LA ATENCIÓN PLENA
¿Qué es, después de todo, la atención plena? Según el monje y erudito budista Nyanaponika Thera, la atención es «la llave maestra infalible y el punto de partida para el conocimiento de la mente, la herramienta perfecta y el punto focal para el desarrollo de la mente, la manifestación más elevada y el punto culminante de la libertad mental». No está mal para algo que básicamente consiste en prestar atención.
Bien podríamos decir que la atención plena es una conciencia sin juicios que se cultiva instante tras instante mediante un tipo especial de atención abierta, no reactiva y sin prejuicios en el momento presente. Cuando se practica de un modo deliberado, se la denomina atención voluntaria, y cuando aparece de manera espontánea –como suele suceder cada vez más frecuentemente en la medida en que avanza nuestra práctica voluntaria–, se la llama atención sin esfuerzo; pero, en cualquiera de los casos, la atención plena es la atención plena.5
Quizás la atención plena sea, de entre todas las prácticas meditativas de sabiduría desarrolladas por las culturas tradicionales de todo el mundo a lo largo de la historia, la más básica, la más poderosa, la más universal y la más fácil de entender y de llevar a cabo. También es, obviamente, la que más necesitamos hoy en día, porque no es más que la capacidad, a la que todos podemos acceder, de saber lo que realmente está sucediendo tal y como está sucediendo. El maestro de vipassana Joseph Goldstein la define como «la cualidad de la mente que está presente sin juicio ni interferencia alguna. Es como un espejo que refleja claramente todo lo que desfila ante él». Larry Rosenberg, otro maestro de vipassana, la llama «el poder observador de la mente, un poder que varía en función de la madurez del practicante». Pero yo añadiría que, si la atención plena es un espejo, se trata de un espejo que conoce de manera no conceptual todo lo que cae dentro de su alcance y que, al no ser bidimensional, se asemeja más a un campo electromagnético que a un espejo, un campo de conocimiento, un campo de conciencia, un campo que, como un espejo, está esencialmente vacío y, en consecuencia, “puede contener” todo lo que desfila frente a él.
Si la atención plena es una cualidad innata de la mente, también es una cualidad que puede –y, para la mayor parte de nosotros, debe– perfeccionarse a través de la práctica sistemática. Ya hemos mencionado lo distorsionada que suele estar nuestra capacidad innata de prestar atención. De eso, precisamente, trata la meditación, del cultivo deliberado y sistemático de la presencia atenta y, a través de ella, de la sabiduría, de la compasión y de cualquier otra cualidad de la mente y del corazón que nos libere de los grilletes de la ceguera y la ilusión.
La postura atencional a la que llamamos atención plena ha sido calificada por Nyanaponika Thera como “el corazón de la meditación budista”. Se trata de un elemento central de las enseñanzas del Buda y de todas las tradiciones budistas, desde las distintas corrientes del zen en China, Corea, Japón y Vietnam a las distintas escuelas de vipassana o “meditación de la visión profunda” de la tradición theravada de Birmania, Camboya, Tailandia y Sri Lanka, las del budismo tibetano (Vajrayana) en la India, Tibet, Nepal, Ladakh, Bután, Mongolia y Rusia, escuelas y tradiciones que, en su inmensa mayoría, han acabado estableciendo sólidas raíces en las culturas occidentales en que actualmente florecen.
Su llegada a Occidente en una época relativamente reciente no es más que la expansión histórica de la misma flor que se difundió por toda la India durante los siglos posteriores a la muerte del Buda y acabó propagándose en muchas formas diferentes a través de toda Asia, y que, en tiempos relativamente recientes, regresó a la India, de donde casi había desaparecido desde hace varios siglos.
Estrictamente hablando, la aplicación de la atención plena da lugar a la aparición de la conciencia. Cuanto mayor y más estable sea nuestra atención plena, mayor será la conciencia y la profundidad de la comprensión que podrá proporcionarnos. Hablando en un sentido lato, sin embargo, los términos atención y conciencia son sinónimos, y, por mor de sencillez, nos atendremos a este último uso. Y puesto que no hay nada especialmente budista, oriental, occidental, norteño o sureño en el hecho de prestar atención o en la conciencia, la esencia de la atención plena es algo absolutamente universal que tiene más que ver con la naturaleza de la mente humana que con ideologías, creencias o cultura alguna, y está más relacionada con la capacidad de conocer (o, como ya hemos dicho, con lo que se llama conciencia) que con una religión, filosofía o punto de vista concreto.
Una de las cualidades especiales de cualquier espejo, grande o pequeño, por volver a ese símil, es su capacidad para contener cualquier paisaje, dependiendo de su orientación y de que esté limpio, cubierto de polvo o empañado por el paso del tiempo. No hay necesidad alguna de anclar el espejo de la atención plena y restringirlo a una imagen concreta excluyendo otros paisajes igualmente válidos. Hay muchas formas de conocimiento, pero la atención plena las incluye y subsume todas, del mismo modo que también podríamos decir que sólo hay una verdad, pero muchas formas de expresarla en la inmensidad del tiempo y del espacio y en la gran diversidad de las condiciones culturales y locales.
Pero la metáfora del espejo para ilustrar la atención plena, por más valiosa que sea en ciertas ocasiones, también resulta, en otras, limitadora, porque la imagen que refleja es siempre invertida. Cuando usted contempla su rostro en un espejo, no lo ve del mismo modo en que lo ven los demás, sino que ve una imagen especular de su rostro en la que la derecha de la imagen es la izquierda de la realidad y viceversa. Además, la imagen del espejo no es tridimensional y, en consecuencia, no refleja las cosas tal como realmente son, sino que simplemente nos muestra una imagen limitada e ilusoria de ellas.
Todas las culturas, tanto antiguas como contemporáneas, valoran la importancia de la atención plena, aunque quizás no la conozcan con ese nombre. De hecho, podríamos decir que nuestra vida y nuestra presencia dependen de la claridad de la mente como espejo y de su capacidad para reflejar, contener, descubrir y conocer fielmente las cosas tal como son. Nuestros ancestros, por ejemplo, debían llevar a cabo evaluaciones instantáneas y exactas de la situación casi instante tras instante, porque de ello dependía su supervivencia individual y hasta la extinción de toda la comunidad. Quienes hoy poblamos la Tierra descendemos de generaciones de supervivientes, porque la mente que podía darse cuenta de lo que estaba ocurriendo y saber en qué podía confiar y a qué debía reaccionar disponía de una clara ventaja evolutiva, y quienes, por el contrario, tenían espejos deformados no podían tomar decisiones que garantizasen su supervivencia y transmitir sus genes a sus sucesores. En este sentido, los espejos claros que puedan reconocer y reflejar de inmediato todas las cuestiones relacionadas con la supervivencia que atraviesan el umbral de nuestros sentidos nos proporcionan una clara ventaja evolutiva.
Somos los herederos de ese proceso continuo de selección y autoperfección. Si nos detenemos a pensar en ello, todos nosotros somos como los jóvenes moradores de Lake Wobegon de los que nos habla el relato de Garrison Keillor, seres realmente milagrosos que se hallan por encima de la media, muy por encima de la media.
A lo largo de los siglos, la capacidad innata universal de la que todos disponemos para sintonizar perfectamente nuestra percepción y nuestra conciencia se ha visto explorada, cartografiada, conservada, desarrollada y perfeccionada, no tanto por las sociedades cazadoras y recolectoras de la prehistoria (a las que lamentablemente el “éxito” del flujo de la historia humana llevó al borde de una extinción que se llevaría consigo todo su conocimiento), por la agricultura y la división y especialización del trabajo o por la emergencia de tecnologías avanzadas, sino más bien por los monasterios. Esos entornos deliberadamente aislados aparecieron muy temprano y han atravesado multitud de vicisitudes, renunciando a las preocupaciones mundanas para poder dedicar toda su energía al cultivo, el perfeccionamiento y la profundización de la atención plena y empleándola para investigar la naturaleza de la mente con la intención de liberarse de la cárcel de la aflicción y el sufrimiento y alcanzar el conocimiento claro de lo que significa