Para nuestra mano entrometida, cada cráneo infantil representa una lámpara de Aladino: esperamos que brote alguna maravilla. Si este ademán se acompaña de grititos y onomatopeyas, la malaventura quedará garantizada.
Dos cabezas que se encuentran son capaces de todo. De producir conceptos más altos que la suma de sus vuelos. De anularse entre sí, desperdiciando con ejemplar torpeza sus respectivos recursos. Y de leer a la vez una misma línea de la realidad, acto que las corrientes esotéricas llaman telepatía y que aquí denominaremos atención en equipo.
Dominan asimismo el arte de encajar o permutarse en el saludo, bordeando la acrobacia cuando incluye un intercambio de dos, tres o más besos. En ausencia de roce, se distinguen los siguientes niveles de reconocimiento: alzado, inclinación y reverencia. Esta última exige a ambas cabezas un plus de coordinación, para evitar que el protocolo devenga en accidente.
Pero la testa es además instrumento de la mayor agresión en un bípedo con malas intenciones. Irónicamente, la trayectoria de este ataque comprende el arco de todos los saludos antedichos. Podemos observar una variante en el choque de cornamentas viriles, ceremonia de selección del macho alfa, mientras su comunidad evoluciona hacia las líderes omega.
Si tenemos en cuenta el desorbitado número de tareas que se ve obligada a simultanear, la cuestión del tamaño está lejos de resultar baladí. Ello no impide que, como de costumbre, la magnitud dependa de la destreza.
Las cabezas voluminosas escenifican la amplitud natural del pensamiento, que rara vez acepta límites. Camuflarlas no es menos dificultoso que llevarles la contraria. Las pequeñas poseen un talento innato para acotar y reducir problemas que en cualquier otra se agigantarían. Por regla general, se lucen a posteriori. Las medianas llegan al sentido común con envidiable facilidad. No hay sombrero que deje de darles la razón.
En cuanto a su forma, las braquicéfalas o aplastadas abundan en quienes sienten el peso de cada opción, cada argumento, cada error. Las dolicocéfalas o alargadas suelen preocuparse bastante menos y se enfocan en sus aprendizajes; de ahí su diseño vertical. De contextura más afilada, las ovocéfalas analizan sin miramientos. Su aerodinámica logra que las críticas pasen con rapidez. No faltan investigadores empeñados en catalogarlas como étnicas. Cometen un desliz de principiantes: no ser conscientes de su propia tribu.
En mitad de estas consideraciones, o justo delante de ellas, sobresale una invitada estelar. La única, la grande, la inconfundible frente. Su prominencia desconoce el pudor. Taparla es todo un reto: siempre se escaparán porciones entre el flequillo, rodajas bajo el gorro. Pergamino vital, en ella va inscribiéndose la historia de su cabeza. Por eso los liftings y otros borrados revisten aquí consecuencias fatales.
El oficio de cubrir cabezas abarca de lo sagrado a lo iconoclasta, desde el temor divino hasta una irreverencia de suburbio, sin renunciar a la bohemia.
El sombrero les presta alas, en busca de una elevación acaso inalcanzable para lo que en realidad contienen. Menos aspiracional, la gorra las adorna sin transformarlas. Si el turbante las retuerce en consonancia con su lógica, un casco se propone resguardar, sustituir, omitir las cabezas. El modelo obrero finge cuidar del trabajador, que se lanza sin otras precauciones a la intemperie laboral. El deportivo incorpora protecciones delanteras, tonos épicos y fines millonarios. Saltando al templo, una kipá corona la bóveda de la fe y un hiyab envuelve el trance de la plegaria.
En postura cabizbaja las inquietudes se agolpan bruscamente en la zona frontal, produciendo un efecto de maraca. Para ladear la testa, basta trasladar algunas dudas hacia los parietales. El retroceso se consigue amontonando los olvidos en el fondo occipital. Cuando lo acontecido no cabe en su reducto, solo queda agarrarse la cabeza.
Nos consta que sus juicios engendran monstruos. Dos bestias mitológicas, Cefalea y Migraña, la asedian sin piedad. Y no descansarán hasta que el cráneo pose calavera.
Revoluciones del cabello
Periódicamente amputado y a la vez objeto de incansables atenciones, el cabello no sabe qué esperar de la cabeza donde arraiga. A semejanza de la salud o el dinero, solo comprenden su valor quienes disponen de muy poco.
Podríamos suponer que su cometido es el énfasis: realzar un salto, aderezar la danza, subrayar las negaciones. Otra hipótesis digna de examen sería la ocultación. Toda melena tiene, de hecho, algo de biombo. Tampoco debería descartarse lo opuesto, que su misión consista en delatarnos. Lo insinúa ese rizo ajeno en nuestra almohada.
Hay quienes rechazan dichas interpretaciones, defendiendo que la gracia del cabello radica en su absoluta falta de propósito. Según esta corriente teórica, se trataría de una especie de capricho en marcha: un crecer porque sí, un por qué no extendernos. Cabría incluso un planteamiento mixto. Infinitamente dividido en pelos discrepantes, desempeña al mismo tiempo los roles anteriores y ninguno en particular.
El cabello conoce dos temibles enemigos, la alopecia y la poesía. Una lo va debilitando; la otra lo remata. Por cada verso que se comete acerca de alguna cabellera dorada como el sol, un pelo se arroja al vacío en señal de protesta.
Al igual que en todo estilo literario, en cada peinado se enredan el temperamento, la imitación y las limitaciones. Peinarse es una actividad política. Quizá por eso nuestras revoluciones en este campo suelen terminar en decepción.
El peinado patriarcal es inflexible y un punto pegajoso. El militar se ejecuta de golpe. Siempre correcto, el burgués jamás se pasa de la raya. El rebelde corre el riesgo de despreciar unas normas para obedecer otras. De contornos más libres, el anarquista rechaza las instituciones peluqueras.
En efecto, una cabeza despeinada carece de sistema, no de principios. Solo así alcanza su plenitud. Al revolcarse en compañía adquiere cierto aire accidentalmente artístico, como el experimento de una vanguardia efímera. Cuando despierta, se alza a su antojo y toma la calle dispuesta a la infracción.
Cortarse el pelo representa una iniciativa demasiado drástica para hacernos responsables de ella: he ahí la astucia moral de las peluquerías. La cabellera larga acaba donde empieza la impaciencia. La corta afila el carácter. Un súbito rapado destapa la imaginación, al modo de un artefacto con los circuitos a la vista. Entre la doma y el instinto, las rastas se enroscan para emanciparse. Extraño propósito el de plancharse el pelo, semejante a extender una sábana en el mar. Está demostrado que, tarde o temprano, toda línea recta entrará en bucle.
El cabello femenino tiende a dialogar con quien lo mueve. Transmite sacudidas, rotaciones de acróbata. Resiste por orgullo. Muta por ansiedad. Con gratas excepciones, el masculino se somete a un autocontrol legionario, impasible ante sus cambios de humor. Numerosas mujeres se acomodan con los dedos el peinado, abriéndolo en arpegios, y otros tantos hombres lo reafirman con la palma de la mano para que no se les disperse la simetría. En esa mínima, abismal diferencia cabe la historia entera de nuestra educación.
Un joven con melena incomoda a la navaja colectiva. Una joven rapada, por su parte, se enrola en un frente que ataca por sorpresa el arquetipo. Con el tiempo, el almanaque capilar va perdiendo hojas. Algunos se lanzan a redistribuirlas con angustia y otros, a colorearlas. La cana es la condecoración del cabello valiente, un baño de plata por sus años de servicio.
Los cráneos canosos reflejan el cielo nublado, emitiendo un vapor de memoria. Los castaños absorben el riego de la tierra. Los azabaches pescan a oscuras. Los afro se llenan de recovecos, luchas y trabajo. En cada cráneo rubio anida una playa adolescente y un pánico a los callejones. De los amores pelirrojos nada puede decirse sin que la boca se manche de grosellas: son empresa sibarita.
Como todo lo que apreciamos, el cabello soporta variadas agresiones. Su resiliencia se forja entre lluvias ácidas, maltratos