Pero, por más que se trate de un entorno escasamente natural proporciona, no obstante, una imagen muy detallada de la respuesta cerebral a determinados estímulos, ya sea la foto de una persona aterrada o, empleando auriculares, la risa de un bebé. Los estudios de imagen cerebral que emplean estos métodos han permitido a los neurocientíficos determinar con una exactitud sin precedentes las regiones cerebrales que participan en una amplia diversidad de encuentros interpersonales.
En la investigación dirigida por Ochsner con que iniciábamos esta sección, una mujer debía contemplar una fotografía y anotar claramente los pensamientos y sentimientos que le suscitase la imagen. Luego fue invitada a echar un nuevo vistazo a la fotografía y considerar más detenidamente la situación. Esa revisión fue la que le permitió pasar de la imagen inicial de un funeral a la de una boda, un cambio que debilitó los mecanismos neuronales desencadenantes de su tristeza.
La secuencia neuronal es concretamente la siguiente: la amígdala derecha, el centro que desencadena las emociones más angustiosas, comienza llevando a cabo una valoración emocional automática y ultrarrápida de lo que está sucediendo en la fotografía –un funeral– y activa, en consecuencia, los circuitos de la tristeza.
Esa primera respuesta emocional es tan espontánea y veloz que, cuando la amígdala dispara sus reacciones para activar otras regiones cerebrales, los centros corticales encargados del pensamiento todavía no han acabado de analizar la situación. El disparo de la amígdala se ve corroborado y perfeccionado luego por los sistemas que vinculan los centros emocionales a los cognitivos, agregando así una tonalidad emocional a nuestra percepción. Así es como se articulan nuestras primeras impresiones («¡Qué triste! Está llorando en un entierro»).
La reconsideración deliberada de la fotografía («No es un entierro, sino una boda») acaba reemplazando la impresión inicial por otra nueva, momento en el cual el primer aluvión de sentimientos negativos se ve reemplazado por otro más positivo e iniciando una cascada de mecanismos que acaban silenciando a la amígdala y otros circuitos relacionados.
Los resultados de la investigación dirigida por Ochsner sugieren que, cuanta mayor es la implicación de la corteza cingulada anterior, más probable es que la reconsideración racional posterior acabe transformando positivamente nuestro estado de ánimo. Cuanto mayor es, además, la activación de las áreas prefrontales durante la reevaluación, más silenciosa se torna la amígdala.32 Es como si, cuanto más intensa fuera la voz de la vía superior, más silenciosa se mantuviera la inferior.
Parece, pues, que la reconsideración consciente de una situación perturbadora lleva a la vía superior a controlar la amígdala mediante la activación de una serie de circuitos prefrontales alternativos. Por su parte, la estrategia mental concreta a la que apelamos durante la reevaluación parece determinar cuál de los circuitos que silencian la amígdala se activará.
Hay un circuito prefrontal que se activa cuando contemplamos de manera objetiva y desapegada –como si no tuviéramos la menor implicación personal con ella (la estrategia típicamente usada, dicho sea de paso, por los profesionales de la salud)– el malestar de otra persona, como el sufrimiento de un paciente gravemente enfermo, pongamos por caso.
Otra vía superior diferente y menos directa se activa cuando consideramos la situación del paciente desde una perspectiva más positiva diciéndonos, por ejemplo, que no está tan enfermo, que posee una constitución fuerte y que lo más probable es que se recupere.33 Al cambiar de este modo el significado de lo que percibimos, se modifica también su impacto emocional ya que, como dijo Marco Aurelio hace ya unos milenios, el sufrimiento «no se debe a la cosa misma sino al modo en que la estimamos, algo que podemos revocar en cualquier momento».
Los datos proporcionados por esta reevaluación nos permiten corregir la idea tan difundida como equivocada de que, puesto que «lo que pensamos, sentimos y hacemos discurre automáticamente en el tiempo que dura un parpadeo–, nos hallamos a merced de nuestra vida mental.34
Como dice Ochsner, «la idea de que todo sucede “automáticamente” resulta bastante equivocada. A fin de cuentas, la reevaluación modifica nuestra respuesta emocional y, cuando la realizamos deliberadamente, logramos un mayor control consciente de nuestras emociones».
El simple hecho de nombrar mentalmente las emociones que experimentamos puede refrenar también el funcionamiento de la amígdala, una forma de reevaluación que tiene grandes implicaciones en nuestra vida social.35 Por un lado, corrobora la posibilidad de modificar nuestras reacciones reflejas negativas hacia alguien, reconsiderando más detenidamente la situación y reemplazando una actitud irreflexiva por otra más útil tanto para los demás como para nosotros mismos.
Pero la vía superior también nos proporciona la posibilidad de responder del modo en que más nos guste, aun cuando hayamos sufrido un contagio indeseado.36 En tal caso, en lugar de vernos desbordados por el miedo histérico de alguien, podemos mantener la calma y proporcionar una ayuda más eficaz y, si alguien se halla demasiado agitado y no queremos compartir su estado, podemos protegernos del contagio y permanecer resueltamente en nuestro estado de ánimo preferido.
Son muchos los retos a los que nos enfrenta la vida y, si bien la vía inferior nos brinda una primera oportunidad de respuesta, la superior nos permite decidir la que realmente queremos dar.
LA REMODELACIÓN DE LA VÍA INFERIOR
David Guy tendría unos dieciséis años cuando experimentó su primer ataque de ansiedad. Ocurrió en clase de inglés, cuando su maestro le invitó a leer en voz alta su redacción semanal.
En ese mismo instante, su mente se vio desbordada por imágenes de sus compañeros de clase porque aunque, por aquel en- tonces, ya quería ser escritor y empezaba a experimentar con nuevas técnicas, sabía perfectamente que sus compañeros no tenían el menor interés en la escritura y no mostrarían el menor empacho en burlarse de él.
David se esforzó denodadamente por evitar lo que se imaginaba como el mayor de los ridículos, pero ello no impidió que se viese paralizado por el miedo. Su rostro enrojeció, sus manos empezaron a sudar y el corazón le latía tan deprisa que casi se le cortó la respiración y fue incapaz de articular una sola palabra. Y lo peor era que, cuanto más lo intentaba, mayor era el pánico que experimentaba.
Ese miedo escénico no desapareció con el paso del tiempo. Poco importó que el último curso fuese elegido delegado de clase porque, apenas se enteró de que debía pronunciar un discurso de aceptación, declinó la oferta. Más tarde, después de haber publicado su primera novela a los treinta años, David sigue sorteando como mejor puede ese tipo de situaciones y rechazando las invitaciones que recibe para hablar en público de su novela.37
Son muchas las personas que, como David Guy, tienen miedo a hablar en público. Las encuestas realizadas en este sentido demuestran que ésa es la más frecuente de todas las fobias y que afecta a uno de cada cinco ciudadanos de nuestro país. Pero el miedo escénico no es sino una de las principales modalidades que asume la “fobia social”, término con el que el manual de diagnóstico psiquiátrico denomina a la ansiedad generada por situaciones que van desde el miedo a conocer gente nueva hasta hablar con personas desconocidas, comer en público o incluso usar un lavabo público.
Como bien ilustra el caso de David, el primer episodio de este tipo suele presentarse en la adolescencia, pero el miedo dura toda la vida y quien lo padece hace lo que sea por evitar la situación temida, ya que sólo con imaginarlo puede desencadenar un ataque de ansiedad.
El miedo al público posee un extraordinario poder biológico. En tal caso, basta con que el sujeto imagine simplemente las críticas de la audiencia para que la amígdala responda con un aluvión de hormonas del estrés en lo que bien podemos calificar como el equivalente de un auténtico temporal