—Donde no caben los dos—le dijo por lo bajo Pinedo—es en casa de
Calderón.
—Nada de eso—manifestó Cobo en tono ligero y alegre—. Los amigos más reñidos son los mejores amigos. ¿Verdad, barbián?
Al mismo tiempo tomó la cabeza de Ramoncito con ambas manos y se la sacudió cariñosamente. Este le rechazó de mal humor.
—Quita, quita, no seas sobón.
Cobo y Maldonado eran íntimos amigos. Se conocían desde la infancia. Habían estado juntos en el colegio de San Antón. Luego en la sociedad siguieron manteniendo relaciones estrechas, principalmente en el Club de los Salvajes, adonde ambos acudían asiduamente. Como ambos ejercían la misma profesión, la de pasear a pie, en coche y a caballo; como ambos frecuentaban las mismas casas y se encontraban todos los días en todas partes, la confianza era ilimitada. Siempre había habido entre ellos, sin embargo, una graciosa hostilidad, pues Cobo despreciaba a Ramoncito, y éste, que lo adivinaba, manteníase constantemente en guardia. Esta hostilidad no excluía el afecto. Se decían mil insolencias, disputaban horas enteras; pero en seguida salían juntos en coche como si no hubiera pasado nada, y se citaban para la hora del teatro. Maldonado tomaba las cosas de Cobo en serio. Este se gozaba en llevarle la contraria en cuanto decía, hasta que conseguía irritarlo, ponerlo fuera de si. Mas el afecto desapareció en cuanto ambos pusieron los ojos en la chica de Calderón. No quedó más que la hostilidad. Sus relaciones parecía que eran las mismas; reuníanse en el club diariamente, paseaban a menudo juntos, iban a cazar al Pardo como antes. En el fondo, sin embargo, se aborrecían ya cordialmente. Por detrás decían perrerías el uno del otro; Cobo con más gracia, por supuesto, que Ramoncito, porque le tenía, fundada o infundadamente, un desprecio verdadero.
—Vamos, les pasa a ustedes lo que a mi hija y su marido….—dijo la de Frías.
—¡No tanto! ¡no tanto, Pepa!—interrumpió Ramírez afectando susto.
—¡Pero qué sinvergüenza es usted, hombre!—exclamó aquélla tratando de contener la risa, que no cuadraba a su mal humor característico—. Se parecen ustedes en que siempre están regañando y haciendo las paces.
Y se puso a describir con bastante gracia la vida matrimonial de su hija. Lo mismo ella que el marido eran un par de chiquillos mimosos, insoportables. Sobre si no la había pasado el plato a tiempo o no la había echado agua en la copa, sobre los botones de la camisa, o si no cepillaron la ropa, o tenía la ensalada demasiado aceite, armaban caramillos monstruosos. Los dos eran Igualmente susceptibles y quisquillosos. A veces se pasaban seis u ocho días sin hablarse. Para entenderse en los menesteres de la vida se escribían cartitas y en ellas se trataban de usted—. "Asunción me ha pasado un recado diciéndome que vendrá a las ocho para llevarme al teatro. ¿Tiene usted inconveniente en que vaya?"—escribía ella dejándole la carta sobre la mesa del despacho—. "Puede usted ir adonde guste"—respondía él por el mismo procedimiento—. "¿Qué platos quiere usted para mañana? ¿Le gusta a usted la lengua en escarlata?"—"Demasiado sabe usted que no como lengua. Hágame el favor de decir a la cocinera que traiga algún pescado, pero no boquerones como el otro día, y que no fría tanto las tortillas". Ninguno de los dos quería humillarse al otro. Así que, esta tirantez se prolongaba ridículamente, hasta que ella, Pepa, los agarraba por las orejas, les decía cuatro frescas y les obligaba a darse la mano. Luego, en las reconciliaciones, eran extremosos.
—¿Sabe usted, Pepa, que no quisiera estar yo allí en el momento de la reconciliación?—dijo Cobo haciendo alarde nuevamente de su malignidad brutal.
—Tampoco yo, hijo—respondió, dando un suspiro de resignación que hizo reir—. Pero ¡qué quiere usted! Soy suegra, que es lo último que se puede ser en este mundo, y tengo esa penitencia y otras muchas que usted no sabe.
—Me las figuro.
—No se las puede usted figurar.
—Pues, querida, a mí me gustaría muchísimo ver a mis hijos reconciliados. No hay cosa más fea que un matrimonio reñido—dijo la bendita de Mariana con su palabra lenta, arrastrada, de mujer linfática.
—También a mí … pero después que pasa la reconciliación—respondió
Pepa, cambiando miradas risueñas con Cobo Ramírez y Pinedo.
—¡De qué buena gana me reconciliaría yo con usted, Mariana, del mismo modo que esos chicos!—dijo en voz muy baja el almibarado general Patiño, aprovechando el momento en que la esposa de Calderón se inclinó para hurgar el fuego con un hierro niquelado. Al mismo tiempo, como tratase de quitárselo para que ella no se molestase, sus dedos se rozaron, y aun puede decirse, sin faltar a la verdad, que los del general oprimieron suave y rápidamente los de la dama.
—¡Reconciliarse!—dijo ésta en voz natural—. Para eso es necesario antes estar enfadados y, a Dios gracias, nosotros no lo estamos.
El viejo tenorio no se atrevió a replicar. Rió forzadamente, dirigiendo una mirada inquieta a Calderón. Si insistía, aquella pánfila era capaz de repetir en voz alta la atrevida frase que acababa de decirle.
—Por supuesto—siguió Pepa—que yo me meto lo menos posible en sus reyertas. Ni voy apenas por su casa. ¡Uf! ¡Me crispa el hacer el papel de suegra!
—Pues yo, Pepa, quisiera que fuese usted mi suegra—dijo Cobo, mirándola a los ojos codiciosamente.
—Bueno, se lo diré a mi hija, para que se lo agradezca.
—¡No, si no es por su hija!… Es porque … me gustaría que usted se metiese en mis cosas.
—¡Bah, bah! déjese usted de músicas—replicó la de Frías medio enojada.
Un amago de sonrisa que plegaba sus labios pregonaba, no obstante, que la frase la había lisonjeado.
Ramoncito volvió a sacar la conversación del teatro Real, la liebre que sale y se corre en todas las tertulias distinguidas de la corte. La ópera, para los abonados, no es un pasatiempo, sino una institución. No es el amor de la música, sin embargo, lo que engendra esta constante preocupación, sino el no tener otra cosa mejor en qué ocuparse. Para Ramoncito Maldonado, para la esposa de Calderón y para otros muchos, los seres humanos se dividen en dos grandes especies: los abonados al teatro Real y los no abonados. Los primeros son los únicos que expresan realmente de un modo perfecto la esencia de la humanidad. Gayarre y la Tosti fueron puestos otra vez a discusión. Los que habían llegado últimamente dieron su opinión, tanto sobre el mérito como sobre la disposición física de los dos cantantes.
Ramoncito se puso a contar en voz baja a Esperanza y a Paz que la noche anterior había sido presentado a la Tosti en su camerino. "Una mujer muy amable, muy fina. Le había recibido con una gracia y una amabilidad sorprendentes. Ya había oído hablar mucho de el, de Ramoncito, y tenía deseos vivos de conocerle personalmente. Cuando supo que era concejal, quedó asombrada por lo joven que había llegado a ese puesto. ¡Ya ven ustedes que tontería! Por lo visto, en otros países se acostumbra a elegir sólo a los viejos. De cerca era aún mejor que de lejos. Un cutis que parece raso; una dentadura preciosa; luego una arrogante figura; el pecho levantado y ¡unos brazos!…"
La vanidad hacía a Ramoncito no sólo torpe, porque es regla bien sabida que cuando se galantea a una mujer no debe alabarse con demasiado calor a otra, sino un tantico atrevido dirigiéndose a niñas. Estas se miraban sonrientes, brillándoles los ojos con fuego malicioso y burlón que el joven concejal no observaba.
—Y diga usted Ramón, ¿no se ha declarado usted a ella?—le preguntó
Pacita.
—Todavía no—respondió haciéndose cargo ya de la intención burlona de la pregunta.
—Pero se declarará.
—Tampoco. Estoy