—Me temo que no estoy en condiciones de responder a esa pregunta.
—¿Puede usted decirme si nos honrará visitándonos en persona?
—En el momento presente sus ocupaciones no le permiten abandonar Londres. Tiene otros casos que requieren su atención.
—¡Qué lástima! Podría arrojar alguna luz sobre algo que está muy oscuro para nosotros. Pero por lo que se refiere a sus propias investigaciones, doctor Watson, si puedo serle útil de alguna manera, confío en que no vacile en servirse de mí. Y si contara ya con alguna indicación sobre la naturaleza de sus sospechas o sobre cómo se propone usted investigar el caso, quizá pudiera, incluso ahora mismo, serle de ayuda o darle algún consejo.
—Siento desilusionarle, pero estoy aquí únicamente para visitar a mi amigo Sir Henry y no necesito ayuda de ninguna clase.
—¡Excelente! —dijo Stapleton—. Tiene usted toda la razón para mostrarse cauteloso y reservado. Me considero justamente reprendido por lo que ha sido sin duda una intromisión injustificada y le prometo que no volveré a mencionar este asunto.
Habíamos llegado a un punto donde un estrecho sendero cubierto de hierba se separaba de la carretera para internarse en el páramo. A la derecha quedaba una empinada colina salpicada de rocas que en tiempos remotos se había utilizado como cantera de granito. La cara que estaba vuelta hacia nosotros formaba una sombría escarpadura, en cuyos nichos crecían helechos y zarzas. Por encima de una distante elevación se alzaba un penacho gris de humo.
—Un paseo no demasiado largo por esta senda del páramo nos llevará hasta la casa Merripit —dijo mi acompañante—. Si dispone usted de una hora, tendré el placer de presentarle a mi hermana.
Lo primero que pensé fue que mi deber era estar al lado de Sir Henry, pero a continuación recordé los muchos documentos y facturas que abarrotaban la mesa de su estudio. Era indudable que yo no podía ayudarlo en aquella tarea. Y Holmes me había pedido expresamente que estudiara a los vecinos del baronet. Acepté la invitación de Stapleton y torcimos juntos por el sendero.
—El páramo es un lugar maravilloso —dijo mi interlocutor, recorriendo con la vista las ondulantes lomas, semejantes a grandes olas verdes, con crestas de granito dentado que formaban con su espuma figuras fantásticas—. Nunca cansa. No es posible imaginar los increíbles secretos que contiene. ¡Es tan vasto, tan estéril, tan misterioso!
—Lo conoce usted bien, ¿no es cierto?
—Sólo llevo aquí dos años. Los naturales de la zona me llamarían recién llegado. Vinimos poco después de que Sir Charles se instalara en la mansión. Pero mis aficiones me han llevado a explorar todos los alrededores y estoy convencido de que pocos conocen el páramo mejor que yo.
—¿Es difícil conocerlo?
—Muy difícil. Fíjese, por ejemplo, en esa gran llanura que se extiende hacia el norte, con las extrañas colinas que brotan de ella. ¿Observa usted algo notable en su superficie?
—Debe de ser un sitio excepcional para galopar.
—Eso es lo que pensaría cualquiera, pero ya le ha costado la vida a más de una persona. ¿Advierte usted las manchas de color verde brillante que abundan por toda su superficie?
—Sí, parecen más fértiles que el resto. Stapleton se echó a reír.
—Es la gran ciénaga de Grimpen —dijo—, donde un paso en falso significa la muerte, tanto para un hombre como para cualquier animal. Ayer mismo vi a uno de los jacos del páramo meterse en ella. No volvió a salir. Durante mucho tiempo aún sobresalía la cabeza, pero el fango terminó por tragárselo. Incluso en las estaciones secas es peligroso cruzarla, pero aún resulta peor después de las lluvias del otoño. Y sin embargo yo soy capaz de llegar hasta el centro de la ciénaga y regresar vivo. ¡Vaya por Dios, allí veo a otro de esos desgraciados jacos!
Algo marrón se agitaba entre las juncias verdes. Después, un largo cuello atormentado se disparó hacia lo alto y un terrible relincho resonó por todo el páramo. El horror me heló la sangre en las venas, pero los nervios de mi acompañante parecían ser más resistentes que los míos.
—¡Desaparecido! —dijo—. La ciénaga se lo ha tragado. Dos en cuarenta y ocho horas y quizá muchos más, porque se acostumbran a ir allí cuando el tiempo es seco y no advierten la diferencia hasta quedar atrapados. La gran ciénaga de Grimpen es un sitio muy peligroso.
—¿Y usted dice que penetra en su interior?
—Sí, hay uno o dos senderos que un hombre muy ágil puede utilizar y yo los he descubierto.
—Pero, ¿qué interés encuentra en un sitio tan espantoso?
—¿Ve usted aquellas colinas a lo lejos? Son en realidad islas separadas del resto por la ciénaga infranqueable, que ha ido rodeándolas con el paso de los años. Allí es donde se encuentran las plantas raras y las mariposas, si es usted lo bastante hábil para llegar.
—Algún día probaré suerte.
Stapleton me miró sorprendido.
—¡Por el amor de Dios, ni se le ocurra pensarlo! —dijo—. Su sangre caería sobre mi cabeza. Le aseguro que no existe la menor posibilidad de que regrese con vida. Yo lo consigo únicamente gracias a recordar ciertas señales de gran complejidad.
—¡Caramba! —exclamé—. ¿Qué es eso?
Un largo gemido muy profundo, indescriptiblemente triste, se extendió por el páramo. Aunque llenaba el aire, resultaba imposible decir de dónde procedía. De un murmullo apagado pasó a convertirse en un hondísimo rugido, para volver de nuevo al murmullo melancólico. Stapleton me miró con una expresión peculiar.
—¡Extraño lugar el páramo! —dijo.
—Pero, ¿qué era eso?
—Los campesinos dicen que es el sabueso de los Baskerville reclamando su presa. Lo había oído antes una o dos veces, pero nunca con tanta claridad.
Con el frío del miedo en el corazón contemplé la enorme llanura salpicada por las manchas verdes de los juncos. Nada se movía en aquella gran extensión si se exceptúa una pareja de cuervos, que graznaron con fuerza desde un risco a nuestras espaldas.
—Usted es un hombre educado: no me diga que da crédito a tonterías como ésa —respondí—. ¿Cuál cree usted que es la causa de un sonido tan extraño?
—Las ciénagas hacen a veces ruidos extraños. El barro al moverse, o el agua al subir de nivel, o algo parecido.
—No, no; era la voz de un ser vivo.
—Sí, quizá lo fuera. ¿Ha oído alguna vez mugir a un avetoro?
—No, nunca.
—Es un pájaro poco común; casi extinguido en Inglaterra actualmente, pero todo es posible en el páramo. Sí; no me sorprendería que acabáramos de oír el grito del último de los avetoros.
—Es la cosa más misteriosa y extraña que he oído en toda mi vida.
—Sí, estamos en un lugar más bien extraño. Mire la falda de esa colina. ¿Qué supone usted que son esas formaciones?
Toda la empinada pendiente estaba cubierta de grises anillos de piedra, una veintena al menos.
—¿Qué son? ¿Apriscos para las ovejas?
—No; son los hogares de nuestros dignos antepasados. Al hombre prehistórico le gustaba vivir en el páramo, y como nadie lo ha vuelto