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—¿Suicidarte? ¿Pero comprendes bien lo que dices?
—Y en definitiva, ¿para qué debo vivir? ¿Qué misión me espera? ¿Qué ideal puede estimularme ya?...
—No te diré cuál es la razón filosófica de tu existencia, porque la ignoro; pero, puesto que vives, ¡vive! qué diablos.
—Como cualquier animal...
—¡Supongámoslo!... ¿y quién te ha dicho que los animales sufren en su condición de tales?...
—Tú echas todo a la broma y a la jarana, porque eres feliz.
—No, Ricardo, yo no soy feliz en el concepto en que tú y todos entienden la felicidad, porque la felicidad comprende un cúmulo de circunstancias que jamás se encuentran reunidas; lo que hay es que yo no quiero ser desgraciado y... ¡no lo soy!
—Porque la desgracia no te agarra...
—¡Me agarra a cada rato! ¡Me ha agarrado mil veces! pero la desgracia se aburre conmigo.
—No te entiendo.
—¡Pues es claro! La desgracia es como una persona seria que se fastidia en compañía de quien ríe constantemente.
—Lo difícil, lo imposible es eso; reír siempre...
—¡Qué ha de ser difícil! Todo es cuestión de resolverse, no sólo en defensa propia, te diría, sino en homenaje a la risa que es, sin disputa, nuestra patente de racionales.
—Tampoco te entiendo.
—¡Sí, hombre! Nosotros, los humanos, somos los únicos animales que reímos y observa que la diferencia positiva que nos distingue de los demás bichos de la creación es la de reír.
—¿Y la de sufrir?...
—¿Y quién te ha dicho que las gallinas de tu casa no sufren horriblemente cuando se hace guiso de pollos? ¿O que los gatos de nuestros tejados no se sumergen en un mar de tristeza cada vez que nuestros fonderos ofrecen a sus clientes el «civet de liebre»?... ¿Sabes lo que sucede?...
—No sé adonde vas.
—A esto: los animales sufren lo mismo que nosotros, pero no les importa.
—Eso dices tú.
—No, Ricardo; esto lo demuestran los mismos animales, y si no observa a las vacas, por ejemplo; ¿tú crees que una vaca a la que el tambero le quita la leche que ella formó para su ternero no sufre? ¡Sufre, che! pero se resigna. ¿Y sabes cómo lo demuestra?... ¡Comiendo de nuevo para tener leche otra vez, en la esperanza de que le alcance al hijo de sus entrañas!...
—Comen para satisfacer una necesidad.
—¡Justamente! y nosotros debemos hacer lo mismo; ¿o tú crees que no necesitamos nutrirnos para seguir viviendo?
—No sólo de pan vive el hombre.
—¡Ya lo creo! pero así como nuestra economía animal nos exige alimentos que se llaman pucheros, bifes, carbonada, locro—¿te gusta el locro? ¿qué rico es con pedacitos de cordero, eh?—bueno, pues lo mismo nuestro ser moral reclama sus alimentos espirituales, que se llaman: resignación, esperanza, jovialidad, ¡risa, ché! ¡risa!... ¡mucha risa!
—Es muy fácil decirlo.
—¡Y hacerlo! Yo lo hago, sin dejar de rendir mi obligado tributo a los dolores morales; pero cuando uno de éstos me manifiesta intenciones de molestarme demasiado, metiéndoseme muy adentro o quedándose en mí más tiempo del tolerable, ¡me le planto delante, le suelto una carcajada y le señalo la puerta: a embromar a otro! Lo mismo que con las personas; como que hay «personas-dolor» y «personas-alegría». A una de éstas le digo: ¡Cuánto gusto! ¡Adelante! Tome asiento;—a las otras les hago decir con mi sirviente que no estoy.
—¿Y qué haces cuando una de esas que llamas «personas-dolor» te sorprende y te agarra sin poder evitarlo?
—¿A qué hora?
—¿Cómo a qué hora?
—Sí, pues; porque según la hora será el rumbo que tome; si es de día la llevo al club, a la Bolsa, a la casa de gobierno o a cualquier sitio que tenga salas de espera y puertas de escape; si es de noche, al teatro y en el primer entreacto ¡zas! me le escabullo.
—Eso puede hacerse con las personas; pero no con los dolores morales.
—¡Se hace lo mismo! Y aun es más fácil desprenderse de una pena que de ciertas personas profesionales de la impertinencia. ¿Ignoras acaso que el alcohol es un irresistible anestésico para todo dolor moral?
—Sin duda; pero el remedio es peor que la enfermedad.
—La tarea, pues, está en encontrar remedios que curen sin enfermar.
—¿Cuáles serían?...
—En tu caso ya te lo he dicho y repetido cien veces, y es necesario que aceptes el tratamiento que te receto: te vienes con Lorenzo y conmigo a la estancia del viejo; pasamos allá una temporada, cuanto más prolongada mejor. Comes buenos churrascos; andas a caballo; tomas aire puro y, contagiado por mí, acabarás por reírte de todo ese mundo de cosas deleznables y subalternas que actualmente te tienen envuelto en nieblas... ¡Contra las nieblas: sol, sol y mucho sol! y después vendrá sola, vibrante, sonora, la risa, la sana, la enérgica, la invencible, la fecunda, la suprema demostración de que no somos tan... animales... ¡Ríete!... ¡no seas pavo!... ¡¡Ríete!!... ¡Como yo!... ¡Así...!
—Es que oyéndote a ti acaba uno por ver todo color de rosa.
—¡Como tú quieras! ¿pero irás con nosotros, eh?... Ya ves que Lorenzo ha resuelto acceder a mi pedido... y tú no puedes desairarme... por otra parte, la partida depende de ti y... ¡sin ti no me voy!... e impedirás que el pobre Lorenzo se cure también de sus males que son más o menos los tuyos...
—¿Y qué precisión hay en que yo les acompañe?
—La de curarte y, sobre todo, ¡caramba! ya basta de explicaciones: ¿vas o no? A esto he venido... por última vez...
—Bueno, ¡iré!
—¡Bravo!... ¡Venga un abrazo!... ¡Ya ha empezado tu mejoría!
—Mi mejoría... Tú eres muy bueno, Melchor.
—¡Ah!... ¡Soy una monada!...—contestó éste riendo de nuevo como lo había hecho durante todo el diálogo sostenido con su amigo de la infancia Ricardo Merrick, cuyo estado moral combatía desde algunos meses, como combatía también el de otro amigo, Lorenzo Fraga, con quien conservaba desde la escuela un hondo afecto, realmente fraternal.
Ganada la batalla con Ricardo y convenida definitivamente la partida para el campo, se dirigió a casa de Lorenzo a darle la buena noticia, y luego a la suya, a la que ansiaba llegar pronto para darla también, como lo hizo, en un verdadero estallido de su inconmensurable altruismo.
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—Ya no eres un niño, Melchor—le dijo su madre,—y debes saber lo que haces; pero yo creo que extremas un poco las obligaciones de tu amistad para con Lorenzo y Ricardo.
—¡Pero, mamá! ¡Gran cosa!
—Pues es nada, hijo: dejas tus ocupaciones por un tiempo que tú mismo no sabes cuánto será; dejas a tu novia y nos dejas a nosotros por irte a cuidar a dos amigos.
—Están enfermos, mamá, y yo creo que puedo curarlos.
—¿De cuándo acá eres médico?
—El mal de ellos no lo cura un médico, sino un amigo.