—Corriente—diría entonces la curiosilla Virtudes, deseando conocer hasta el último escondrijo del almario de su amiga—. Nada te inquieta, nada te apura, y vives en la mayor tranquilidad, por lo que toca a tu primo el mejicano; pero a la edad en que te hallas, con la salud y la belleza que posees, recién salida de la prisión del colegio, lo adorada que te ves de tu padre, tan rico y tan complaciente y tan campechano, ¿qué demonio es el que más te tienta ahora?... Porque alguno ha de tentarte, o es mentira que el demonio no sosiega. ¿Cuál es tu mayor ambición por de pronto? ¿qué es lo que con mayores ansias apeteces y deseas?
Sin titubear hubiera respondido Nieves:
—Aire, luz, independencia, ruido de arboledas y música de pajarillos. Sé que hay grandes ciudades llenas de maravillas, para admiración y recreo de las personas ricas y desocupadas, y que las mujeres de nuestra clase brillan y gozan entre los placeres de su mundo. Todo eso está bien donde está; pero hoy no me tienta, porque no lo echo de menos todavía. Si me metieran entre ello, lo aceptaría sin grandes repugnancias; pero puesta a elegir, me quedo con lo otro, que me gusta más ahora, y sin temor de que me engañe el pensamiento, porque bien sabes tú que siempre fui muy inclinada hacia ese lado. Y no hay más.
Y no lo había, realmente, en los adentros de la pobre muchacha, tan mal comprendida por su padre en ese particular... y en algún otro, pues no debe olvidarse que el arrechucho gordo de don Alejandro Bermúdez Peleches nació de haberla visto, de súbito, vestida de mujer, con unos fulgores y unos centelleos y un poder incendiario que le metían miedo; y hay que dejar bien declarado, hasta por obra de justicia, que no había en la naturaleza física de Nieves el menor detalle que no estuviera en cabal armonía con el sosegado equilibrio y la honrada disciplina de su conciencia moral.
Efectivamente: ese equilibrio y ese sosiego y esa honrada disciplina, y no otras cosas más feas, acusaban el tranquilo y hondo mirar de sus rasgados ojos azules, su boca tan bien plegadita y tan fresca, la blancura nacarada de su tez, la riqueza sobria y elegante de los contornos de su busto, la finura de su talle y el aplomo reposado y la gallardía de su andar.
No era alta ni daba en cara por hermosa; pero sí por interesante en sumo grado. La única nube que obscurecía a menudo la transparente claridad de su semblante, era un repentino fruncimiento de su lindo entrecejo; pero este detalle, como efecto mecánico de una extremada sinceridad de pensamientos y de impresiones, no daba a la expresión de su mirada el menor acento de dureza. Era sana como un coral, muy ingenua, sobre todo, y diligente y animosa. Pintaba un poco, tocaba regularmente el piano y leía con gusto los buenos libros de imaginación. No era una artista; pero sentía y saboreaba el arte a su manera.
¡Y el bendito de su padre, sin acertar a leer lo que estaba tan a la vista en aquel libro tan abierto!
Pensando como se ha visto, llegó Bermúdez a su despacho; y manoseando la correspondencia que el ama de llaves había dejado sobre su pupitre mientras andaba él a caza de los secretos de Nieves, topó con una carta que traía el sello de la administración de correos de Villavieja. Alegrose mucho de ello, y se sentó para leerla con toda comodidad, porque prometía, por el bulto, ser bastante larga.
Abriola, y lo era en efecto. La firmaba don Claudio Fuertes y León, y decía lo que podrá ver el lector, si es curioso, en el siguiente capítulo.
—IV—
De lo que escribió desde Villavieja Don Claudio Fuertes y León, a Don Alejandro Bermúdez Peleches
I amigo y señor: quedan en ejecución y serán cumplidas conforme a los deseos de usted, las órdenes que se sirvió darme en su favorecida carta última, lo propio que lo han sido ya las que me ha ido comunicando en sus tres gratas anteriores, «en previsión», como usted decía, «de lo que pudiera suceder el día menos pensado». La noticia de que, al cabo, sucederá con entera certidumbre y en fecha no lejana, que también me fija usted, me ha servido de grandísima satisfacción. Quédame, sin embargo, el temor de que le engañen a usted algo los deseos en cuanto comience a realizarlos en esta vetusta y apolillada soledad, al cabo de tantos años de rodar por el mundo y de residencia en una de las ciudades más hermosas y florecientes de él. Cuando menos, es muy de recelar que, si no usted, porque ha nacido aquí y lo conoce bien y lo ama, pues lo arraigó en su corazón siendo niño, la señorita Nieves, que se halla en muy distinto caso, se aburra a los cuatro días; y en aburriéndose ella, ayúdeme usted a sentir. Pero a esto me replicará usted que me meto en lo que no me importa, y a buena cuenta le pido mil perdones por el atrevimiento.
»Cuando venga usted verá que se ha sacado todo el partido posible del deteriorado palación, y que no pegan del todo mal, después de las reparaciones hechas en él, aunque de prisa y corriendo y con los pocos y malos elementos que aquí hay, el piano y los demás muebles, trapos y cachivaches que usted me ha ido remitiendo, en los lugares que ocupan, según sus minuciosas instrucciones. En pliego adjunto le envío una nota bien detallada y comprensiva de todas las mejoras efectuadas en Peleches bajo mi dirección, para gobierno de usted antes de salir de Sevilla. Celebraré que le satisfaga.
»Dicho esto, paso a cumplir lo más peliagudo de todas las comisiones que he tenido el gusto de recibir de usted desde el día en que me honró con el cargo de apoderado suyo en este término municipal. Díceme usted que le envíe abundantes noticias, que sean así como a modo de pintura fiel de Villavieja en su estado actual, mirada por fuera y por dentro, porque hace muchos años que la ha perdido usted de vista y desea, cuando a ella vuelva, no pisar como en terreno desconocido. Con la seguridad de hacerlo mal, pero con el propósito firme de servirle a usted fielmente, allá va, a la buena de Dios, la pintura que me encomienda; y «si sale con barbas, san Antón...»
»Si le dijera a usted que Villavieja estaba en el propio ser y estado en que usted la dejó tantos años hace, le engañaría a usted y adularía a Villavieja; porque, en rigor de verdad y cumpliendo la ley de su destino, tiene de peor que entonces el estrago del tiempo transcurrido, y el de las miserias y la incuria de sus habitantes. De mejor, ni un ladrillo, ni un clavo, ni una teja. Lo que a la salida de usted estaba temblando, se ha venido al suelo, y mucho de lo que estaba firme y erguido entonces, se tambalea ahora preparándose para caer, o escarbando para echarse, como en casos parecidos se dice por acá. De