Lo más difícil de escribir, como siempre, es no escribir; saber qué hacer cuando no escribes. Ese vacío, con qué se llena.
Un libro. Lo acabas justo antes de marcharte de casa de tus padres y alquilar tu primer piso frente al parque del Retiro, fuera del barrio y la novela familiar. Lo titulas Velocidad de los jardines. Esa fue tu despedida de un tiempo y una edad; de ahí su nostalgia premonitoria. Recibe el visto bueno de su primer lector: el crítico literario Rafael Conte. Te sugirió un par de cambios de cirugía menor –que tú aplicaste– y el resto le pareció bien. Qué alivio. Lo fotocopias, encuadernas y envías por correo a una sola editorial, Anagrama, esperas una respuesta de Barcelona, esperas más, no te hagas ilusiones. Al cabo de cuatro meses lo aceptan. Recibes el contrato de edición junto a un anticipo mínimo. Corriges pruebas. Escoges, para la foto de solapa, un retrato tuyo en sombras en el que apenas se te distingue. Cuando unos meses más tarde, en una fiesta, te presenten a tu editor, este no te reconocerá.
En el momento en que se publica, en octubre de 1992, tú ya estás a punto de volar a un apartamento distinto, en Chamartín. Tienes 28 años. Te has quedado sin empleo. Eres un parado más, uno de tantos. La ostentación por la Expo de Sevilla y los Juegos Olímpicos de Barcelona te resulta ajena. La caja con el logotipo de la editorial se confunde con las demás cajas marrones y precintadas de la mudanza.
Termina un ciclo y empieza otro. Salen unas cuantas reseñas aquí y allá, un par de entrevistas radiofónicas, tampoco sucede mucho más, las calles anegadas de otoño en los bajos de los coches. No hubo presentación. Durante el primer año se vendió la cifra exacta de 898 ejemplares, de una tirada inicial de 2000. La primavera siguiente, en la caseta de la feria del libro del Retiro (sin redes sociales ni email ni teléfonos móviles; el mundo todavía era analógico), durante toda la mañana firmaste dos ejemplares, uno de ellos a una semiconocida. ¿Esto era todo? Esperabas otra cosa, algo mejor. Se supone que has alcanzado tu sueño, pero tu sueño sigue estando allá lejos, a una distancia telescópica.
Demasiado moderno para los clásicos y demasiado clásico para los modernos, te has quedado en tierra de nadie. Lo escribió un poeta: «Un libro que tú has escrito y que, como todos los tuyos, jamás dejará de vengarse de ti».
Tu primer último libro.
Después, de manera espontánea y sin contar con el beneplácito de nadie, sin la menor promoción, al margen del autor y los editores, a lo largo de muchos años, incluso décadas, tu librito va abriéndose paso con extrema cautela, encontrando él solo a sus lectores, a sus oídos cómplices, que a su vez lo recomiendan a otros lectores. Todo sucede muy lento, muy parsimonioso, acorde con el título del libro: como oír crecer la hierba. Una cosa subterránea y casi clandestina, a cuentagotas, parece que está quieto pero si te fijas con atención verás cómo sí se mueve, igual que aquel zoótropo.
Ante tu asombro se convierte en una especie de contraseña para iniciados, de título secreto, susurrado, sshhhh, ¿tú lo has leído?, a mí me han comentado que sshhhh, de modo que no llega a borrarse por completo de la memoria lectora (ese otro mapa del tesoro que entintamos entre todos), por suerte la llamita no se extingue y sigue irradiando, aún resplandece, comienzas a recibir en los buzones de tus diferentes pisos de alquiler por los que sigues rodando un goteo de mensajes de gratitud, de ánimo, de afecto, gracias a lo cual el libro resucita y tiene una segunda vida. Y ahora, veinticinco años después, con la complicidad cariñosa de Juan Casamayor y Páginas de Espuma, ¿una tercera?
Han pasado años, muchos, has olvidado el significado exacto de estas prosas, si es que alguna vez lo tuvieron. Sobre su contenido literario prefieres no extenderte demasiado; corres el riesgo de que te entiendan. Piensas que es un libro sin término medio: se ama o se odia. Lo cual te parece bien. Con este libro ha sucedido algo extraño. Lo tenía todo para ser olvidado y sin embargo, ya ves, no lo ha sido. Intentaste construirlo con materiales nobles, para que dure. Es una conspiración de los lectores; todo el mérito es suyo, de su constancia e interés. Has tenido mucha suerte, otros no han tenido tanta. Ahora lo ves lleno de tiempo. Pletórico de tiempo, otra vez nuevo.
Puede que el lenguaje de la tribu sea muy viejo y esté muy manoseado ya por tanto abuso, pero la descarga de belleza, sensualidad y adrenalina que desencadena en el sistema nervioso de un temperamento sensible persiste y no perderá vigencia. La ruta emocional de la escritura no tiene fin. Todo está relacionado con todo. Usamos las palabras del mundo para referirnos a algo que no es exactamente del mundo. Por esos mismos años se publican otros libros de relatos de autores de tu generación que admiras desde lejos y que te despiertan cierto sentimiento de pertenencia y gratitud: Los aéreos de Luis Magrinyà (1993), El que apaga la luz de Juan Bonilla (1994), El aburrimiento, Lester de Hipólito G. Navarro (1996) o Frío de vivir de Carlos Castán (1997), entre otros, te hacen sentir menos solo.
Escribir, como vivir, siempre deja cicatrices. Renunciaste a fumar por primera vez hacia 1991, de golpe, de un día para otro. Recaíste en 1993, a lo largo de un año funesto, debido a la muerte de tu hermana mayor, a los treinta años –un episodio demasiado traumático como para ser revivido aquí, a pesar de que ella continúa presente todos los días.
Si es cierto, como una vez leíste, que los nativos de Madagascar no cuentan historias para convencer a nadie, sino para conmover a los muertos, entonces tú ya tienes suficiente motivación para escribir: el deseo imposible de conmover a tu hermana muerta, enterrada bajo una lápida en la que se lee: «Sigues brillando».
A partir de entonces, el sentimiento de orfandad ya no te abandonará.
Desde la terraza del apartamento observas cómo el oleaje se empeña en devolver a la orilla de la playa, una y otra vez, el mismo rodillo de madera rebozado de espuma y algas y chillidos de gaviotas. Delante de ese bostezo de mar aplastaste con determinación tu último cigarrillo contra un cenicero de cristal de roca hace un cuarto de siglo (¿seguirá existiendo aún?) y ya no has vuelto a encender uno jamás, excepto en algunos sueños culpables (típica fantasía de exfumador). Apenas pruebas alcohol, ni carne hormonada. Emprendes a diario largas caminatas sin rumbo. Estás, en líneas generales, bien de salud. No has muerto, pese a que las balas zumban a tu alrededor, puedes oírlas. Has visto desaparecer a muchos. Estar vivo es un milagro. Cualquier tiempo pasado fue menos bueno. Con los años, te irás aterciopelando, nos pasa a todos. Encontrarás nuevos libros y sueños, nuevas casas y maletas, separaciones y hoteles, cambios de pareja y empleos, toldos y catedrales, una sobrina genial y una escritora y pianista de pelo corto que te ha enseñado a querer la acústica de los iglús.
Y muchas cosas más.
No has podido vivir de tu escritura ni un solo mes, a pesar de lo cual te consideras agraciado. Has conocido ráfagas de felicidad e inviernos de angustia, el lote completo: das por bueno todo lo vivido. Salvo algunas canalladas que has soportado, sigues creyendo en unas cuantas viejas y básicas bondades humanas: cierta nobleza de espíritu, propensión a la generosidad, afán de superación, frescura de mente, sentido del humor, respeto a la palabra dada, ternura irónica, amores lentos.
Piensa esto: ¿vivir es una suma o es una resta?
A lo largo de estas dos décadas y media contraerás y descontraerás varias veces la enfermedad del amor. Entrarás y saldrás de vidas, de cuerpos, de biografías, de mundos. Con la conciencia palpitante de partir de cero, una y otra vez. Vuelta a la casilla de salida. Cada cierto tiempo hay que reiniciar la luz.
Una vez tuviste una novia. Y esa novia tenía un perro. Y ese perro se llamaba Flas. Era un dálmata más bien aburguesado que se pasaba la mayor parte del día tumbado, bostezando con el lomo pegado a los radiadores. La familia de tu novia había adiestrado a Flas para salir solo a la calle, a aliviar sus necesidades, y el perro cada noche bajaba con resignación urgente las cuatro plantas de aquel bloque de viviendas y correteaba por los desmontes de enfrente, desfogándose hasta la extenuación, tras lo cual regresaba