Cortó los despotriques vertiginosos de la Burlada, produciendo un silencio terrorífico en el pasadizo, la repentina aparición de la señá Casiana por la puerta de la iglesia.
—Ya salen de misa mayor—dijo; y encarándose después con la habladora, echó sobre ella toda su autoridad con estas despóticas palabras: «Burlada, pronto a tu puesto, y cerrar el pico, que estamos en la casa de Dios».
Empezaba a salir gente, y caían algunas limosnas, pocas. Los casos de ronda total, dando igual cantidad a todos, eran muy raros, y aquel día las escasas moneditas de cinco y dos céntimos iban a parar a las manos diligentes de Eliseo o de la caporala, y algo le tocó también a la Demetria y a señá Benina. Los demás poco o nada lograron, y la ciega Crescencia se lamentó de no haberse estrenado. Mientras Casiana hablaba en voz baja con Demetria, la Burlada pegó la hebra con Crescencia en el rincón próximo a la puerta del patio.
—¡Qué le estará diciendo a la Demetria!
—A saber... Cosas de ellas.
—Me ha golido a bonos por el funeral de presencia que tenemos mañana. A Demetria le dan más, por ser arrecomendada de ese que celebra la primera misa, el D. Rodriguito de las medias moradas, que dicen es secretario del Papa.
—Le darán toda la carne, y a nosotras los huesos.
—¡A ver!... Siempre lo mismo. No hay como andar con dos o tres criaturas a cuestas para sacar tajada. Y no miran a la decencia, porque estas holgazanotas, como Demetria, sobre ser unas grandísimas pendonazas, hacen luego del vicio su comercio. Ya ves: cada año se trae una lechigada, y criando a uno, ya tiene en el buche los huesos del año que viene.
—¿Y es casada?
—Como tú y como yo. De mí nada dirán, pues en San Andrés bendito me casé con mi Roque, que está en gloria, de la consecuencia de una caída del andamio. Esta dice que tiene el marido en Celiplinas, y será que desde allá le hace los chiquillos... por carta... ¡Ay, qué mundo! Te digo que sin criaturas no se saca nada: los señores no miran a la dinidá de una, sino a si da el pecho o no da el pecho. Les da lástima de las criaturas, sin reparar en que más honrás somos las que no las tenemos, las que estamos en la senetú, hartas de trabajos y sin poder valernos. Pero vete tú ahora a golver del revés el mundo, y a gobernar la compasión de los señores. Por eso se dice que todo anda trastornado y al revés, hasta los cielos benditos, y lleva razón Pulido cuando habla de la rigolución mu gorda, mu gorda, que ha de venir para meter en cintura a ricos miserables y a pobres ensalzaos».
Concluía la charlatana vieja su perorata, cuando ocurrió un suceso tan extraño, fenomenal e inaudito, que no podría ser comparado sino a la súbita caída de un rayo en medio de la comunidad mendicante, o a la explosión de una bomba: tales fueron el estupor y azoramiento que en toda la caterva mísera produjo. Los más antiguos no recordaban nada semejante; los nuevos no sabían lo que les pasaba. Quedáronse todos mudos, perplejos, espantados. ¿Y qué fue, en suma? Pues nada: que Don Carlos Moreno Trujillo, que toda la vida, desde que el mundo era mundo, salía infaliblemente por la puerta de la calle de Atocha... no alteró aquel día su inveterada costumbre; pero a los pocos pasos volvió adentro, para salir por la calle de las Huertas, hecho singularísimo, absurdo, equivalente a un retroceso del sol en su carrera.
Pero no fue principal causa de la sorpresa y confusión la desusada salida por aquella parte, sino que D. Carlos se paró en medio de los pobres (que se agruparon en torno a él, creyendo que les iba a repartir otra perra por barba), les miró como pasándoles revista, y dijo: «Eh, señoras ancianas, ¿quién de vosotras es la que llaman la señá Benina?».
—Yo, señor, yo soy—dijo la que así se llamaba, adelantándose temerosa de que alguna de sus compañeras le quitase el nombre y el estado civil.
—Esa es—añadió la Casiana con sequedad oficiosa, como si creyese que hacía falta su exequatur de caporala para conocimiento o certificación de la personalidad de sus inferiores.
—Pues, señá Benina—agregó D. Carlos embozándose hasta los ojos para afrontar el frío de la calle—, mañana, a las ocho y media, se pasa usted por casa; tenemos que hablar. ¿Sabe usted dónde vivo?
—Yo la acompañaré—dijo Eliseo echándosela de servicial y diligente en obsequio del señor y de la mendiga.
—Bueno. La espero a usted, señá Benina.
—Descuide el señor.
—A las ocho y media en punto. Fíjese bien—añadió D. Carlos a gritos, que resultaron apagados porque le tapaban la boca las felpas húmedas del embozo raído—. Si va usted antes, tendrá que esperarse, y si va después, no me encuentra... Ea, con Dios. Mañana es 25: me toca en Montserrat, y después, al cementerio. Con que...
IV
¡María Santísima, San José bendito, qué comentarios, qué febril curiosidad, qué ansia de investigar y sorprender los propósitos del buen D. Carlos! En los primeros momentos, la misma intensidad de la sorpresa privó a todos de la palabra. Por los rincones del cerebro de cada cual andaba la procesión... dudas, temores, envidia, curiosidad ardiente. La señá Benina, queriendo sin duda librarse de un fastidioso hurgoneo, se despidió afectuosamente, como siempre lo hacía, y se fue. Siguiola, con minutos de diferencia, el ciego Almudena. Entre los restantes empezaron a saltar, como chispas, las frasecillas primeras de su sorpresa y confusión: «Ya lo sabremos mañana... Será por desempeñarla... Tiene más de cuarenta papeletas.
—Aquí todas nacen de pie—dijo la Burlada a Crescencia—, menos nosotras, que hemos caído en el mundo como talegos».
Y la Casiana, afilando más su cara caballuna, hasta darle proporciones monstruosas, dijo con acento de compasión lúgubre: «¡Pobre Don Carlos! Está más loco que una cabra».
A la mañana siguiente, aprovechando la comunidad el hecho feliz de no haber ido a