La comedia heroica de Rostand, por otra parte, no es otra cosa que una obra de capa y espada de la más buena cepa española, como me lo hiciese notar al llegar el libro del Cyrano a Buenos Aires, un culto y sagaz compañero. Es una comedia de capa y espada que ha podido escucharse en el modernizado Corral de la Pacheca, como si fuese obra legítima de cualquier resucitado, porque los actuales, con las excepciones que sabéis, no encuentran mejor ni más provechosa fuente que las hazañas, hechos y gestos del chulo, ese «compadrito» madrileño. El éxito, pues, ha sido absoluto. La noche del estreno estaba en el Español el todo Madrid de las letras, y la belleza social tenía soberbia representación. No os supongáis que se trate de algo semejante a una «primera» de la Comédie Française; aquí no existe aristocracia literaria; todo va revuelto y el veterano de la gloria castellana se codea con el tipo interlope que han bautizado con el extraño nombre de Currinche. Un diario como El Nacional, con motivo de haber invitado Fernando Mendoza a los ensayos, y sobre todo al ensayo general, a personas extrañas al teatro, decía con loable franqueza: «Allá en París se invita en tales casos a la Prensa, a los autores dramáticos, novelistas, críticos, académicos, actrices vacantes, personalidades del gran mundo... En una ciudad de dos millones de habitantes, donde nadie tiene por qué combatir una obra, se puede invitar a mil espectadores que van sin prevenciones, ni envidias, ni espíritu de concurrencia, a presenciar un ensayo general; y a la crítica para que pueda con tiempo estudiar la obra y dar cuenta de ella dos días después, cuando ya el público de pago la haya visto; y un ensayo general es una especie de consagración del drama o comedia que el público irá a ver confiado en la nota, siempre benévola para el autor reputado, que la Prensa seguramente dará. ¿Pero aquí? Aquí, en esta cabeza de partido de Europa que se llama Madrid, y en la que todos nos conocemos, nos abrazamos y nos odiamos... aquí, donde hay un estado constante de celos y de envidias y de pequeñeces inevitable en el estrecho medio ambiente en que vivimos; aquí, donde toda la vida literaria está circunscrita a la Carrera de San Jerónimo y la calle del Príncipe... aquí, en fin, donde las Empresas viven de diez docenas de familias ricas y de doscientos espectadores pobres, de los cuales la mitad son autores rencorosos o Empresas rivales... permitir que asistan a un ensayo general los amigos y los enemigos, los autores españoles que han de ver gastos enormes y cultos rendidos a autores franceses, los empresarios del frente y los de al lado... ¡Qué equivocación tan lamentable y qué desconocimiento del país en que se vive!» Quien esas líneas escribió parece que tuviese bien conocido su ambiente; pues, en realidad, nada menos que por intermedio de Eusebio Blasco se ha manifestado en público lo que antes escuchara yo en privado: la miserable cuestión de las «perras» chicas y grandes... Ved como, al día siguiente del estreno, ese escritor cuyo arte singular es harto y de antiguo famoso, se expresa, agrediendo de paso a la América que ignora: «Podremos creer que en la casa de Lope de Vega no deben hacerse traducciones; podremos creer también que, de estrenar una obra extranjera cuyo éxito ha sido esencialmente literario en París, debieron haberla adaptado en verso castellano poetas de nombre. Aquí donde tenemos desde Núñez de Arce hasta Manuel Paso, desde Dicenta a José Juan Cadenas; desde Manuel del Palacio hasta Rodolfo Gil, desde Sellés hasta Gil (Ricardo), tantos y tantos poetas notabilísimos, los catalanes, regionalistas furibundos teniendo en Barcelona unos teatros tan hermosos, en cuanto hacen un drama o una traducción se vienen a Madrid y se imponen en el primer teatro de la nación, y se pone a su disposición todo el dinero de las Empresas. Todo esto vemos y de ello protestamos, sin ánimo de ofender a nadie y en defensa de los autores de Madrid, que son, hoy por hoy, en los tres teatros de verso que hoy funcionan, pospuestos a los autores franceses. El Cyrano de Bergerac le gustó mucho al público anoche. Es obra de dinero, como se dice en la jerga teatral. Melodrama para la exportación a Buenos Aires, Chile, Bolivia, y allí alborotará. ¿Cómo no? Lo encontrarán lindo y el estilo parecerá de perlas».
El que habla es Eusebio Blasco, instruído sobre el estado de las aduanas literarias sudamericanas por los poetas de Sucre o de Cochabamba, a quienes ha prologado, o quizá, casi estamos seguros, por persona a quien él conoce bastante, poeta de peso—el hombre de Huanchaca, el boliviano expresidente Arce, que compró la cama de la emperatriz Josefina. Y fijáos primero en la generosidad del artista de Los curas en camisa e introductor de Pañuelos blancos y de toda clase de lencería francesa: la casa de Lope cerrada a toda idea que no huela al aceite de las propias olivas, cuando la casa de Molière y la casa de Shakespeare no se cierran; proteccionismo de las vejeces más o menos gloriosas, a cuyo regimiento pertenece, o de amistades y simpatías personales, con daño de tres jóvenes modestos que han hecho un plausible esfuerzo; repudio de lo catalán, sin duda por las lecciones de arte y trabajo que Barcelona da; expulsión de lo bello francés a causa seguramente de que lo propio anda escaso; y, punto de mira principal, el dinero, el ansiado dinero—, cuya lindeza no nos atrevemos a contradecirle. ¿Cómo no? ¡Oh, no, buen señor!
Primero ha sido el talento de Rostand y después han llegado los miles de francos; y en cuanto a Cyrano de Bergerac, si como en el diálogo de Cávia se encontrase en la villa y corte a estas horas buscaría en vano la hidalguía de Quevedo y se volvería a su París, con Dreyfus y todo.
Pero, hablemos del estreno.
Un escritor de la nueva generación y de un talento del más hermoso brillo—he nombrado a Manuel Bueno—ha escrito que «el nombre de Cyrano de Bergerac parece un reto». «Hay—dice—en las seis sílabas que lo componen, un no sé qué de ostentoso atrevimiento que desafía». Ello es un hecho, que al oído se comprueba sin necesidad de haber leído el Cratilo de Platón. Entre las letras que componen ese nombre suenan la espada y las espuelas, y se ve el sombrero del gran penacho. ¿Y admitirás que el nombre es una representación de la cosa?—pregunta Sócrates en el diálogo del divino filósofo—Cratilo asiente. Cyrano tiene un nombre suyo como Rodrigo Díaz de Vivar, como Napoleón, como Catulle Mendés. Los nombres dicen ya lo que representan. Pues ese poeta farfantón y nobilísimo, de sonoro apelativo, debía ser bien recibido en un país en donde por mucho que se decaiga, siempre habrá en cada pecho un algo del espíritu de Don Quijote, algo de «romanticismo». ¡Romanticismo! «Sí—clama Julio Burell—romanticismo. Pero hoy el romanticismo que muere en Europa revive en América y en Oceanía. Cyrano de Bergerac—una fe, un ideal, una bandera, un deprecio de la vida—se llama Menelik en Abysinia, Samory en el Senegal, Maceo en Cuba y en Filipinas Aguinaldo...»
Verter el prestigioso alejandrino de Rostand al castellano era ya empresa dificultosa. Ni pensar siquiera en conservar el mismo verso, pues hay aquí crítica que aseguraría estar escrita en «aleluyas» la Leyenda de los siglos. Todo lo que no sea en metros usuales, silva, seguidilla, romance, sería mal visto, y renovadores de métrica como Banville, Eugenio de Castro o D'Annunzio, correrían la suerte del buen Salvador Rueda... Los tres catalanes—Martí, Vía y Tintorer—que tradujeron la obra, se fueron directamente a la silva y al romance; y ni siquiera intentaron poner en versos de nueve sílabas la balada o la canción llena de gracia heroica y alegre:
Ce sont les cadets de Gascogne
De Carbon de Castel-Jaloux
Bretteurs et menteurs sans vergogue
Ce sont les cadets de Gascogne...
y tan desairadamente se convirtió en:
Son los cadetes de la Gascuña
Que a Carbón tienen por capitán...
Luego hicieron cortes lamentables, como en el parlamento de Cyrano, sobre la nariz, y cambios más lamentables aún, como trocar la frase final, la frase básica de ¡Mon panache! por: La insignia de mi grandeza... ¡Qué queréis! por una palabra castiza se dan aquí diez ideas; y es muy posible que si Cyrano dice claramente: Mi penacho, nadie hubiera comprendido, o ese galicismo arruina la obra. De todos modos, los catalanes han llenado bien su