"¿Pues no ha de ocurrir?—dijo Calleja.—Hoy tenemos sesión extraordinaria en la Fontana. Se trata de pedir al Rey que nombre un Ministerio exaltado, porque el que está no nos gusta. Tendremos discurso de Alcalá Galiano.
—Aquel andaluz feo…
—Si, ese mismo. El que el mes pasado dijo: No haya perdón ni tregua para los enemigos de la libertad. ¿Qué quieren esos espíritus obscuros, esos…? Y por aquí seguía con un pico de oro….
—Ya les dará que hacer—observó Carrascosa—¡Qué elocuencia! ¡Qué talento el de ese muchacho!
—Pues yo, señor don Gil—manifestó Calleja,—respetando la opinión de usted, para mi tan competente, diré…."
Y aquí tosió dos veces, emitió un par de gruñidos por vía de proemio, y continuó:
"Diré que, aunque admiro como el que más las dotes del joven Alcalá Galiano, prefiero á Romero Alpuente, porque es más expresivo, más fuerte, más … pues. Dice todas las cosas con un arranque … por ejemplo, aquello de ¡al que quiera hierro, hierro! y aquello de ¡no buscan los tiranos su apoyo en la vara de la justicia; búscanle en los maderos del cadalso, en el hombro deshonrado del verdugo! Si le digo á usted que es un….
—Pues yo—contestó el ex abate,—aunque admiro también á Romero Alpuente, prefiero á Alcalá Galiano, porque es más exacto, más razonador….
—Se engaña usted, amigo Carrascosa. No me compare usted á ese hombre con el mío; que todos los oradores de España no llegan al zancajo de Romero Alpuente. Pues ¿y aquel pasaje de los abajos? Cuando decía: ¡Abajo los privilegios, abajo lo superfluo, abajo ese lujo que llaman rey…! ¡Ah! Si es mucha boca aquella."
Calleja repetía estos trozos de discurso con mucho énfasis y afectación. Recordaba la mitad de lo que oía, y al llegar la ocasión comenzaba á desembuchar aquel arsenal oratorio, mezclándolo todo y haciendo de distintos fragmentos una homilía substancial y disparatada. Se nos olvidaba decir que este ciudadano Calleja era un hombre muy corpulento y obeso; pero aunque parecía hecho expresamente por la Naturaleza para patentizar los puntos de semejanza que puede haber entre un ser humano y un toro, su voz era tan clueca, fallida y aternerada, que daba risa oírle declamar los retazos de discursos que aprendía en la Fontana.
Pues no estamos conformes—contestó Carrascosa, accionando con mucho aplomo,—porque ¿qué tiene que ver esa elocuencia con la de Alcalá, el cual es hombre que, cuando dice "allá voy", le levanta á uno los pies del suelo?
—Es verdad—dijo, terciando en el debate, uno de los circunstantes, que debía de ser torero, á juzgar por su traje y la trenza que en el cogote tenía;—es verdad. Cuando Alcalá embiste á los tiranos y se empieza á calentar…. Pues no fué mal puyazo el que le metió el otro día á la Inquisición. Pero, sobre todo, lo que más me gusta es cuando empieza bajito y después va subiendo, subiendo la voz…. Les digo á ustedes que es el espada de los oraores.
—Señores—afirmó Calleja,—repito que todos esos son unos muñecos al lado de Romero Alpuente. ¡Cómo puso á los frailes hace dos noches! ¿A que no saben ustedes lo que les dijo? ¿A que no saben…? Ni al mismo demonio se le ocurre…. Pues los llamó…. ¡sepulcros blanqueados!… Miren qué mollera de hombre….
—No se empeñe usted, Calleja—refunfuñó el ex covachuelista con alguna impertinencia.
—Pero venga usted acá, señor don Gil—dijo Calleja, haciendo todo lo posible por engrosar la voz.—¡Si sabré yo quién es Alcalá Galiano y los puntillos que calzan todos ellos! ¡A mí con esas! Yo, que les calo á todos desde que les veo, y no tengo más que oírles decir castañas para saber de qué palo están hechos….
—Creo, señor don Gaspar, que está usted muy equivocado, y no sé por qué se cree usted tan competente,—indicó Carrascosa en tono muy grave.
—¿Pues no he de serlo? ¡Yo, que paso las noches oyéndoles á todos, no saber lo que son! Vamos, que algunos que se tienen por muy buenos, no son más que ingenios de ración y equitación.
—Es verdad también que Romero Alpuente no es ningún rana—dijo otro de los presentes.
—¿Cómo rana?—exclamó, animándose, Calleja.—¡Que le sobra talento por los tejados!… Y á usted, señor Carrascosa, ¿quién le ha dicho que yo no soy competente? ¿Quién es usted para saberlo?
—¿Que quién soy? ¿Y usted qué entiende de discursos?
—Vamos, señor don Gil, no apure usted mi paciencia. Le digo á usted que le tengo por un ignorante lleno de presunción.
—Respete usted, señor Calleja—exclamó don Gil un poco conmovido;—respete usted á los que por sus estudios están en el caso de… Yo… yo soy graduado en cánones en la Complutense.
—Cánones, ya. Eso es cosa de latín. ¿Qué tiene que ver eso con la política? No se meta usted en esas cuestiones, que no son para cabezas ramplonas y de cuatro suelas.
—Usted es el que no debe meterse en ellas—exclamó Carrascosa sin poderse contener;—y el tiempo que le dejan libre las barbas de sus parroquianos, debe emplearlo en arreglar su casa.
—Oiga usted, señor pedante complutense, canonista, teatino, ó lo que sea, váyase á mondar patatas al convento de Móstoles, donde estará más en su lugar que aquí.
—Caballero—dijo Carrascosa, poniéndose de color de un tomate y mirando á todos lados para pedir auxilio, porque aunque tenía al barbero por lo que era, por un solemne gallina, no se atreva con aquel corpachón de ocho pies.
—Y ahora que recuerdo—añadió con desdén el rapista,—no me ha pagado usted las sanguijuelas que llevó para esa señora de la cal é de la Gorguera, hermana del tambor mayor de la Guardia Real.
—¿También me llama usted estafador? Mejor haría el ciudadano Calleja en acordarse de los diez y nueve reales que le prestó mi primo, el que tiene la pollería en la calle Mayor; reales que le ha pagado como mi abuela.
—Vamos, que tú y el pollero sois los dos del mismo estambre.
—Sí, y acuérdese de la guitarrilla que le robó á Perico Sardina el día de la merienda en Migas Calientes.
—¿La guitarrilla, eh? ¿Dice usted que yo le robé una guitarrilla? Vamos, no me venga usted á mí con indirectas…—contestó el barbero, queriendo parecer sereno.
—Véngase usted aquí con pamplinas: si no le conoceremos, señor Callejón angosto.
—Anda, que te quedaste con la colecta el día de San Antón. ¡Catorce pesos! Pero entonces eras realista y andabas al rabo de Otolaza para que te hiciera limpia-polvos de alguna cocina. Entonces dabas vivas al Rey absoluto, y en la estudiantina del Carnaval le ofreciste un ramillete en el Prado. Anda, aprende conmigo, que, aunque barbero, he sido siempre liberal, sí, señores. Liberal aunque barbero; que yo no soy cualquier vende-humos, sino un ciudadano honrado y liberal como cualquiera. Pero miren á estos realistones: ahora han cambiado de casaca. Después que con sus delaciones tenían las cárceles atarugadas de gente; se agarran á la Constitución, y ya están en campaña como toro en plaza, dando vivas á la libertad.
—Señor Calleja, usted es un insolente.
—¡Servilón!
Esta voz era el mayor de los insultos en aquella época, Cuando se pronunciaba,