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en el desayuno. Para no hacernos sufrir, no nos había dicho nunca una palabra sobre su enfermedad, que yo descubrí tras su muerte al encontrar una radiografía entre sus cosas.

      Mis padres vivían un auténtico y sano paternalismo cuando estábamos en el “campamento” del pantano, en aquel lugar de trabajo a pie de obra, cuando éramos pequeños, o también más adelante, cuando íbamos allí durante las vacaciones. Así, por ejemplo, mi padre no se perdonaba nunca no recoger a un obrero en el camino, cuando él pasaba en coche. No dudaba ni un instante en ofrecer su coche si había que trasladar a algún trabajador al hospital con urgencia. Sé también que más de una vez tuvo que apaciguar una reyerta entre dos buenas mujeres que se habían enfrascado en una discusión airada, del mismo modo en que trataba de que sus hijos no discutieran. Admiraba mucho a los Hermanos de San Juan de Dios, vecinos nuestros de Sevilla, dedicados al cuidado de niños pobres enfermos, a quienes también extendía su cuidado paternal. Cuando los hermanos hospitalarios venían a pedir ayuda económica, nunca se marchaban sin una limosna, por pequeña que fuese, aunque no nos sobraban los medios.

      En la familia había además otro miembro muy notable: mi abuela materna, la nonna, que había venido para ayudar a mi madre cuando nació su segundo nieto. Era una mujer muy recia y fuerte, de baja estatura, llena de energía y de sentido común. Había salido a los dieciocho años de casa de sus padres, campesinos acomodados que vivían en el cantón de Neuchâtel con su numerosa prole, para ganarse la vida como institutriz. Poco antes de emprender su marcha se había prometido con un joven de Kloten, localidad cercana a Zúrich. Estuvo en Viena, Praga y Budapest, sin ver a su novio más que una sola vez —en Venecia— en catorce años: ¡esto se llama fidelidad! Después de la boda se instalaron en Florencia. En la Primera Guerra Mundial, mi abuela organizó guarderías para los hijos de los soldados italianos que luchaban en el frente. Durante la Guerra Civil, vivía ya en España, pero seguía siendo la misma mujer fuerte y valiente. Una vez nos sorprendió una batalla naval cuando atravesábamos en barco el estrecho de Gibraltar. Lógicamente, la reacción de los pasajeros fue de pánico, pero mientras algunos corrían a refugiarse en las bodegas, mi abuela, en cubierta, reloj en mano, contaba los segundos que transcurrían desde el destello de cada disparo hasta que se escuchaba el cañonazo. Calculaba la distancia del atacante, llegando a la conclusión de que estaba a kilómetro y medio. Ni el mar ni el aire suponían un impedimento para ella. A los ochenta y ocho años tuvo su bautizo del aire, embarcando por primera vez en avión para ir a Suiza. Mi tía, que fue a recogerla al aeropuerto, no la encontró enseguida porque la nonna estaba en el bar, con los pilotos, celebrando aquella “hazaña” con una copita. A pesar de una dolencia cardiaca que la aquejaba desde muy joven, murió a los noventa y nueve años. Bastante tiempo después podíamos los nietos tropezar en cualquier rincón de Andalucía con andaluces de edades muy diversas, que preguntaban por la nona, como se la conocía allí.

      Formaban parte de la familia, además, Agustina, la niñera, y sus primas Carmela, la “cuerpo casa” e Isabel, la costurera. Carmela era también una mujer de una pieza, recia como mi abuela. La recuerdo durante la guerra, en Punta Umbría, contando conchitas de todas las formas, tamaños y colores que había recogido a la orilla del mar mientras se escuchaban las bombas en la lejanía. La cocina, sin embargo, era dominio indiscutido e inexpugnable de la nonna. Teníamos mucho cariño a las tres mujeres, cariño al que ellas correspondían. Ninguno de los cinco hermanos —hace muchos años que dejamos todos de vivir en Sevilla— regresaríamos nunca a esa ciudad sin hacer todo lo posible para visitarles. Había también en la casa otros habitantes: el perro Tenorio y su sucesor Tabú, el gato Mini y algún que otro inquilino ocasional, como tortugas, palomas, gallinas y gusanos de seda, y hasta renacuajos que traíamos de la calle cuando la lluvia había formado charcas en la carretera.

      Aquella primera experiencia, un poco indirecta, de la guerra, nos preparó para los eventos que viviríamos más tarde.

      En verano, repartíamos los días de vacaciones entre alguna playa andaluza del Atlántico (unos años fuimos a Rota, otros a Punta Umbría) y alguna central eléctrica en la que mi padre hubiera construido el muro de contención. Mientras estábamos de vacaciones en Punta Umbría estalló la Guerra Civil española, en julio de 1936. Hasta ese momento, por mi edad, no me había hecho mucho cargo de la gravedad de la situación política y social del país. Un día llegó mi padre con la expresión muy alterada y nos dijo que no podíamos volver a Sevilla, que teníamos que hacer enseguida las maletas y huir a Gibraltar. Viví aquel momento como si me hubiese despertado de golpe, y a mis siete años me di cuenta de que aquello no iba a ser tan solo una aventura divertida. Recuerdo a la gente colgando banderas o trapos rojos en las fachadas, porque iban a llegar los milicianos. Un día aparecieron en nuestra casa dos hombres de aspecto muy sencillo y preguntaron a mi madre por qué nosotros no habíamos puesto esas banderas, y al decirles mi madre que porque éramos suizos, uno preguntó al otro: «Dicen que son suizos. Y eso, ¿qué es?». También recuerdo a mi madre entregando toda la comida que había en la casa a una de las sirvientas, que por ser de allí, no venía con nosotros como las demás; y tengo grabada en la memoria la extraña sensación de dormir en un estrecho banco de madera, en el camarote del marinero inglés en cuyo barco de carbón cruzamos el estrecho de Gibraltar. En pleno Estrecho nos pasaron a un buque de guerra, también inglés, el Wild Swan,