Habrás oído que mi padrino posee una buena colección de cuadros y antigüedades, parte por herencia de su hermano don Diego, parte allegada por él. Y aquí, ¡oh ínclito Equis! mi sinceridad me hace soltar una herejía, que de seguro leerás con indignación. Mas no me importa, y allá va: Me cargan las antigüedades. No iré tan lejos como el poeta, que, cuando se estaba muriendo, reunió á sus hijos y deudos en torno al lecho del dolor, para decirles con mucho misterio que le cargaba el Dante. Pero sí te aseguro que no tengo maldito entusiasmo por las colecciones de bric-à-brac, pues si bien reconozco que en algunas figuran objetos de extraordinario mérito, la mayor parte de ellas sólo tiene un valor convenido. Á eso me dirás, ya lo estoy oyendo, que la historia del arte... y que patatín, y que patatán... Estamos conformes: me tomo, antes que me lo des, el diploma de bruto. Es que no lo entiendo, y tengo la franqueza de decirlo, mientras que otros, sin entenderlo más que yo, fingen extasiarse delante de cualquier roñoso cachivache ó de un trapo descolorido y mugriento. Excuso decirte que me guardaré muy bien de decir esto al amigo don Carlos, quien, al segundo día de nuestro conocimiento, empleó no sé cuántas horas en enseñarme su galería. Si te descuidas, te hará creer con sus aspavientos y ponderaciones que el Kensington de Londres es, en comparación de lo que él posee, un puesto del Rastro. Indudablemente, la colección es grande, y á mi parecer, de tí para mí, muy poco selecta. Apenas cabe en aquel enorme principal de la plaza del Progreso, el cual tiene veinticinco balcones y da á tres calles; casa de tal amplitud, que pocas he visto en Madrid con tanta luz y desahogo.
Salí de la visita artística con una mediana jaqueca, y si he de decirte la verdad, fuera de algunos tapices, de media docena de cuadros, de tres ó cuatro piezas de armería y herraje, todo me aburrió soberanamente, y más que nada, aquello en que el anticuario funda su orgullo, que es la colección copiosísima de tablas del siglo XV. Repito que soy muy bruto, y declaro que mi antipatía á las tales tablas no es inferior á la que me inspiran los códices en lengua sabia, de esas que no entiende ya ningún cristiano. Juzga de mi apuro al tener que asombrarme y entusiasmarme á cada rato cuando Cisneros á ello me incitaba mostrándome las maldecidas tablas, sin perdonar una, y explicándome su asunto.
No sé si la pasión de mi padrino por las antiguallas es verdadera ó afectada. Bien podría ser lo último, pues le tengo por hombre de esos que, movidos del orgullo, se imponen un papel con el fin de agradar ó de distinguirse, y lo representan sin desmayo, llegando, con la perfección histriónica, á formarse una personalidad artificial, y á subordinar á ella todos los actos de la vida.
Para satisfacer su codicia arqueológica, en la cual hay más de dilettantismo que de sentimiento artístico, Cisneros ha explorado todos los pueblos de Castilla la Vieja, donde tiene sus propiedades, buscando pinturas, trapos y cacharros. Las sacristías de las iglesias de Toro, Valoria la Buena, Villalón, Villalpando y Bermillo de Sayago le conocen de antiguo. Palacios y conventos expolió con mano dadivosa. Las monjas le agradecen que les haya cambiado por dinero contante tablas apolilladas, algún cerrojo cubierto de orín, ó el plato en que debieron de servirle las gachas al pobre Rey que rabió por ellas.
Como todo fanático, el buen Cisneros se corre un poco en la filiación de los objetos preciosos que posee. Si hay dudas sobre un autor, se quita de cuentos y cuelga el milagro á los artistas más ilustres. ¿Trátase de una obra de platería? Pues seguramente es de Arfe... «Arfe legítimo... ¿no lo ves? Conozco la huella del cincel como conocería el carácter de letra de un amigo que me escribiera todas las semanas.» Si es cosa de cerrajería, se la endosa al maestro Villalpando. Si el cuadro dudoso tiene figuras atléticas y frescachonas, ello es del propio Rubens, ó por lo menos de Jordaens. Si es algún retrato escuálido y con cara de tercianas, por fuerza tiene que ser del Greco, ó á todo tirar, de Juan Bautista Mayno.
En su conversación artística, mejor dicho, en todas las conversaciones, es amenísimo. ¡Qué ideas tiene y con qué salero las expresa! Te digo que hay que tratarle de cerca para apreciar bien su originalidad. Siempre que hablo con él, me acuerdo de tí; pienso que su charla te agradaría extraordinariamente, y que sacarías de ella inmenso partido. Y todo en él, fondo y superficie, es digno de observación. Dentro de casa gasta una célebre bata bastante arqueológica, color de guinda, rameada, que, al parecer, ha salido de una de aquellas tablas del siglo XV que cubren las paredes. ¿Querrás creer que hace dos días, hallándonos presentes tres personas de su intimidad, fumando y tomando café, se empeñó en enseñarnos cómo se bailan las seguidillas en los pueblos de tierra de Campos, y las bailó delante de nosotros, haciendo la más graciosa y estrafalaria figura que te puedes imaginar? Pues ayer nos contaba á Villalonga, á Federico Viera y á mí lances de su juventud, entreverando mentiras muy gordas con donaires finísimos, y se dejó decir que en su tiempo no había mujer de alta ó baja clase que se le resistiera. Es hombre, además, á quien nunca oyes hablar bien de nadie. Como se le diga algo que enaltezca á cualquier persona, ó lo pone en duda, ó lo admite con salvedades y reticencias malignas. Pero si se le lleva algún cuento que denigra ó envilece, le falta tiempo para repetir, haciendo ademán de machacar en el mortero, la célebre frase del boticario aquél: «¡como si lo viera, como si lo viera!»
Hay quien dice que á pesar de estas malicias, puramente externas, mi padrino es lo que en lenguaje usual llamamos un infeliz. Con los criados, aparentemente, se las da de hombre de mal genio, y hace el papel de amo severo y gruñón. Pero me han dicho, con referencia á los mismos sirvientes, que en el trato doméstico, y cuando no hay delante personas extrañas, es bondadoso y tolerante. Hasta se susurra que los criados, si son listos y saben llevarle el genio, le dominan y hacen de él lo que quieren.
En el poco tiempo que conozco á este hombre singular, no le he oído tratar con benevolencia á ninguna persona de la familia, como no sea á su hija y á mí. Por Agustina, á quien él llama Tinita y todos los demás Augusta, tiene verdadera idolatría. Sólo ante ella doblega su altivez, y pone freno á sus genialidades despóticas y á veces pueriles. Pero de esta influencia de la hija sobre el difícil carácter del padre, no participa el yerno, por quien Cisneros siente una antipatía que á veces logra disimular y á veces manifiesta sin rebozo alguno. Cuán injusta es esta inquina del castellano viejo no necesito demostrártelo, pues conoces á Orozco mejor que yo. Y te diré de paso que los encomios que de él me has hecho, no me parecen exagerados. Mientras más le trato, más me gusta este hombre, todo rectitud, nobleza y veracidad, y que á tan sólidas prendas añade trato afabilísimo y otros adornos personales. Su suegro no le traga: ignoro la causa, y sólo puedo atribuirla á un sentimiento envidioso, por la consideración y las ardientes simpatías que el otro merece de cuantos le tratan.
Por lo que á mí respecta, mi padrino parece quererme tanto como quiere á su hija. ¿Le durará esto? Presumo que no, porque lo que conozco de su carácter me permite reconstruirlo enterito, induciendo de la forma de algunos huesos el conjunto del esqueleto. El hombre que tiene los aspectos que te he descrito, debe de ser también versátil en sus sentimientos, antojadizo en sus pasiones; ha de pasar fácilmente del amor al odio, por móviles escondidos, cuya explicación es difícil encontrar en los repliegues de su alma.
Ayer