzó por la barca de Villadepalos. Después se internó en la dehesa que ocupaba entonces la mayor parte del fondo del Bierzo, y dando un gran rodeo para evitar el paso por Carracedo, tomó ya muy entrada la noche la vuelta de Villabuena.

Adorno de fin de capítulo

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