—Digamos, más bien, que se ha extraviado. Anoche dejé las dos fuera y sólo había una por la mañana. No he conseguido sacar nada en limpio del sujeto que las limpia. Y lo peor de todo es que las compré precisamente anoche en el Strand y aún no las he estrenado.
—Si no se las había puesto, ¿por qué las dejó fuera para que se las limpiaran?
—Eran unas botas de cuero y estaban sin charolar. Por eso las saqué.
—¿Tengo que entender entonces que al llegar ayer a Londres salió inmediatamente a la calle y se compró un par de botas?
—Compré muchas cosas. El doctor Mortimer, aquí presente, me acompañó. Compréndalo usted, si voy a ser un terrateniente destacado, he de vestirme en consonancia con mi categoría social, y puede ser que me haya hecho un poco descuidado en América. Compré, entre otras cosas, esas botas marrones (pagué seis dólares por ellas) y he conseguido que me roben una antes de estrenarlas.
—Parece un robo particularmente inútil —dijo Sherlock Holmes—. Confieso compartir la creencia del doctor Mortimer de que la bota aparecerá dentro de poco.
—Y ahora, caballeros —dijo el baronet con decisión— me parece que he hablado más que suficiente de lo poco que sé. Ya es hora de que cumplan ustedes su promesa y me den una información completa sobre el asunto que a todos nos ocupa.
—Su petición es muy razonable —respondió Holmes—. Doctor Mortimer, creo que lo mejor será que cuente usted la historia a Sir Henry tal como nos la contó a nosotros.
Al recibir aquel estímulo, nuestro amigo el hombre de ciencia se sacó los papeles que llevaba en el bolsillo y presentó el caso como lo había hecho el día anterior. Sir Henry le escuchó con la más profunda atención y con alguna exclamación de sorpresa de cuando en cuando.
—Vaya, parece que me ha tocado en suerte algo más que una herencia —comentó, una vez terminada la larga narración—. Por supuesto, llevo oyendo hablar del sabueso desde mi infancia. Es la historia preferida de la familia, aunque hasta ahora nunca se me había ocurrido tomarla en serio. Pero, por lo que se refiere a la muerte de mi tío..., bueno, todo parece arremolinárseme en la cabeza y todavía no consigo verlo con claridad. Creo que aún no han decidido ustedes si hay que acudir a la policía o a un clérigo.
—Exactamente.
—Y ahora se añade el asunto de la carta que me han mandado al hotel. Supongo que eso encaja con lo demás.
—Parece indicar que hay alguien que sabe más que nosotros sobre lo que pasa en el páramo —dijo el doctor Mortimer.
—Y alguien además —añadió Holmes— que está bien dispuesto hacia usted, puesto que lo previene del peligro.
—O que quizá quiere asustarme en beneficio propio.
—Sí, por supuesto, también eso es posible. Estoy muy en deuda con usted, doctor Mortimer, por haberme presentado un problema que ofrece varias alternativas interesantes. Pero tenemos que resolver una cuestión práctica, Sir Henry: la de si es aconsejable que vaya usted a la mansión de los Baskerville.
—¿Por qué tendría que renunciar a hacerlo?
—Podría ser peligroso.
—¿Se refiere usted al peligro de ese demonio familiar o a la actuación de seres humanos?
—Bien; eso es lo que tenemos que averiguar.
—En cualquiera de los dos casos, mi respuesta es la misma. No hay demonio en el infierno ni hombre sobre la faz de la tierra que me pueda impedir volver a la casa de mi familia, y tenga usted la seguridad de que le doy mi respuesta definitiva —frunció el entrecejo mientras hablaba y su rostro enrojeció vivamente. No cabía duda de que el carácter fogoso de los Baskerville aún seguía vivo en el último retoño de la estirpe—. Por otra parte —continuó—, apenas he tenido tiempo de pensar sobre todo lo que me han contado ustedes. Es mucho pedir que una persona entienda y decida a la vez. Me gustaría disponer de una hora de tranquilidad. Vamos a ver, señor Holmes: ahora son las once y media y yo voy a volver directamente a mi hotel. ¿Qué le parece si usted y su amigo, el doctor Watson, se reúnen a las dos con nosotros y almorzamos juntos? Para entonces estaré en condiciones de decirle con más claridad cómo veo las cosas.
—¿Tiene usted algún inconveniente, Watson?
—Ninguno.
—En ese caso cuenten con nosotros. ¿Debo llamar a un coche de alquiler?
—Prefiero andar, porque este asunto me ha puesto un poco nervioso.
—Y yo le acompañaré con mucho gusto —dijo el doctor Mortimer.
—En ese caso volveremos a reunirnos a las dos. ¡Hasta luego y buenos días!
Oímos los pasos de nuestros visitantes en la escalera y el ruido de la puerta de la calle al cerrarse. En un instante Holmes había dejado de ser el soñador lánguido para transformarse en el hombre de acción.
—¡Enseguida, Watson, póngase el sombrero y las botas! ¡Ni un momento que perder!
Holmes se dirigió a toda prisa hacia su cuarto para quitarse la bata y regresó a los pocos segundos con la levita puesta. Descendimos apresuradamente las escaleras y salimos a la calle. El doctor Mortimer y Baskerville eran todavía visibles a unos doscientos metros por delante de nosotros en dirección a Oxford Street.
—¿Quiere que corra y los alcance?
—Ni por lo más remoto, mi querido Watson. Su compañía me satisface plenamente, si a usted no le desagrada la mía. Nuestros amigos han acertado, porque sin duda es una mañana muy adecuada para pasear.
Sherlock Holmes aceleró la marcha hasta que la distancia que nos separaba quedó reducida a la mitad. Luego, siempre manteniéndonos unos cien metros por detrás, seguimos a Baskerville y a Mortimer por Oxford Street y después por Regent Street. En una ocasión nuestros amigos se detuvieron a mirar un escaparate y Holmes hizo lo mismo. Un instante después dejó escapar un leve grito de satisfacción y, al seguir la dirección de su mirada, vi que un cabriolé de alquiler que se había detenido al otro lado de la calle reanudaba lentamente la marcha.
—¡Ahí está nuestro hombre, Watson! ¡Venga! Al menos tendremos ocasión de verlo, aunque no podamos hacer nada más.
En aquel momento me di cuenta de que una poblada barba negra y dos ojos muy penetrantes se habían vuelto hacia nosotros por la ventanilla del coche de alquiler. Inmediatamente se alzó la trampilla del techo, el cochero recibió una orden a gritos y el vehículo salió disparado Regent Street adelante. Holmes buscó ansiosamente con la vista otro coche desocupado, pero no había ninguno. Luego echó a correr desesperadamente entre la corriente del tráfico, pero la ventaja era demasiado grande y muy pronto el cabriolé se perdió de vista.
—¡Qué contrariedad! —dijo Holmes con amargura al apartarse, jadeante y pálido de indignación, del flujo de vehículos—. ¿Ha existido nunca peor suerte y también mayor torpeza? Watson, Watson, si es usted honesto ¡tendrá que apuntar esto en el debe, contraponiéndolo a mis éxitos!
—¿Quién era ese individuo?
—No tengo la menor idea.
—¿Un espía?
—Por lo que hemos oído era evidente que a Baskerville lo han estado siguiendo muy de cerca desde que llegó a Londres. De lo contrario, ¿cómo habría podido saberse tan pronto que se alojaba en el hotel Northumberland? Si lo habían seguido el primer día, era lógico que también lo siguieran el segundo. Quizá se percató usted de que me llegué dos veces hasta la ventana mientras el doctor Mortimer leía el texto de la leyenda.
—Sí, lo recuerdo.
—Quería ver si alguien merodeaba por la calle, pero no he tenido éxito. Nos enfrentamos con un hombre inteligente, Watson. Se trata de un asunto muy serio y aunque no he decidido aún si estamos