VI. CARTA DE ÁLVAR NÚÑEZ CABEZA DE VACA A BARTOLOMÉ DE LAS CASAS, OBISPO DE CHIAPAS
Madrid, a 9 de diciembre de 1546
Muy reverendo monseñor:
¡Cómo me alegra saber de vos al cabo de los años! ¡Cuánto celebro que os halléis bien de salud, y feliz con vuestro flamante obispado! Las noticias de vuestras andanzas por el Nuevo Mundo, imponiendo las Nuevas Leyes a los encomenderos, no dejan de llegar a Madrid. Yo aquí sigo, con mis achaques. Los años no pasan en balde y los míos, bien lo sabéis, se han visto sometidos a grandes sufrimientos.
Pedís información sobre las Indias, pero ¿qué os puedo contar que vos no sepáis o no hayáis leído en mi crónica «Naufragios»? Para la gente de mi edad, el Nuevo Mundo fue un sueño. Los jerezanos y sanluqueños de mi generación crecimos oyendo relatar los viajes de don Cristóbal, que para nosotros fue lo que para los jóvenes Hernán Cortés. No os descubro nada si os digo que Cortés, al que tan poco estimáis, se ha convertido en el gran héroe de nuestro tiempo. La juventud de hoy, sencillamente, lo idolatra.
Pero hay otro personaje que a mí me marcó más que ninguno: el portugués Magallanes. Si mi memoria no me falla, creo haber oído alguna vez que vuestra reverencia coincidió con él en el año diecisiete, en Valladolid, en la corte del rey don Carlos.
Dijisteis que era hombre menudo, más bien insignificante, y bien pudiera ser que diera en sociedad esa impresión.
Para mí fue un gigante, por lo que logró.
En esos tiempos yo era aún un mocoso, sirviendo, en Sanlúcar, a los de Medina Sidonia. Fue mientras su flota se abastecía, antes de partir en busca de las Molucas por una nueva ruta que solo él conocía. Desde San Juan de Aznalfarache hasta Gelves, Coria del Río, La Puebla, todos saludaron el paso de la Trinidad, la San Antonio, la Concepción, la Victoria y la Santiago, cuando los cinco barcos desplegaron velas, banderas y gallardetes al viento y se deslizaron por el Guadalquivir hasta los muelles de Bonanza.
Todavía recuerdo cómo los pajes y criados subían a las almenas del castillo y otros escapaban de palacio y bajaban al puerto para ver de cerca las naves. A mí me gustaba oír a los marineros en las tabernas —ahí había portugueses, andaluces, gallegos, vascos, italianos, flamencos e ingleses—, mientras apuraban vaso tras vaso de fino.
El veinte de septiembre, tras varias descargas de la artillería, los barcos soltaron amarras y comenzaron a alejarse.
Era antes de la aciaga revuelta de las Comunidades y el recuerdo pesó mucho en mi juventud.
Dos años más tarde, siendo yo todavía mozo, en septiembre del veintidós, me conmocionó ver aparecer una nave que desde el oeste ponía proa hacia el puerto de Bonanza.
Llegaba desaparejada, sin mástil de trinquete y con navegar lento, no se sabía si por falta de velamen o porque la línea de flotación apenas se divisaba de lo hundida.
Cuando atracó en el puerto, mientras los marineros bombeaban agua de las entrañas del barco, unos pocos harapientos asomaron por la borda. Pronto, con ojos brillantes llenos de lágrimas, bajaron cinco esclavos, y después los demás supervivientes de la armada que tan gallardamente partió en su día.
En medio de un silencio sepulcral se arrodillaron y besaron la tierra. Se abrazaron unos a otros. Y juntos fueron a rezar en la iglesia de Nuestra Señora de la O.
Los mandaba el vizcaíno Sebastián El Cano, que sustituía como capitán a Magallanes, muerto en la travesía.
Cuando supe que aquellos harapientos habían completado la vuelta al mundo, mi admiración ya no tuvo límites. A pesar de su aspecto, yo solo pensaba en las tierras maravillosas que habrían conocido. Y a partir de ese día supe que no podría morirme sin haber visto lo que había allende el mar…
Un Nuevo Mundo me esperaba con los brazos abiertos.
2 Tenochtitlán
Quinientos españoles y varios miles de tlaxcaltecas y totonacas se dirigen hacia la capital de Moctezuma, morada de entre cien y doscientos millares de mexicas.
«… desque vimos tantas ciudades y villas pobladas en el agua y en tierra firme otras grandes poblazones, y aquella calzada tan derecha y por nivel, nos quedamos admirados y decíamos que parecía a las cosas del encantamiento que cuentan en el libro del Amadís, por las grandes torres y cués y edificios que tenían dentro en el agua y todos calicanto…».
Historia verdadera de la conquista de la Nueva España,
Bernal Díaz del Castillo
I. EL ABRAZO ENTRE DOS MUNDOS
Sierra Nevada (a treinta kilómetros de Tenochtitlán),
noviembre de 1519
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—Por última vez, capitán, os rogamos que no nos llevéis a